Pepenadores de mexicanismos

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Las grandes lenguas merecen grandes diccionarios, y sería de esperarse que una gran literatura los tuviera. El diccionario de Johnson, el de Webster, el Oxford, parecen dignos compañeros de Shakespeare; y lo mismo sucede en otras lenguas, pero no en español. Tenemos una literatura digna de alternar con las mejores, pero no un conjunto de diccionarios comparable. ¿Cómo explicarlo?
Quizá porque los diccionarios son un género tardío. Quizá porque no tienen el prestigio de los llamados géneros de creación (su creatividad no es tan visible). Quizá porque, a diferencia de otros géneros, que tienen mucho de afirmación personal, los diccionarios tienen mucho de abnegación personal. Hay que trabajar de manera casi impersonal durante largos años para crear cosas útiles que pocos aprecian. ¿Dónde está el atractivo?
     Está, por supuesto, en el gusto de sumergirse en las palabras. Un gusto que comparten lectores, escritores y lexicógrafos, aunque de maneras distintas. El placer del texto está en la sucesión feliz de las palabras a lo largo de los renglones (en el llamado eje sintagmático) y en la selección feliz de cada palabra frente a todas las otras posibles en cada caso (en el llamado eje paradigmático). El placer más obvio es el primero. El segundo lo aprecian únicamente los lectores críticos, que disfrutan la riqueza de posibilidades y la selección perfecta del adjetivo, sustantivo, verbo, preposición. Este placer perpendicular, si así pudiéramos llamarlo, es el que dan los diccionarios, por el simple hecho de recorrer las palabras que registran. Aunque las definiciones breves, claras y precisas pueden dar el placer de un aforismo, el placer léxico primordial está en las simples listas de palabras comunes o insólitas, bien hechas o desgarbadas, milenarias, advenedizas, musicales, malsonantes, pintorescas, equívocas, pedantes, llamativas o discretas. El placer está en el regodeo de tantas posibilidades. En escucharlas o leerlas, recogerlas, estudiarlas, clasificarlas, relacionarlas y hacer listas alfabéticas, temáticas, gramaticales, etimológicas, históricas, multilingües, dialectales.
     La primera lista de mexicanismos conocida la compiló un jurista novohispano, Francisco Javier Gamboa (Guadalajara 1717-México 1794). Enviado a Madrid en 1755 por el Consulado de México, intervino en numerosos pleitos mineros y acabó publicando sus célebres Comentarios a las ordenanzas de minas (Madrid, 1761), cuyo capítulo 27 (“De la significación de algunas voces obscuras, usadas en los minerales de Nueva España”) explica 171, por ejemplo: barretero, malacate, mecate y pepena, que todavía se usan en México.
     La segunda lista apareció setenta años después, en 1831, como un apéndice a la primera edición completa de El Periquillo sarniento: “Pequeño vocabulario de las voces provinciales o de origen mexicano usadas en esta obra”, que no se sabe si es del autor, Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), o del editor póstumo. Registra 112, aunque la novela usa más, por ejemplo: mocho y mochería, que no aparecen en la lista, quizá porque no extrañaban. Hay mexicanismos inconscientes.
     La conciencia de los mexicanismos es posterior a los mexicanismos, que se fueron creando desde el siglo XVI. Todavía hoy, muchos mexicanos creen que regadera (la del baño) se dice en todas partes, aunque es un mexicanismo (en otros países dicen ducha). En cambio, piensan que guateque es un mexicanismo, aunque no lo es (empezó a decirse en las Antillas, y se extendió a muchos países de habla española). La conciencia de las diferencias léxicas aparece con el viajero y el emigrante, con el lector, la radio, el cine, la televisión, los negocios internacionales. La lexicografía diferencial puede surgir de necesidades prácticas, como en el caso de Gamboa, o de la conciencia afirmativa o negativa de las diferencias locales, o de la simple curiosidad. Sumergirse en otro medio de habla española tiene para el viajero (si no es de los que se irritan) el placer de encontrarse con lo familiar como distinto. Se vuelve más consciente de sí mismo y de su habla, relativizada por la experiencia. Se convierte en lexicógrafo aficionado.
     Los que no han tenido esa experiencia no pueden ser testigos de las diferencias con los hablantes de su misma lengua en otras regiones del país o en otros países. Sería inútil pedirles que dijeran cuándo están usando voces locales, regionales, nacionales o del español general. Igualmente inútil sería acudir a la literatura mexicana, de donde puede extraerse el vocabulario del español escrito en México, pero no un vocabulario de mexicanismos, a menos que estén expresamente señalados por el autor o el editor, como en el caso del Periquillo. Tampoco existen diccionarios del español de cada país y región, de tal manera que, por diferencia, se pudiera llegar al diccionario del español absolutamente general y a diccionarios de las diferencias exclusivas para cada país y región, o comunes a dos o más regiones o países.
