Pequeño proyecto de una ciudad futura

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Varias veces me hablaron del hombre que en una casa del barrio de Flores esconde la réplica de una ciudad en la que trabaja desde hace años. La ha construido con madera y yeso y en una escala tan reducida que podemos verla de una sola vez, próxima y múltiple y como distante en la silenciosa claridad. Siempre está lejos la ciudad
y esa sensación de lejanía desde tan cerca es inolvidable. Se ven los edificios y las plazas y las avenidas y el suburbio que declina hacia el oeste hasta perderse en el campo.
     No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica; toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia. La ciudad es Buenos Aires pero modificada y alterada por la locura y la visión microscópica del constructor.
     El hombre dice llamarse Russell y es fotógrafo, o se gana la vida como fotógrafo, y tiene su laboratorio en la calle Bacacay y pasa meses sin salir de su casa reconstruyendo periódicamente los barrios del sur que la crecida del río arrasa y hunde cada vez que llega el otoño.
     El hombre cree que la ciudad real depende de su réplica y por eso está loco. Mejor, por eso no es un simple fotógrafo. Ha alterado las relaciones de causa y efecto y cree que la ciudad real es la que esconde en su casa y cree que la otra es sólo un espejismo o un recuerdo.
     La planta sigue el trazado de la ciudad geométrica imaginada por Juan de Garay con las ampliaciones y las modificaciones que la historia le ha impuesto a la remota estructura rectangular. Entre las barrancas que se ven desde el río y los altos edificios que forman una muralla en la frontera norte persisten los rastros del viejo Buenos Aires con sus barrios arbolados y sus tapias bajas y sus potreros de pasto seco.
     El hombre ha imaginado una ciudad perdida en la memoria y la ha repetido tal como la recuerda. Lo real no es el objeto de la representación sino el espacio donde un mundo fantástico tiene lugar. Se ven las calles y las casas y las casas y las calles son las de su infancia.
     La construcción sólo puede ser visitada por un espectador a la vez. Esa actitud incomprensible para todos es, sin embargo, clara para mí: el fotógrafo reproduce en la contemplación de la ciudad el acto de leer. El que la contempla es un lector y por lo tanto debe estar solo. Esa aspiración a la intimidad y al aislamiento explica el secreto que ha rodeado su proyecto hasta hoy.
     Siempre pensé que el plan oculto del fotógrafo de Flores era el diagrama de una ciudad futura. Es fácil imaginar al fotógrafo iluminado por la luz roja de su laboratorio que en la noche vacía piensa que su máquina sinóptica es una cifra secreta del destino y que lo que él altera en su ciudad se reproduce luego en los barrios y en las calles de Buenos Aires pero amplificado y siniestro.
     Las modificaciones y los desgastes que sufre la réplica —los pequeños derrumbes y las lluvias que anegan los barrios bajos— se hacen reales en Buenos Aires bajo la forma de breves catástrofes y de accidentes inexplicables. El arte no copia la realidad, la anticipa y la altera y hace entrar en el mundo lo que no estaba.
     El fotógrafo actúa como un arqueólogo que desentierra restos de una civilización olvidada. No descubre o fija lo real sino cuando es un conjunto de ruinas (y en este sentido, por supuesto, ha hecho, de un modo elusivo y sutil, arte político). Está emparentado con esos inventores obstinados que mantienen con vida lo que ha dejado de existir. Sabemos que la denominación egipcia del escultor era precisamente "El-que-mantiene-vivo".
     La ciudad trata entonces sobre réplicas y representaciones, sobre la percepción solitaria, sobre la presencia de lo que se ha perdido. En definitiva trata sobre el modo de hacer visible lo invisible y fijar las imágenes nítidas que ya no vemos pero que insisten todavía como fantasmas y viven entre nosotros.
