OtoƱo en Nueva York

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Las cosas ocurren mĆ”s o menos de este modo. A mediados de aƱo una revista canadiense, Adbusters, lanza una iniciativa, ocupar Wall Street, y arroja una fecha: 17 de septiembre. La idea viaja a travĆ©s  de las redes sociales y el Ćŗltimo sĆ”bado del verano mĆ”s de mil personas responden a la convocatoria, se reĆŗnen en el distrito financiero de Nueva York y alrededor de cien de ellas acampan en una plaza –el Zuccotti Park– a tres cuadras de la bolsa de valores. Dos semanas despuĆ©s, el primero de octubre, son ya cinco mil los manifestantes que pretenden cruzar el Puente de Brooklyn, y son setecientos los arrestados en el intento. Cuatro dĆ­as mĆ”s tarde, numerosos  sindicatos y organizaciones civiles anuncian su apoyo al movimiento y diez o quince mil personas –ya no solo jĆ³venes, ya no solo estadounidenses– recorren las pocas calles que van de City Hall al campamento. Esto se oye durante la marcha: condenas al sistema financiero, proclamas contra las grandes corporaciones, demandas laborales y estudiantiles. Esto se lee en las pancartas: Enough is enoughTax the millionairesArrest corporate crooks, Save the American dream. Esto se encuentra, tarde o temprano, el turista que deambula hoy por el sur de Manhattan: una plaza tomada por estudiantes y desempleados y sindicalistas, un espacio al margen del vĆ©rtigo laboral, un punto de tensiĆ³n y resistencia a los pies de los rascacielos del distrito financiero.

La mayorĆ­a de los turistas se detiene un momento a las afueras de la plaza, toma una o dos fotografĆ­as y se marcha sin abrirse paso y penetrar hasta su centro. Bueno: una actitud mĆ”s o menos parecida es la que adoptan esos intelectuales y periodistas que, en lugar de considerar cabalmente el movimiento, desdeƱan sus prĆ”cticas y atienden exclusivamente su discurso. Una y otra vez se preguntan: ¿quĆ© dice Occupy Wall Street? Una y otra vez se responden: no mucho o, peor, demasiado. SegĆŗn los mĆ”s conservadores, las protestas son tan superficiales –un happening de hipsters– que carecen de principios sĆ³lidos y apenas manosean lugares comunes. SegĆŗn ciertos liberales, el movimiento es tan variopinto –un posmoderno coctel de estudiantes y socialistas y ecologistas– que no tiene, ay, un discurso sino muchos, con frecuencia absurdos, regularmente contradictorios. Al final, unos y otros coinciden en una misma, curiosa exigencia: que el movimiento fije de una vez por todas un discurso y formule demandas claras y precisas. Dicho de otra manera: que deje de ser lo que es ahora, un estallido vital y desconcertante, una inesperada perturbaciĆ³n de la vida pĆŗblica neoyorquina, y se vuelva una entidad como tantas otras, bien portada y peinadita de raya en medio, con una agenda polĆ­tica planteada en tĆ©rminos transparentes y convencionales. O lo que es lo mismo: que abandone las calles y se mude, obedientemente, a un terreno –los medios de comunicaciĆ³n, los lobbies del congreso, las convenciones de los partidos– donde pueda ser fĆ”cilmente asimilado o desactivado.

Hasta ahora el movimiento ha conseguido esquivar esas exigencias y no ha entregado una presa –es decir: un discurso listo para ser discutido y desarmado– a la opiniĆ³n pĆŗblica. Para mantenerse asĆ­ de elusivo, se ha negado a nombrar lĆ­deres y portavoces: nadie dice su nombre. Para no convertirse en un mero tema –otro tema mĆ”s– del debate pĆŗblico, ha evitado sentarse a discutir en los medios masivos y ha optado, mejor, por comunicarse a travĆ©s de internet y de un diario –The Occupied Wall Street Journal– que ellos mismos editan, en inglĆ©s y espaƱol, y que distribuyen aquĆ­ y allĆ”, gratuitamente. Ahora: esto no significa que el movimiento no diga nada o nada claramente. Desde el principio se fijĆ³ un adversario: Wall Street, a la vez un sĆ­mbolo del capitalismo financiero y una calle como tantas otras, quizĆ” mĆ”s angosta, a unos cuantos metros de donde duermen los protestantes. En el camino se han deslizado, ademĆ”s, una serie de demandas nada abstractas: mĆ”s impuestos para los mĆ”s ricos, regulaciĆ³n de las operaciones bursĆ”tiles, reformas al financiamiento de las campaƱas electorales. Por otro lado, para nadie son un misterio las causas inmediatas de estas protestas: crisis econĆ³mica, desempleo, una obscena concentraciĆ³n de la riqueza. Entonces: ¿es necesario decir mĆ”s que esto? ¿El movimiento deberĆ­a definir mĆ”s claramente sus contornos y principios? No forzosamente. No mientras crece y se conoce y toma forma. No cuando pretende enfrentar a un adversario, el capitalismo financiero, que tampoco se define con claridad y que opera global, incesantemente, diseminado en mĆŗltiples redes. Por lo pronto, esto que escribe Douglas Rushkoff parece seguro (“Think Occupy Wall St. is a phase? You don’t get it”):

