¿Qué hacer con el destino?

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El cine mexicano se asoma al futuro inmediato con muletas poco firmes. Es un hecho la capacidad de convocatoria de algunas películas locales, que pueden acarrear a tres millones de espectadores (Sexo, pudor y lágrimas, Amores perros, Y tu mamá también), y la exhibición se amplía en calidad y cantidad de tal manera que ya son normales los estrenos estadounidenses con 250 copias para todo el país, mientras la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía organiza un Seminario Internacional sobre Criterios de Clasificación Cinematográfica para terminar de enterrar una censura que, durante décadas, atentó impunemente contra los más elementales derechos del cineasta y el espectador. ¿Vamos bien? No. Al cine del gobierno el gobierno mismo le retrasa el capital para financiar sus películas, y le da 70 millones de pesos que se agotan en un mes y en menos de diez películas, todo ello en lo que es ya una cruel agonía de ese invento burocrático: el funcionario cineasta, el cine a tono y capricho del político en turno.
     ¿Cómo se mueve el cine en el mercado mexicano? Primero, la demanda. Hace quince años, cuando se afirmaba en todo el mundo la muerte del cine, los italianos eran los principales enterradores. Leonardo Sciascia escribió un ensayo sobre el asunto, mientras Ettore Scola filmaba Splendor y Giuseppe Tornatore el Cinema Paradiso que, de epitafio, se volvió uno de los acicates para el retorno a las salas. Y en México, las ruinosas instalaciones de la paraestatal Compañía Operadora de Teatros cobijaban a un público cautivo de la serie La risa en vacaciones, de las ofertas del Güero Castro y de los tristones envíos del cine gubernamental, todo mal promovido y mal exhibido con proyectores parpadeantes, susurrantes bocinas, pisos pegajosos y butacas planchadas por el uso. La venta de COTSA en el sexenio salinista y la salida del cine de la "canasta básica", donde el precio del boleto se mantenía artificialmente bajo, alteró todo el panorama: la mayoría de las salas de la cadena quedaron en el abandono o transformadas en tiendas de aparatos domésticos. Mientras entraba la franquicia estadounidense Cinemark, se creaba su competencia mexicana, Cinemex, y la veterana empresa Ramírez se actualizaba a pasos agigantados. De entretenimiento para las masas proletarias, en este lapso pasó a consumo de la clase media y media alta, con precios por boleto en las salas de la Organización Ramírez, la más amplia en el país, de 43 pesos al final del 2001 (poco más de cuatro dólares); aquella gran masa popular se queda con la televisión y su catarata de películas viejas, churros recientes y películas estadounidenses dobladas al español.
     La modificación económica del público cambia todas las reglas del cine. Impensable venderle a una clase media y media alta el cine mexicano de los ochenta; adiós a los ídolos populares, con la excepción de María Elena Velasco, la India María, cuyo público fidelísimo hizo de su última película, Las delicias del poder (1998, Iván Lipkies), la segunda película más taquillera de ese año, sólo debajo de Sexo, pudor y lágrimas. Inútil que el diputado federal perredista Félix Salgado Macedonio debute como actor y argumentista en Guerrero (2001, Benjamín Escamilla): su infantil puesta en imagen era un retorno al cine de acción más irresponsablemente producido hace veinte años.
     El nuevo público exige facturas semejantes a la hollywoodense (Sexo, pudor y lágrimas, Todo el poder, El segundo aire) o californiano (Inspiración). Como nunca, la experimentación estética parece obligatoria: las series se agotan de inmediato, como la comedia de clase media de matices woodyallenianos que nació con Entre Pancho Villa y una mujer desnuda (1995, Sabina Berman e Isabel Tardan) y agonizó entre El segundo aire (2000, Fernando Sariñana) e Inspiración (2001, Ángel Mario Huerta), al tiempo que se confirma una tradición del cine mexicano propositivo: con cada película nace y muere una línea, sin secuencias posibles.
     Aunque se puede trazar un fortalecimiento del cine urbano trágico (Amores perros, Perfume de violetas, De la calle), también hay el espacio para juegos personalísimos, que pueden ir del documental subjetivo de recuperación de voces perdidas (Del olvido al no me acuerdo, 1999, Juan Pablo Rulfo) a la fantasía política que exige incluso escenografías virtuales de computadora (Pachito Rex, me voy pero no del todo, 2001, Fabián Hoffman). Desde los años treinta no se veía en los cineastas una exigencia de novedad. Es un panorama agresivo, que exige promociones millonarias cargadas al costo de la película, lo que pone en entredicho la recuperación de la inversión, pero ante el que las burocráticas vías de producción del imcine y su nula capacidad de promoción y distribución (seis copias para estreno en el DF) va arrinconando el museo de la intervención gubernamental en un terreno donde sus buenas intenciones generan partos de los montes.
     El mercado de la exhibición está dividido en zonas no siempre respetadas: la organización Ramírez sobrevivió a las crisis manteniendo un perfil moderado, con salas fragmentadas hasta la ignominia y presencia en todo el país; tras la llegada de la transnacional Cinemark, su estrategia cambió a complejos de lujo y tecnología de punta en cada capital de cada estado: cierra el año con 801 salas en 134 conjuntos (el último, en Perisur, tiene veinte salas y es el mayor en América Latina), mientras Cinemex concentra sus esfuerzos en la ciudad de México y sus alrededores (Toluca, Cuernavaca).
     La transformación que eso supone en la formación del cinéfilo es muy profunda: por primera vez, no hay diferencias muy visibles en el acceso que tiene un espectador de Culiacán, Cozumel o Saltillo con respecto al de la capital del país, al menos en los megaestrenos estadounidenses, que se dan de manera simultánea en todo México y a unas semanas de su lanzamiento original. "Infiltración ideológica", denunciarán unos, "globalización", clamarán otros, el caso es el de una competencia rudísima donde se aprende, se triunfa y se fracasa sobre la marcha: fuera del limbo que duró demasiado y engendró muchos monstruitos… a los que ya reivindicará la nostalgia. –

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