     Esta obra privada y clandestina, construida pacientemente en el altillo de una casa en Buenos Aires, se liga en secreto con ciertas tradiciones del arte en el Río de la Plata: para el fotógrafo de Flores, como para Xul Solar o para Torres García, la tensión entre objeto real y objeto imaginario no existe: todo es real, todo está ahí y uno se mueve entre los parques y las calles, deslumbrado por una presencia siempre distante. El fotógrafo aspira a construir un mundo donde las imágenes persistan al mismo tiempo que la realidad. No se trata de representar sino de reproducir: el artista es un inventor que fabrica réplicas imaginarias y sobre esas réplicas se modela luego la vida.
     La diminuta ciudad es como una moneda griega hundida en el lecho de un río que brilla bajo la última luz de la tarde. No representa nada, salvo lo que se ha perdido. Está ahí, fechada pero fuera del tiempo y posee la condición del arte, se desgasta, no envejece, ha sido hecha como un objeto inútil que existe para sí mismo.
     He recordado en estos días las páginas que Claude Leví-Strauss escribió en La pensée sauvage sobre la obra de arte como modelo reducido. La realidad trabaja a escala real, "tandis que l'art travaille a l'echelle réduit". El arte es un forma sintética del universo, un microcosmos que reproduce la especificidad del universo sin pasar por la mimesis ni por la representación. La moneda griega es un modelo en escala de toda una economía y de toda una civilización y a la vez es sólo un objeto perdido que brilla al atardecer en la transparencia del agua.
     Hace unos días me decidí por fin a visitar el estudio del fotógrafo de Flores. Era una tarde clara de primavera y las magnolias empezaban a florecer. Me detuve frente a la alta puerta cancel y toqué el timbre que sonó a lo lejos, en el fondo del pasillo que se adivinaba del otro lado.
     Al rato un hombre enjuto y tranquilo, de ojos grises y barba gris, vestido con un delantal de cuero, abrió la puerta. Con extrema amabilidad y en voz baja, casi en un susurro donde se percibía el tono áspero de una lengua extranjera, me saludó y me hizo entrar.
     La casa tenía un zaguán que daba a un patio y al final del patio estaba el estudio. Era un amplio galpón con un techo a dos aguas y en su interior se amontonaban mesas, mapas, máquinas y extrañas herramientas de metal y de vidrio. Fotografías de la ciudad y dibujos de formas inciertas abundaban en las paredes. Russell encendió las luces y me invitó a sentar. En sus ojos de cejas tupidas ardía un destello malicioso. Sonrió y yo le di la vieja moneda que había traído para él.
     La miró de cerca con atención y la alejó de su vista y movió la mano para sentir el peso leve del metal.
     —Un dracma —dijo—. Para los griegos era un objeto a la vez trivial y mágico… La ousia, el término que designaba el ser, la sustancia, significaba igualmente la riqueza, el dinero. Una moneda era un mínimo oráculo privado, impersonal y en las encrucijadas de la vida se la arrojaba al aire para saber qué decidir —la lanzó al aire y la atrapó y la cubrió con la palma de la mano.
     —Cara —dijo—. Todo irá bien —la agitó en el puño cerrado como si fuera un dado y luego se detuvo—. Ver el destino en la esfinge de una moneda. Este es un mapa —dijo ahora—. El plano de una ciudad se destacaba entre los dibujos y las máquinas. Es un espejo de la realidad que nos guía en la confusión de la vida. Hay que saberlo leer entre líneas para encontrar el camino. Fíjese. Si uno estudia el mapa del lugar donde vive, primero tiene que encontrar el sitio donde está al mirar el mapa. Lo mira desde afuera y sin embargo está en medio del laberinto, imaginariamente. Aquí, por ejemplo, dijo, está mi casa —señaló el mapa—. Esta es Pedro Goyena, esta es la avenida Rivadavia. Usted ahora está aquí —hizo una cruz—. Este es usted —sonrió—. Hay representaciones que se unen con las cosas de las que son signos por una relación visible. Pero en esa visibilidad hacen desvanecer al original, lo ocultan. Cuando no se mira a un objeto sino como representando a otro —aunque ese objeto sea único— se produce lo que yo he decidido llamar la sustitución sinóptica. Y esa es la realidad. Vivimos en un mundo de mapas y de réplicas.