 

Estamos viendo el primer movimiento estadounidense de la era de internet, el cual –a diferencia de las protestas por los derechos civiles, las marchas laborales e incluso la campaƱa de Obama– no sigue el ejemplo de un lĆ­der carismĆ”tico, no expresa sus demandas en breves eslĆ³ganes ni concibe un punto final […] Este no es un movimiento con un arco narrativo tradicional […] No es como un libro; es como internet.

 

TambiĆ©n parece claro que este movimiento, ya replicado en otras ciudades de Estados Unidos, desborda los mecanismos de representaciĆ³n habituales. De entrada, opera al margen de los partidos polĆ­ticos y no aspira a colocar emisarios en las cĆ”maras legislativas. DespuĆ©s, se resiste a designar representantes propios y a enviarlos a discutir con otros representantes. MĆ”s importante: casi podrĆ­a decirse que los miles de manifestantes de Occupy Wall Street estĆ”n ahĆ­, en la calle, justamente para estar ahĆ­, presentes y ya no representados, ni polĆ­tica ni simbĆ³licamente. Es decir: ocupan el Zuccotti Park, marchan por Manhattan y editan su propio diario para abandonar el mundo de las representaciones, aparecer en la superficie y personificarse a sĆ­ mismos. Nada mĆ”s hay que verlos ahĆ­, de pie alrededor de la plaza, mudos y estĆ”ticos, dejĆ”ndose contemplar y fotografiar, sencillamente estando presentes. Hay que verlos durante las marchas, debajo de las pancartas que cargan –We are the 99%, The middle class is too big to fall,This is how democracy looks like–, intentando darle cuerpo y rostro a esas cifras y categorĆ­as. Hay que verlos a los pies de los rascacielos, a un lado de las oficinas de las grandes corporaciones, resueltos a que por ahĆ­ circulen no solo los beneficiarios de las transacciones financieras sino tambiĆ©n algunos de sus damnificados  –desempleados, obreros, estudiantes endeudados, enfermos sin seguro mĆ©dico, clasemedieros golpeados o, de plano, devastados. Para decirlo en una frase: se empeƱan en traer a la superficie lo reprimido, en depositar a la mitad de Wall Street los detritos de, ah, Wall Street.

Ya se puede anticipar que el reto mĆ”s apremiante del movimiento no es, por lo pronto, definir un discurso ni una meta sino persistir, mantener la plaza, seguir presente. AdemĆ”s, es demasiado temprano para definir cualquier cosa. ¿CĆ³mo fijar desde ahora un punto final? ¿CĆ³mo saber en este instante quĆ© pueden lograr unos miles de ciudadanos parapetados en una plaza? Ya los hombres y las mujeres de la plaza Tahrir extendieron, heroicamente, el marco de lo posible y demostraron que el ciudadano puede –que los ciudadanos pueden– mucho mĆ”s de lo que a veces se piensa. Desde luego que Nueva York no es El Cairo y que el adversario es otro y mĆ”s difuso. Pero todo mundo –los estudiantes de Chile, los indignados de EspaƱa, los acampados de Israel– tiene derecho a interpretar a su modo el fantasma de Tahrir y a reinventar su propia ciudadanĆ­a. Es la hora de Nueva York. Es, tambiĆ©n, la hora de Nueva York. ~

(12 de octubre de 2011)

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es escritor y crĆ­tico literario. En 2008 publicĆ³ 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).


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