Releyendo El progreso improductivo

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¿Cómo juzgar acerca de los alcances y límites de las promesas de progreso? ¿Qué se puede esperar de una serie de iniciativas públicas, como el Plan Puebla-Panamá, y de acciones no gubernamentales diseñadas por los actores de la sociedad civil, como por ejemplo las actividades tras los estragos del huracán Mitch en Centroamérica (octubre y
noviembre de 1998), así como los múltiples proyectos de desarrollo en el sur mexicano? Con El progreso improductivo, publicado por primera vez en 1979 por la editorial Siglo XXI, Gabriel Zaid ofrece respuesta a algunas de estas preguntas.
      
     Un libro desconcertante que entusiasma
     Releer hoy El progreso improductivo es un ejercicio a la vez difícil y estimulante. Es un libro de economía política y de moral que pone al alcance de todos reflexiones y temas de debate muchas veces confinados a círculos de especialistas. Fue escrito en otro México y fue uno de los libros que marcaron los inicios de la discusión que acompañó las transformaciones sociopolíticas del régimen mexicano: el desmantelamiento del sistema corporativo, la modernización del sistema político, la emergencia de una sociedad civil y la democratización electoral. Muchas de sus propuestas entraron al debate público a través de iniciativas gubernamentales como el Pronasol, o de las discusiones sobre la reforma tributaria, y siguen siendo objeto de atención y comentario de la sociedad civil. Algunas de las discusiones y de las muy justificadas críticas a la globalización son también, a su manera, críticas "al progreso improductivo". Varios de los temas estudiados por Zaid —la pobreza, la corrupción, el surgimiento de una nueva clase a través de la Revolución Mexicana— fueron retomados por antropólogos, economistas, historiadores, periodistas y sociólogos, y dieron lugar a numerosos estudios que atestiguan el vigor del debate democrático en México. Más allá de la polémica mexicana, algunas de sus preguntas coinciden con las reflexiones foráneas, nacidas en Europa, la India o Estados Unidos, sobre las formas concretas de la igualdad1 o acerca del "ingreso de ciudadanía"2 o  de la "asignación universal de recursos".3 Volver a leer El progreso improductivo  es una manera de regresar al momento en el cual se iniciaron estos debates y estos cambios. Permite también ver el camino recorrido desde entonces.
     Destinado a fomentar el intercambio de ideas, este ensayo es a la vez desconcertante y motivo de entusiasmo a la manera de las obras de Murray Boockin, René Dumont, Ivan Illich o de Fritz Schumacher. Ingeniero y poeta, Gabriel Zaid mezcla deliberadamente las dos retóricas. Se basa en toda una serie de datos estadísticos y en una discusión de los economistas del desarrollo y de los filósofos, de Rousseau y Condorcet a Marx, Platón y Aristóteles. Pero usa también muchas anécdotas, a la manera de los case studies de los antropólogos, y multiplica las metáforas poéticas. El primero de sus propósitos es replantear los axiomas y las metas de los inventores de la idea de progreso. El segundo es analizar cómo se alcanzaron o no, y entender a qué experiencias políticas dieron lugar estos experimentos. Finalmente, busca imaginar cómo estas exigencias de igualdad y de libertad podrían realizarse.
     El entusiasmo nace de la lectura de algunas propuestas —"igualar por abajo", "la conciencia  pública", "repartir en efectivo", "la asignación por haber nacido", "la productividad del saber costoso"— y del análisis de algunos mecanismos sociopolíticos mexicanos —las diferencias entre el crecimiento y el desarrollo, la ciencia de la "mordida", la nueva clase dirigente, el corporativismo. Como lo señaló uno de sus comentaristas, muchas de sus imágenes tienen la fuerza de las imágenes bíblicas.