     Sin embargo, las listas de mexicanismos empezaron a multiplicarse en el siglo XIX, el siglo que inventó el estudio del folclore y el nacionalismo cultural. Todas estas listas, que siguen publicándose, y cada vez más, son en buena parte conjeturales, por su misma naturaleza. Es relativamente fácil documentar que tal o cual voz se usa en México: lo difícil es documentar que no se usa en otros países, o no en el mismo sentido. Teóricamente, sería posible hacer listas del español de México, llevarlas a todos los países de habla española y hacer encuestas para obtener por diferencia las voces y acepciones que son exclusivas de México o compartidas con otros o todos los demás países. En la práctica, lo que se hace es conjeturar, con mayor o menor fundamento, que ciertos usos lingüísticos son diferentes en México. La calidad de las conjeturas depende, naturalmente, de la calidad del observador y de sus fundamentos en cada caso.
     Todo esto sin entrar al problema de las definiciones. Hay quienes suponen que toda diferencia en el uso del español es una incorrección, porque las diferencias no deben permitirse. Hay quienes suponen que toda incorrección es respetable como diferencia nacional, porque nada debe considerarse incorrección. Hay quienes creen que el vocabulario referente a las cosas típicas, indígenas, folclóricas o populares de México es un conjunto de mexicanismos, automáticamente. Hay quienes no distinguen entre el español de México que deriva de lenguas indígenas (por ejemplo: pepenar, que viene del náhuatl pepena, “escoger algo, o arrebañar y recoger lo esparcido por el suelo”, según el Vocabulario de Alonso de Molina) y el vocabulario indígena que sigue perteneciendo a su lengua respectiva, aunque se mezcle con el español en algunas poblaciones (por ejemplo: xkambahau, en Yucatán). Hay quienes consideran, desde un punto de vista puramente diferencial, que chocolate ya no es un mexicanismo, porque ha pasado al español general, y aun a otras lenguas. El uso mexicano, el referente mexicano, la etimología indígena, suelen ser las causas más comunes de que algo se considere mexicanismo, con razón o sin razón.
     La Academia Mexicana, desde su fundación en 1875, se propuso estudiar las “voces, acepciones o frases de uso común en México; tomadas unas de la misma lengua castellana y otras, no pocas, de las lenguas usadas en el país a la llegada de los españoles”, como anuncia el primer tomo de las Memorias (1876). Joaquín García Icazbalceta (1825-1894), primer secretario y tercer director de la Academia, en el tomo tercero (1886) publica unas reflexiones sobre el tema, así como una lista de las 569 enmiendas y adiciones propuestas por la Academia Mexicana y aceptadas por la española para el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE). Algunas fueron del español general, como antología, logaritmo y traicionar; otras, mexicanismos, como atole, candil, malacate y milpa. En 1892, don Joaquín empezó a organizar sus papeletas para un Vocabulario de mexicanismos que no llegó a terminar. Murió cuando iba en la G.
     Medio siglo después, Francisco Javier Santamaría (1886-1963), el único sobreviviente de la matanza de Huitzilac (1927), vivió para publicar un Diccionario de americanismos (1942), fue invitado a ser miembro de la Academia (como correspondiente, porque entonces era gobernador de Tabasco) y, al tomar, finalmente, posesión como miembro de número, anunció que trabajaba en ampliar y completar el trabajo de García Icazbalceta, como homenaje a su memoria. De hecho, el Diccionario de mejicanismos que publicó en 1959 recoge íntegramente el Vocabulario de su antecesor, señalándolo en las entradas correspondientes. Registra 30,420 mexicanismos, de los cuales 2,227 son del Vocabulario. Además, en numerosos casos, siguiendo a García Icazbalceta, los documenta con citas literarias de autores mexicanos. Es el libro fundamental de consulta en esta materia y la referencia obligada para todo trabajo sobre mexicanismos.
     La Academia reanudó esta actividad cuando su nuevo director, José Luis Martínez, propuso en el viii Congreso de Academias celebrado en Lima (1980) que cada una revisara lo correspondiente a su país para mejorar el DRAE. Como resultado, la edición actual (1992) incluye más de seiscientas enmiendas y adiciones propuestas por la Academia Mexicana. Aunque todavía faltan enmiendas, y más aún adiciones, sobre la marcha fue surgiendo el proyecto de trabajar a largo plazo hacia un nuevo diccionario de mexicanismos. Se aceptó de antemano que era un proyecto para varias décadas, y que no convenía trabajar a fondo la A, después la B, etcétera, porque en tanto tiempo se acumularían esfuerzos sin resultados aprovechables, con el riesgo de empantanarse, desanimarse, no tener nada que ofrecer a los lectores, patrocinadores y colaboradores, y peor aún: descubrir, al llegar a la Z, que muchas cosas habían cambiado; que la A y la Z correspondían a dos momentos distintos del español de México, a dos equipos distintos de colaboradores y a distintos criterios.
