Qué hacer cuando la marca te acosa

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El automovilista defeño no sólo es víctima de calles con trazo irregular, saturadas de agujeros y protuberancias, en las que es imposible seguir la línea recta de un carril (aunque sea imaginario); calles en las que los semáforos no funcionan, los policías obstruyen el paso e impera la dictadura del pesero. Además es la víctima indefensa de las marcas comerciales más importantes.
     Encerrado en su vehículo, no puede escapar de los anuncios. Están en todos lados: en los espectaculares que impiden la vista del cielo (por otro lado, siempre gris), en los costados de edificios (que probablemente no aportan nada al panorama), en las paradas, en los puestos de periódicos, en prácticamente cualquier esquina, en las bardas de las construcciones nuevas (o de casas a punto de caerse), en postes de luz, en árboles, en ventanas…
     El acoso es brutal y, frente a él, los conductores se ven obligados a lo que hace quien se siente acorralado y no puede escapar físicamente: se evade. Así, han dejado de mirar los anuncios. Eventualmente, los pechos redondos que saltan del anuncio de Wonderbra obligan a levantar la vista y tal vez a hacer un vago y confuso reconocimiento de lo que la fotografía vende. Es probable que movidos por auténtico interés, los conductores acrediten uno o dos anuncios más asociados a sus necesidades o deseos. A lo mejor ven con atención mujeres u hombres jóvenes, hermosos y esbeltos y suponen que deberían ser copilotos de esa travesía diaria o que son el reflejo de su ser más profundo (y oculto). Pero en términos generales bloquean el abuso del que son objeto.
     El fenómeno no ha pasado inadvertido para los anunciantes. Tampoco es que hayan tomado medidas conscientes para disminuir el acoso y así lograr que se ponga más atención al mensaje que quieren dar. Más bien al contrario. Las prácticas invasivas han perdido la poquísima sutileza que les quedaba y, peor aún, ya no están sujetas a que el consumidor potencial decida qué quiere ver y por qué quiere verlo. No hay opción. Están ahí, sobre ellos; encima, literalmente, del pobrecito target, quien tiene dos opciones: aceptar de mala gana lo que le es impuesto o volverse, de plano, muy grosero.
     Primero fueron unas mujeres vestidas de Gatúbela que paraban el tráfico. Sus trajes —de plástico imitación piel— tenían orificios en los muslos, en el torso y dejaban muy descubierta la espalda y buena parte del pecho. Llevaban unas máscaras con orejas de gato y una larga cola de terciopelo. Los automovilistas, de por sí harto confundidos, veían con ojos de asombro a las gatitas que se paraban en los semáforos —con una bolsa de cacahuates japoneses escondida en la escasa ropa— meneando las caderas, ronroneando, invitando a ver la última película de Halle Berry.
     Luego vinieron las vaqueritas de Shell. Delgadas y morenas, portaban con orgullo unas trenzas falsas muy rubias, bajo sombreros cowboy, todos de la misma medida. Llevaban polainas sobre los jeans, una camisa a cuadros abierta para enseñar lo más posible y el logo de Shell por todas partes. Entregaban volantes de preferencia a los autos conducidos por varones. Se recargaban sobre las ventanillas abiertas, sonreían coquetas y hablaban de los prodigios de la marca que les pagaba el disfraz.
     A dos o tres publicistas les pareció genial la idea y, en breve, la ciudad llenó sus avenidas más transitadas por el target AB a C, de jóvenes vestidos de la forma más inopinada.
     Telmex reclutó a una cuadrilla de muchachos delgados para vestirlos con monos de satín azul eléctrico, escotados en el pecho; capa blanca, peluca afro, lentes oscuros de marco dorado, y lanzarlos a sacudirse frente a las conductoras para venderles una promoción que difícilmente podían articular. Sacudían un trasero más que evidente gracias al satín, también sonreían coquetos y aprovechaban la extraña diversión de estar en medio de una calle transitadísima, con su capa a cuestas por entre los coches. Post-it vistió a su pequeño ejército como carteros, les puso un cinturón con la canastilla de una bicicleta empotrada, gorra y silbato, y los mandó a repartir muestras de su producto.
     Frente a este embate publicitario palidecieron los pollos bailarines parados fuera de locales de comida y hasta pierde fuerza el Doctor Simi, dispuesto a morir de calor sobre Revolución —si fuera necesario— para darle a los transeúntes un impreso con los descuentos en Similares. Ahora será necesario que el pollo y Simi se lancen a las calles, deambulen por entre los coches y regalen una muestra de lo que sea.
     Un shampoo no verá su suerte en esta capital si no contrata a chicas guapas, bien formadas, con un pelazo, para que repartan el que de veras elimina la orzuela, el que de verdad hace que todo brille, el que por fin quitará la caspa para siempre. Un pan no tiene forma de trascender si no hay quien regale al menos unas rebanadas en un paquete con toda la información que uno necesita sobre los granos que lo conforman. Pareciera que cualquier marca necesita sentarse en las piernas de los conductores, literalmente.
     A falta de reglamentos, lo único que queda es el estoicismo. Los conductores tienen algunos aprendizajes pendientes: cerrar la ventanilla al mediodía, cuando el rayo del sol atraviesa el cristal; mirar con fijeza las placas del auto que va enfrente; fingir las más absoluta demencia cuando alguien —en disfraz, peluca y con volantes o muestras entre las manos— toca insistentemente en la ventanilla; cerrar los ojos cuando una chica incline el escote o un muchacho menee el trasero para que compremos… Eso, el estoicismo. –

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(ciudad de México, 1970) es narradora. En 2005, el FCE publicó su libro de cuentos Las malas costumbres.


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