     Algunas metáforas parecen más discutibles —"los universitarios en el poder", "los empresarios oprimidos". Lo que es metáfora poética se convierte en una generalización que se podría discutir. Diré, para defender la corporación a que pertenezco, la de los universitarios, que la universidad es evidentemente, y no pocas veces, un experimento costoso, el teatro de una pseudoespecialización, un ámbito de soberbia y malos trabajos que son, ante todo, patentes burocráticas para trepar. Pero es también un entorno para la ciencia fundamental, la que se necesita para lograr un desarrollo tecnológico capaz de proponer lo que Zaid llamaría un "progreso productivo". En este último siglo, y no tan pocas veces, la universidad es uno de los principales lugares de formación y de confrontación con el pensamiento crítico. Si Paul Valéry, George Orwell, Octavio Paz y Alexandr Solyenitsin no fueron universitarios, Miguel de Unamuno, Maurice Merleau-Ponty, Raymond Aron, Leo Strauss, Moses I. Finley, J. G. A. Pocock o Claude Lefort lo fueron. Como lo subrayaba Allan Bloom,4 necesitamos todos de ese "coto para considerar serenamente las cuestiones permanentes". Añadiré que si algunos empresarios son indebidamente víctimas de una opresión, no faltan los casos frente a los cuales uno sueña con "leyes que muerdan" (Platón): transportistas y constructores, dueños de maquilas y banqueros.
     Igualdad, incertidumbre democrática y autoridad de la ciencia
     Dos ideas sencillas están en el origen de la experiencia del mundo moderno: los hombres nacen libres e iguales. Es claro que ya no hay agentes ni potencias que se puedan declarar superiores a ningún individuo. En los hechos, gobiernan los que más número de apoyos individuales llegan a conseguir. La única autoridad que reconocemos es teórica, la de la ciencia, una autoridad demostrable racionalmente. Así las cosas, estamos irremediablemente destinados a reflexionar y a argumentar para ver el mundo como es y justificar nuestras acciones.
     Esta puesta en marcha de la tarea de infundir igualdad en las condiciones y el desarrollo del espíritu crítico no deja de plantear problemas y ofrecer soluciones. Si somos iguales, cualquier diferencia de trato y de status se nos hace insoportable. Esto permitió y permite indudables mejoras: la abolición de la esclavitud, la lucha contra el racismo y la discriminación, el respeto por la voluntad popular. Al mismo tiempo se plantean problemas nuevos y sin soluciones. A partir de la conciencia de lo posible —la democratización de la educación superior, el alto consumo de energía por persona, la procreación médicamente asistida—, en los países desarrollados nace la idea de extender a un número creciente de habitantes del planeta estos modos de vida, y ello sin pensar en la capacidad de realizar prácticamente estos cambios. Como lo señala Zaid, retomando las huellas de Tocqueville, Durkheim o Freud, "progresar produce descontento: más insuficiencias que medios para atenderlas". Tomar en serio el espíritu crítico lleva a cuestionar las premisas del desarrollismo de los años 60 y 70. Desconociendo lo que habían señalado los antropólogos5 o algunos economistas rurales,6 es decir la inventiva y sentido práctico de los sectores marginados, los teóricos del desarrollo supusieron la ausencia de razón de los marginados. Zaid considera, al revés de aquéllos, que tanto artesanos como agricultores minifundistas o pequeños comerciantes e industriales son "empresarios oprimidos": son gente con igual capacidad reflexiva y sentido de lo posible que los licenciados o los doctores que encabezan las grandes pirámides burocráticas; son empresarios en el sentido que Schumpeter daba al término: gente con capacidad de arriesgarse, pero sin que la mayoría de sus conciudadanos les reconozca este talento.
     Con base en estas constataciones, Zaid no da por agotada la idea de igualdad ni la de progreso, sino que intenta replantearlas "desde abajo". Empieza por definir cuáles son los límites físicos del consumo, sean cuales sean las épocas y las tecnologías: "nunca será posible que todos los hombres cuesten más que lo que producen", y por eso "en una sociedad igualitaria, donde el tiempo de todos costara lo mismo sería imposible que nadie consumiera más de ocho horas de los demás". Y llama entonces a "igualar por abajo", es decir a "condicionar el progreso a que haya un mínimo creciente garantizado para todos". Ciertamente ya no es posible pensar que, en un mundo justo e igualitario, el progreso nos permitirá a todos vivir como la gente perteneciente al noveno y al décimo decil. Por lo tanto, buen número de trabajos, como el de la criada de tiempo completo, desaparecerán.