     Esa era, dijo, la idea que animaba a los asesinos seriales, matar réplicas, series de réplicas que se repiten y a las que era preciso eliminar, una después de otra, porque vuelven a aparecer inesperadas, perfectas, en una calle oscura, en el centro de una plaza abandonada, como espejismos nocturnos. Por ejemplo, Jack the Ripper buscaba descubrir en el interior de las víctimas el elemento mecánico de la construcción. Esas muchachas inglesas, bellas y frágiles, eran muñecas mecánicas, sustitutos. Dijo que él en cambio —a diferencia de Jack the Ripper— había querido dejar de lado a los seres humanos y sólo construir reproducciones del espacio donde habitan las réplicas. Por eso su ciudad estaba vacía…
     Agitó nervioso sus manos frente a mi cara y estuvo a punto de tocarme, apenas, con la punta de los dedos, pero se detuvo y sonrió con un gesto amable.
     —He buscado primero —dijo— construir el lugar del crimen, y luego, ya veré…
     Pensé: quizá ha cerrado la puerta cancel y no puedo escapar. Estoy en manos de un loco.
     —La idea de una cosa que deviene otra cosa que es ella misma y se sustituye en su doble nos atrae —estaba diciendo Russell—, y por eso producimos imágenes. Pero mientras que el desdoblamiento representativo remite al despliegue de una relación articulada sobre un relevo, la sustitución sinóptica —lo que yo llamo la sustitución sinóptica— significa la supresión del relevo intermediario. La réplica es el objeto convertido en la idea pura del objeto ausente.
     Hablaba cada vez más rápido, en voz baja, para sí mismo, y yo sólo podía captar el murmullo de sus palabras, que resonaban como alucinaciones quietas.
     Después me confesó que su nombre verdadero era un secreto sobre el que se sostenía la ciudad. Su nombre era el centro íntimo de la construcción.
     —La cruz del sur… —agregó, enigmático, y luego sonrió.
     Hubo un silencio. Por la ventana llegó hasta nosotros el grito inútil de un pájaro.
     Entonces Russell pareció despertar y recordó que yo le había traído la moneda griega y la sostuvo otra vez en la palma de la mano abierta.
     —¿La hizo usted? —me miró con un gesto de complicidad—. Si es falsa, entonces es perfecta —dijo y luego con la lupa estudió las líneas sutiles y las nervaduras del metal.
     —No es falsa, ¿ve? —se veían leves marcas hechas con un cuchillo o con una piedra. Una mujer tal vez, por el perfil del trazo—. Y ve —me dijo—, alguien aquí ha mordido la moneda para probar que era legítima. Un campesino, quizá, o un esclavo.
     Puso la moneda sobre una placa de vidrio y la observó bajo la luz cruda de una lámpara azul y después instaló una cámara Kodak sobre un trípode y empezó a fotografiarla. Cambió varias veces la lente y el tiempo de exposición para reproducir con mayor nitidez las imágenes grabadas en la moneda.
     Mientras trabajaba se olvidó de mí.
     Anduve por la sala observando los dibujos y las máquinas y las galerías que se abrían en un costado hasta que en el fondo vi la escalera que daba al altillo. Era circular y era de fierro y ascendía hasta perderse en lo alto. Subí tanteando en la penumbra, sin mirar abajo. Me sostuve de la oscura baranda y sentí que los escalones eran irregulares e inciertos.
     Cuando llegué arriba me cegó la luz. El altillo era circular y el techo era de vidrio. Una claridad nítida inundaba el lugar.
     Vi una puerta y un catre y vi un Cristo en la pared del fondo y en el centro del cuarto, distante y cercana, vi la ciudad y lo que vi era más real que la realidad, más indefinido y más puro.