     Por eso, se adoptó la idea de trabajar en espiral: empezar por lo mínimo, pero de la A hasta la Z en pocos años; luego enriquecer el resultado con algo más, de la A hasta la Z, y así sucesivamente.

Además, se buscaría que cada vuelta de espiral diera como resultado algo aprovechable. Es decir: no concentrarlo todo en la publicación de un libro final, completísimo, sino producir sobre la marcha media docena o más de publicaciones útiles para el público, o cuando menos para otros investigadores. La primera ha sido un simple Índice de mexicanismos, la última puede ser un Diccionario histórico de mexicanismos.

     La primera tarea del proyecto (patrocinado en forma principal por la Secretaría de Educación Pública y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, complementariamente por Hewlett Packard y el Grupo Modelo) consistió en buscar informantes calificados sobre mexicanismos para cada estado de la República. Se encontró un centenar, de los cuales 65 cooperaron con el proyecto (entre ellos 22 miembros de número o correspondientes de la Academia). Esta buena acogida por parte de figuras destacadas de la cultura mexicana, observadores de las hablas locales, investigadores de las lenguas indígenas, correctores de libros y periódicos, tuvo como primer resultado allegarse trabajos previos locales no siempre conocidos.
     Paralelamente, se hizo una investigación bibliográfica, empezando por los 25 tomos de las Memorias de la Academia y por su propia biblioteca y las de sus miembros. Se buscó en las principales publicaciones y bibliotecas de la Ciudad de México. Resultaron de especial interés la revista Investigaciones Lingüísticas publicada de 1933 a 1938 por Mariano Silva y Aceves, narrador ateneísta y director del desaparecido Instituto Mexicano de Investigaciones Lingüísticas de la Universidad Nacional, así como la biblioteca del Colegio de México. Se aprovechó la bibliografía compilada por Santamaría y una bibliografía inédita preparada por Luis Fernando Lara y Günther Haensch para los trabajos del Diccionario del Español de México en El Colegio de México. De todo esto resultó una bibliografía preliminar demasiado amplia y caótica, que fue discutida en sesiones de la Academia hasta llegar a la decisión de trabajar únicamente con listas publicadas de mexicanismos señalados como tales por autores dignos de considerarse, excluyendo: compilaciones de topónimos y nombres propios; compilaciones del español de México; textos literarios que usan mexicanismos, pero no los señalan; estudios sobre el español de México o de una región o de una especialidad que no señalan los mexicanismos; compilaciones de minerales, flora, fauna, etnografía, folclor, oficios y otras cosas de México, que no señalan cuáles nombres de esas cosas mexicanas son mexicanismos. También se excluyeron los diccionarios de especialidades profesionales, los de lenguas indígenas, los de incorrecciones y las compilaciones del lenguaje del hampa. Pero las voces indígenas, de los oficios, de la fauna, de la flora o del hampa señaladas como mexicanismos en el Santamaría y en cualquier otra lista aceptada se respetaron.
     Esto redujo mucho la bibliografía, que todavía se redujo más porque cada lista fue sometida a dictamen, para lo cual se adoptó el criterio de optar por la inclusión o exclusión de cada lista completa, sin entrar al dictamen de cada uno de sus registros, aunque la ortografía y hasta la inclusión de muchos es inaceptable. Es decir, se pospuso el trabajo normativo, para concentrarse por lo pronto en el descriptivo: compilar el corpus de los mexicanismos señalados como tales en listas publicadas dignas de tomarse en cuenta. Para que esta compilación fuera útil a otros investigadores, se decidió presentarla como un índice colectivo de las publicaciones respectivas y acompañarla de un programa electrónico de consulta. Finalmente quedaron 138 títulos de libros, capítulos, apéndices o artículos aprovechables: uno del siglo XVIII, diez del XIX y 127 del XX, de los cuales ocho son del primer cuarto de siglo, 27 del segundo, 35 del tercero y 57 del último.