      
     Progreso improductivo y nueva clase parasitaria
     En vista de estos criterios, podemos opinar acerca de los cambios ocurridos en México en estos últimos 20 años. ¿Siguen vigentes las críticas formuladas por Gabriel Zaid frente a lo que calificó de progreso improductivo, examinando los logros del desarrollo en los años 60 y 70?
     Según el paradigma dominante en aquel entonces, "el círculo vicioso de la pobreza" sólo podía romperse a través de tres tipos de medidas: 1) dar poder adquisitivo a los campesinos para que puedan tener acceso al mercado; 2) abrir empleos con tecnologías intensivas de mano de obra; 3) exportar los productos de estos campesinos, transformados en clase media en status ascendi.
     Como todos bien sabemos, ni el "desarrollo estabilizador" ni el apego a las recetas neoliberales tuvieron éxito duradero en la lucha contra la pobreza y la marginación. Como lo demuestran trabajos recientes —los de Julio Bolvitnik, por ejemplo—, el retrato abrumador de los "hijos de Sánchez" trazado por Oscar Lewis no deja de tener vigencia. No faltan las familias urbanas y rurales que quedaron al margen de la vida mejor, esa que era la contraparte del cambio social manejado "desde arriba" por los científicos revolucionarios y los tecnócratas internacionales. Se añade a esto los fracasos del sinnúmero de trabajadores rurales, como los mayas yucatecos de Cham Kom, quienes "escogieron el progreso" y pertenecen hoy al grupo de los pueblos con más alto índice de marginación.
     Sin menospreciar otros factores, Gabriel Zaid llama la atención sobre lo que se podría llamar las fallas estructurales de estos métodos. No fueron diseñados a partir del punto de vista de los "de abajo", sino de la manera más tayloriana. El atraso y la marginalidad de ciertos sectores sociales no se consideraba el resultado de procesos sociales, sino como algo natural: los marginados eran "irracionales", se tenían que aculturar para que pudieran participar en el progreso. Zaid demuestra, al contrario, que estos marginados eran y son aquellos "empresarios oprimidos", los "capitalistas del centavo" (Sol Tax). Es indudable que tienen capacidad de actuar sabiamente, sean vendedores ambulantes urbanos, campesinos minifundistas, vendedores de nieves o fabricantes de huaraches pueblerinos. Saben manejar el crédito, ahorrar, invertir, y esto en condiciones muchísimo más adversas que cualquier ejecutivo de banco o empresario privado conectado con los mercados protegidos de Pemex u otras empresas estatales. Vale también la pena añadir que, a diferencia de los "presidentes apostadores", o de los grandes gerentes de empresas privadas, estos empresarios oprimidos arriesgan lo que es suyo y se responsabilizan igualmente de lo suyo.
     Zaid subraya también que tal manera de menospreciar el "saber práctico" de los sectores sociales dominados y marginados conviene muy bien a una nueva clase burocrática en pleno ascenso social. Al no ofrecerles medios de producción baratos, ni semillas o animales mejorados, ni tampoco motores sencillos, generadores eólicos o celdas solares, y al no favorecer investigaciones científicas en estos temas, ello les permitió aparecer como los únicos vectores del progreso. Las industrias de sustitución de importaciones no fueron diseñadas para una "oferta pertinente" a favor de los marginados, sino para esta nueva clase burocrática y sus clientes. El petróleo barato para automovilistas o las tarifas eléctricas baratas representaron un beneficio para consumidores urbanos ya no tan pobres. El apoyo a la fabricación de celdas solares baratas y resistentes habría beneficiado tanto a campesinos como a la población urbana pobre. La generación de electricidad  a partir de la luz del sol serviría para mover pequeños motores, sean de aserraderos, nixtamales o refrigeradores. Es un modo de producción eficaz si se implanta de manera descentralizada. Pero esta producción descentralizada, por razones obvias, no favorece el crecimiento de las grandes burocracias nacionales.