     La ciudad estaba ahí, como fuera del tiempo. Tenía un centro pero no tenía fin. En ciertas zonas de las afueras, casi en el borde, empezaban las ruinas. En los confines, del otro lado, fluía el río que llevaba al delta y a las islas. En una de esas islas, una tarde, alguien había imaginado un islote infectado de ciénagas donde las mareas ponían periódicamente en marcha el mecanismo del recuerdo. Al este, cerca de las avenidas centrales, se alzaba el hospital, con las paredes de azulejos blancos, en el que una mujer iba a morir. En el oeste, cerca del Parque Rivadavia, se extendía, calmo, el barrio de Flores, con sus jardines y sus paredes encristaladas y al fondo de una calle empedrada, nítida en la quietud del suburbio, se veía la casa de la calle Bacacay y en lo alto, visible apenas en la visibilidad extrema del mundo, la luz roja del laboratorio del fotógrafo titilando en la noche.
     Estuve ahí durante un tiempo que no puedo recordar. Observé, como alucinado o dormido, el movimiento imperceptible que latía en la diminuta ciudad. Al fin, la miré por última vez. Era una construcción remota y bellísima que reproducía la forma incierta de una obsesión y la cifra de un nombre. Recuerdo que bajé tanteando por la escalera circular hacia la oscuridad de la sala.
     Russell desde la mesa donde manipulaba sus instrumentos me vio entrar como si no me esperara, y luego de una leve vacilación se acercó y me puso una mano en el hombro.
     —¿Ha visto? —me dijo.
     Asentí, sin hablar.
     En silencio Russell me acompañó hasta el zaguán que daba a la calle.
     Cuando abrió la puerta, el aire suave de la primavera llegó desde los cercos quietos y los jazmines de las casas vecinas.
     —Tome —dijo y me dio la moneda griega—. Ya no la necesito. Eso fue todo.
     Caminé por las veredas arboladas hasta llegar a la avenida Rivadavia y después entré en el subterráneo y viajé atontado por el rumor sordo del tren mirando la indecisa imagen de mi cara reflejada en el cristal de la ventana. De a poco, la ciudad circular se perfiló en la penumbra con la fijeza y la intensidad de un recuerdo olvidado.
     Entonces comprendí lo que ya sabía: lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño
     Adrogué, 2 de septiembre de 2001
      
     Posdata del 24 de noviembre de 2011.
     Reproduzco el testimonio anterior tal como apareció, en noviembre de 2001, en el catálogo de la exposición El fin del milenio sin otros cambios que la elisión de algunas metáforas y de una hipótesis final que ahora resulta innecesaria. Entre los comienzos de la construcción de la ciudad (que se remonta según podemos sospechar a 1970) y su destrucción hace tres meses, el prestigio y el conocimiento de la réplica creció y se expandió. En todos lados alguien sabía que en un lugar de Buenos Aires se levantaba una obra única cuya definición era imposible pero cuya plenitud resumía una de las tentativas más radicales del mundo contemporáneo.
     Las actitudes extrañas de su constructor se agravaron: se negó siempre a que su obra fuera divulgada y esa decisión convirtió a su trabajo en la manía de un inventor extravagante. Y algo de eso había en él. Pero yo sé (y otros saben) que ese trabajo maniático, y microscópico, llevado adelante durante décadas es un ejemplo de la revolución que sostiene al arte desde su origen.
     Russell forma parte de ese linaje de inventores obstinados, soñadores de mundos imposibles, filósofos secretos y conspiradores que se han mantenido alejados del dinero y del lenguaje común y que terminaron por inventar su propia economía y su propia realidad. "Normalmente (escribió Ossip Mandelstam) cuando un hombre tiene algo que decir va hacia la gente, busca quien lo atienda. Pero con el artista sucede lo contrario. Él escapa, se esconde, huye hacia el borde del mar donde la tierra termina o va hacia el vasto rumor de los espacios vacíos donde sólo la tierra resquebrajada del desierto le permite esconderse. ¿Su andar no es acaso evidentemente anormal? La sospecha de demencia siempre recae sobre el artista".