     La gran ventaja de integrar las 138 listas es disponer del trabajo de campo de 114 observadores del español de México a lo largo de dos siglos. Es como enviar a Ignacio Manuel Altamirano, José Joaquín Fernández de Lizardi (o su editor), Nicolás León, Melchor Ocampo, Manuel Payno, para que observen el español de México en el siglo XIX. Esto asegura una cobertura muy completa de todo lo que, acertadamente o no, ha sido considerado mexicanismo. En contrapartida, la dificultad está en integrar 114 criterios distintos, empezando por las cuestiones más elementales de la captura. Algunas listas publicadas están en mayúsculas sin acentos. No siempre está claro que las variantes ortográficas lo sean: hay erratas evidentes y casos dudosos. La presentación de formas plurales, femeninas, diminutivas, verbales, varía de un autor a otro. Los mexicanismos formados por dos o más palabras (frases, expresiones, refranes) pueden incluir variantes no significativas de un autor a otro y pueden alfabetizarse con muy distintos criterios. Los mexicanismos señalados lo son generalmente de manera explícita, pero a veces implícita. Todo lo cual requiere interpretar, marcar, capturar y cotejar antes de integrar una sola lista de presentación uniforme.
     El resultado final está en las 684 páginas del Índice de mexicanismos presentado por la Academia Mexicana en el XI Congreso de Academias (Puebla, noviembre de 1998), y de próxima publicación en el Fondo de Cultura Económica. Consta de las 138 fichas bibliográficas y de su índice colectivo, en 77,147 entradas. De cada entrada viene el porcentaje de informantes que la conocen (no necesariamente como mexicanismo), el número de fuentes que la incluyen y la relación de las mismas, indicadas por números del uno al 138; así como posibles variantes ortográficas, tanto en su lugar alfabético como agrupadas bajo la variante registrada en más fuentes. Por ejemplo, de cenzontle hay veinte variantes: seis que aparecen en una sola fuente, siete que aparecen en dos, dos en tres, dos en cuatro, sinsonte que aparece en 11, zenzontle en 14 y cenzontle en 22. Como la búsqueda de variantes se hizo en computadora, aplicando reglas mecánicas (por ejemplo: lo que está con ce buscarlo con ese y con zeta), es posible que algunas no lo sean, sino palabras distintas con muchas letras en común. También es posible que algunas variantes no aparezcan.
     Todo el material se presenta además en un banco de datos con programas de consulta, en un disco cuya instalación requiere Windows 95 (aunque opera en MS-DOS) y espacio en el disco duro para sesenta millones de caracteres. Los programas permiten pasar de cada mexicanismo a las fuentes que lo registran, a los que empiezan o terminan con las mismas letras y a los que pudieran ser variantes ortográficas. También permite pasar de cada fuente a los mexicanismos que registra (o sea, el índice de mexicanismos de esa fuente en particular, por ejemplo: las 30,420 entradas del Santamaría); al subconjunto de los que no comparte con ninguna otra fuente (la lista de 7,117 entradas del Santamaría que no están en ninguna otra lista); al subconjunto de los que comparte con cualquier otra fuente que se escoja (por ejemplo: la lista de 2,227 entradas que el Santamaría comparte con el Vocabulario de García Icazbalceta); así como a la lista de todos los mexicanismos que esa fuente no incluye, por ejemplo: las 46,727 entradas (contando, naturalmente, las variantes ortográficas) que no trae el Santamaría.
     Además, da la bibliografía de las 138 fuentes, pero no sólo por autor, como el libro, sino también por año y número de registros. Y permite ordenar las 77,147 entradas por el número de fuentes que las registran (desde coyote y mecate, que están en 54 fuentes, hasta las 41,049 que están en una sola). También las ordena por el grado de conocimiento (desde las conocidas por el 100% de los informantes hasta las desconocidas por todos). Esto permite localizar situaciones especiales, como las de chomite, chochocol y tencua, que son desconocidos por la mayoría de los informantes (el 84%), a pesar de que figuran en más de veinte listas de mexicanismos y en novelas mexicanas. Seguramente porque fueron desapareciendo las cosas que nombraban. El chomite era una falda improvisada envolviéndose en una tela de lana. El chochocol, un cántaro muy grande, usado por los aguadores, antes de que llegaran las tuberías y las pipas de agua. Tencua se decía del niño con labio leporino.
     Sería deseable que, además de la referencia a las fuentes, apareciera en pantalla la página correspondiente de la publicación original, con la definición del autor; lo cual sería, de hecho, un Tesoro de mexicanismos, difícil de compilar en forma impresa, pero no tanto en CD ROM. La Universidad de Colima ha mostrado interés en la realización de este proyecto. También sería deseable, aunque parece remoto, reunir una selección de clásicos mexicanos (o, más ambiciosamente, por ejemplo: todos los libros y documentos mexicanos del siglo XVI), pasarlos por un escáner conectado al banco de datos y obtener así desde cuándo y dónde se usa cada mexicanismo registrado, para llegar a un Diccionario histórico de mexicanismos.
     Pero ya el Índice como está es muy aprovechable para un sinnúmero de investigaciones, y hasta para el lector curioso, sibarita o nacionalista que disfrute al sumergirse en listas de palabras, frases, expresiones y refranes con sabor mexicano. –

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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