Hace tiempo acaricio el propósito de redactar un manual de seducción erótica “para uso de jóvenes de uno y otro sexo”. Es decir, poner al día el ars amatoria comentando el clásico tratado de Ovidio Nasón. Este arte agridulce, realista y a la vez esperanzado, asume con frecuencia la forma de una especie de guerra y es preciso conocer estrategia, logística y demás aspectos que rigen los combates floridos. Mientras, recuerdo, como soldado viejo cubierto de cicatrices, con pocos laureles y hartas derrotas, Bernal Díaz de los campos de pluma, puedo ir ofreciendo adelantos del instructivo de cortesanía erótica. He aquí un ejemplo.
Ha llegado el momento de la ofensiva final, del encuentro decisivo: la declaración de amor. Carl von Clausewitz y yo reprobamos el ataque clásico con el sujeto de rodillas, la mano izquierda sobre el corazón, la derecha adelantada hacia la dama elegida. La razón es que deja demasiado desprotegido el centro; ella puede fácilmente maniobrar y aniquilarnos. Un NO rotundo hace imposible toda retirada. ¿Cómo proceder entonces? La ofensiva lateral dirigida al flanco viene al caso.
Resuenan las trompetas. Estamos a solas con ella. El momento ha llegado. El corazón a todo galope. Astucia, sobre todo astucia. Allá vamos.
–Preséntame a alguien que sea como tú, yo quiero amarla con locura.
No está del todo mal la apertura, ¿verdad? Tiene cierto aire de juego que nos cubre bien y nos abre camino de retirada en caso de contraataque.
–Voy a buscarla –responde la inalcanzable–, si sé de alguien te aviso.
Ah, defensa Monja Alférez con alfiles y torre. Casi es un ataque. ¿Qué sucedió? Le faltó decisión a la ofensiva. Ella lleva la ventaja; es obvio que hemos perdido algunas piezas: por casual y frívolo que haya sido el tono de la proposición inicial, ya dijimos todo lo que teníamos que decir. Ella lo sabe todo. Es preciso un contraataque centelleante.
–Tienes razón –agredimos–, no sé qué me anda pasando últimamente.
Jaque. Pero es jugada peligrosa. Una ofensiva de ella podría equivaler a perder la dama. Rehacer el clima cálido, íntimo, será difícil. En fin, audacia y más audacia. Hasta ahora estamos tablas, pero tablas en esta batalla significa una derrota. Esperemos su jugada. Si cambia de tema, abandonamos el campo y subimos a la árida montaña.
Ella coloca su mano sobre nuestro brazo. Cuidado.
–¿De veras crees que haya muchas como yo? –pregunta arteramente.
Sospechamos un gambito. ¿Está envenenada la pieza? ¿Se trata de una maniobra envolvente? Contestar no sería confesar demasiado. Una carga cerrada como “lo mismo piensa el Ganso Villavicencio” y perdemos el ala derecha.
Contestar sí sería ofrecer tablas. ¿Qué hacer? No decir una sola palabra, todos a la carga: nuestra mano vuela hasta su mano posada en nuestra mano y la sitia. ¿Resistirá la fortaleza de cinco puertas? Tal vez menospreciamos sus defensas y el asedio se prolonga demasiado. La toma de la mano principia con una leve, muy leve, levísima, casi imperceptible presión. ¿Responde ella a tu presión? No importa, basta con que no haya roto el sitio retirando la mano. ¿Qué hacer ahora?
(No resisto la tentación de recordar en este momento que la mano abandonada a su suerte por la dama, mano que no responde ni se retira, es justamente el ejemplo que pone Sartre de conducta de mala fe en El ser y la nada: la dama se ha despojado de la mano, hace como que no fuera suya, la hace cosa y trata de escamotear así la necesidad de decidir, es decir, la libertad. Hasta aquí la inoportuna digresión.)
Su mano en nuestra mano, tenemos que hablar. Hagámoslo, pues.
–La verdad, no, no lo creo, va a ser muy difícil, si no es que imposible, hallar a alguien como tú –enunciamos.
Es decisivo que estas palabras sean pronunciadas con la mayor seriedad. Estamos en el cenit de la batalla. Es el momento de arrasar toda resistencia y pegar en el centro. Primer paso, tomar la fortaleza de la mano. Apretemos. No demasiado, sin lastimar –que equivale al saqueo, propio de salvajes que desconocen las leyes de la guerra. ¿Aprieta ella también? Huye entonces en desbandada su caballería pesada. Adelante, ni una palabra más, tremolantes los estandartes y al centro: el jaque mate es un beso, el golpe de gracia un abrazo que persigue y aniquila a los que tratan de escapar en caos despavorido.
Por los laureles de esta victoria, señor general, bien valen todos los trabajos y todas las angustias, se lo puedo asegurar. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.