     El fotógrafo resistió durante toda su vida. Hasta el final mantuvo vivo ese espíritu de inventor de barrio y de amateur: pasaba los días en su laboratorio del barrio de Flores experimentando con el porvenir y con el rumor quieto de la ciudad. Su obra parecía el mensaje de un viajero que ha llegado a una ciudad perdida: que esa ciudad sea la ciudad donde todos vivimos y que esa sensación de extrañeza haya sido lograda con la mayor simplicidad es otro ejemplo de la originalidad y del lirismo que caracterizaron su trabajo.
     El proyecto fue visitado en el taller del artista durante veinte años individualmente por ochenta y siete personas, en su mayoría mujeres. Algunos han dejado testimonios grabados de su visión y desde hace un tiempo pueden consultarse esos relatos y esas descripciones en el libro La ciudad clara editado por Margo Ligetti en marzo del 2008 con una serie de doce fotografías originales del artista.
     Muchas obras argentinas son secretos homenajes a la ciudad secreta y reproducen su espíritu sin nombrarla nunca porque respetan los deseos de anonimato y de sencillez del hombre que dedicó su vida a esa infinita construcción imposible.
     El arte vive de la memoria y del porvenir. Pero también de la destrucción y del olvido.
     La ciudad —como sabemos— se incendió en marzo de este año y adquirió inmediata notoriedad porque sólo las catástrofes y los escándalos interesan a los dueños de la información.
     El fotógrafo había muerto cinco años antes en la oscuridad y en la pobreza.
     De la ciudad ahora sólo sobreviven sus restos calcinados, el esqueleto de algunos edificios y varias casas del barrio sur que han resistido en medio de la destrucción. La cineasta Luisa Marker filmó las ruinas y los últimos incendios y las imágenes que vemos hacen pensar en un documental que registra y recorre una ciudad que arde en medio de un eclipse nuclear.
     En la penumbra rojiza persiste la construcción en ruinas, espectral, anegada por el agua y semihundida en el barro. Ciertos indicios de vida han empezado a insinuarse entre los restos calcinados (casas donde las luces aún brillan, sombras vivas entre los escombros, música en los bares automáticos, la sirena de una fábrica abandonada que suena en el amanecer). Parecen las imágenes nerviosas de un noticiario sobre Buenos Aires en el remoto porvenir y lo que vemos es el destello de la catástrofe que todos esperamos y que seguro se avecina.
     Hace unos días volví a ver el documental y entonces descubrí algo que no había notado antes. Vi la Plaza de Mayo. Y en la Plaza de Mayo vi el cemento resquebrajado y abierto y en un costado —cobijado por la sombra de un banco de madera— vi el dracma griego: lo vi, calcinado y casi clavado en la tierra, ennegrecido, nítido.
     A veces en las noches de insomnio me levanto y observo desde la ventana las luces interminables de la ciudad que se pierden en el río. Entonces abro el cajón de mi escritorio y levanto la moneda griega y su peso leve es como el peso leve del recuerdo.
     Pienso que quizá un día, una tarde tal vez, me decida y baje a la ciudad ruidosa y febril y camine por las calles atestadas y, luego de bordear la avenida Rivadavia, cruce la Plaza de Mayo y la deje en el mismo sitio donde Russell la dejó, a salvo y medio escondida, en un costado, sobre la vereda de cemento, disimulada bajo el banco de madera.
     En el futuro entonces, cuando el inevitable desastre suceda y Buenos Aires sea sólo un montón de ruinas, todo estará en su lugar y la ciudad será como él la había previsto.
     Pero las noches pasan y no me decido. Ya lo haré, pienso. Cuando llegue el otoño y comiencen las primeras lluvias. –

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