Ya se sabe: no existe el artista indiscutido. Desde aquel hipotético italiano que tuvo atorada toda su vida la confesión de la que sólo en su lecho de muerte osó liberarse: "¡Me carga el Dante!", siempre andan por ahí excéntricos obligados al silencio por discrepar del universal acuerdo. Por ejemplo, los que no gustan de Zeus-Picasso. Son pocos. Todavía hay menos renuentes ante Chaplin, a los que ofrezco la compañía de Pnin-Nabokov:
Ese bastón, ese sombrero hongo, esa cara blanca, esas cejas negras arqueadas, esas narices de aletas palpitantes, no le decían nada. Ya danzara el cómico incomparable rodeado de ninfas encollaradas junto a un cacto amenazador; ya fuera un hombre prehistórico […], Pnin, anticuado y carente de humor, permanecía indiferente. Payaso, se dijo con desprecio. Hasta Glupishkin y Max Linder eran mejores cómicos que éste.Pero, ese "hasta", ¿significa que tampoco le gustaba Max Linder? De Glupishkin nada sé.*En un relato de Papini el narrador habla del vicio de andar en busca de un raro con la esperanza frustrada de encontrar un grande. No explica Papini la esencia propia de cada uno de estos rasgos, que él obviamente distingue y quizás enfrenta. Supongo que grande es una diáfana categoría abarcadora, que todos comprenden y en la que pueden reconocerse mejorados. Lo grande despierta admiración sin extrañeza, devoción sin reserva, que no permite discrepar. Deseamos integrarnos, ser aceptados en ese edificio que nos sobrepasa. En cambio, la extrañeza es la esencia de lo raro y surge ante un sistema de pensar, de ver, de sentir diverso del nuestro. Frente a esto las reacciones son menos unánimes. Diógenes Laercio, al que ya no leemos, dice que "el sapiente, haga lo que haga, lo hará todo en su propio beneficio". ¿Excluyéndonos? No es abusivo acercar grandeza y sapiencia y podemos mover con esta agua nuestro pequeño molino. Así, la admiración que nos produce el grande no derrumba los límites que su grandeza crea, levanta ante nosotros una fortaleza autosuficiente y nos desembaraza del cargo de preocuparnos por él. Al raro, en cambio, lo suponemos aislado, quizás parcialmente incomprendido. Gana nuestra atención, que será definitiva si en lo que nos paralizó al principio, se abre una brecha y entramos hasta donde algo, asequible, se deja entretejer en la trama de nuestra vida.*Sí, Papini no está "de moda", pero el Fondo de Cultura Económica anuncia (qué bien) sus Memorias indirectas. No hace mucho tiempo, un pequeño escándalo coronó el concurso literario de La Nación de Buenos Aires. No suele ser una competencia aventurera. Pero el cuento premiado y publicado parecía de no muy fresca data: Alguien conversa en una estación con un desconocido que dice ingeniosas perversidades mientras aguardan un tren; éste demora lo necesario para que el locuaz complete su discurso. Veloz avisó un enterado: "Es de Papini". Escándalo. Bochorno sobre el jurado (que no tiene que ser omnisapiente pero sí olfatear l'air du temps), devolución forzosa del premio (cabe decir los emolumentos o ganancia del molinero) con oprobio relativo sobre el "autor", que confesó de inmediato no aspirar a un mérito hechizo sino hacerle mucha falta el dinero. Después del castigo, sin embargo, debería haber sido contratado por el periódico como corrector de estilo: cotejé su versión con la que se publicó para demostrar el fraude y la suya era más feliz. Quizás mi simpatía por el impostor provino de la seriedad con la que los escritores del jurado se irritaron ante alguien que pretendía hacerse pasar por uno más de ellos, por un nuevo colega. –