     Del mismo modo, en el periodo del desarrollo estabilizador se implantó una manera de recaudar más impuestos que no fue nada equitativa. Los grandes consorcios, los profesionistas —el sector moderno— multiplicaban los gastos suntuarios, los mal llamados "gastos de funcionamiento o profesionales", y evadían impuestos invitándose al restaurante y a seminarios, o cambiando los coches de la empresa. Mientras tanto, otros pequeños empresarios dueños de talleres artesanales o semiindustriales seguían comiendo en los puestos callejeros, andaban en carros malos y pagaban más contribuciones. Además, recaudar estos impuestos cuesta a veces igual que lo que rinden. Ciertamente permiten pagar sueldos a quienes los cobran, pero no benefician de ninguna manera a los marginados. Hace falta anotar que, si este progreso fue de lo más "improductivo" para los deciles más pobres de la población, fue por una parte muy productivo para una clase media urbana, aunque hoy en día experimente los fracasos y lo inhospitalario del crecimiento urbano. Pero, a fin de cuentas, ese mismo progreso fue de lo más productivo para sus inventores, la clase política, los funcionarios públicos y los miembros de las grandes burocracias privadas. Los primeros legitimaron con esa promesa un poder hasta hace poco de corte autoritario. Y todos justificaron sus altos ingresos por sus aportes al progreso y a la modernización.
      
     Otra posible oferta de progreso
     Gabriel Zaid no se satisface con este dictamen de fracaso. Opina que otras ofertas de progreso son no solamente posibles, sino más justas y probablemente más exitosas. Pensarlas entraña una suerte de revolución copernicana que, de cierta manera, completa lógicamente lo que se ha llamado la transición política. De la misma manera en que se reconoció que todos tienen libre arbitrio y capacidad de decidir y opinar sobre la elección de sus representantes, es tiempo de reconocer que todos tienen sentido práctico respecto a la economía, y que, por tanto, el plomero o el pequeño comerciante no son menos homo oeconomicus que el banquero o el profesor de economía. Se tiene también que acabar con la idea del one best way, y aceptar la conveniencia de diseñar soluciones diferentes según las necesidades y los lugares. Y no se necesita acabar con toda idea de reglamentación de las instituciones estatales, sino que es preciso imaginarlas diferentemente. Se necesita redefinir las misiones del Estado.
      
     Cambiar la oferta de progreso tanto rural como urbana
     Profundizando los razonamientos de Say y Keynes, Zaid subraya que una oferta pertinente crea su propia demanda. Faltan ofertas de crédito adecuadas para los pequeños empresarios rurales y urbanos, es decir sin mayores trámites, al estilo de los fondos revolventes. Los créditos son demasiado baratos para las grandes empresas expertas en trámites burocráticos, estudios de mercado y certificación de cuentas, que por cierto muchas veces tienen la seriedad de las cuentas de Enron. Y esos procedimientos son sencillamente inaccesibles, por la complejidad y lo lento de los trámites, para la gente que necesita muy rápidamente fondos mucho más pequeños. Como lo describió Muhammad Yunus,7 estos fondos revolventes pueden funcionar, crear empleos y estimular la actividad económica.
     De la misma manera, se necesitaría favorecer la fabricación de medios de producción baratos, los ya mencionados, y otros como bicicletas o triciclos de carga para malos caminos, máquinas de coser rústicas, estufas de leña con hornos de combustión lenta que permitan ahorrar la madera o el carbón. Estos aparatos existen como productos de lujo: se podrían abaratar, divulgar y producir en gran número.
     Uno se queda también confundido al pasearse por los mercados de las ciudades de provincia y de los pueblos rurales. Existe una artesanía de la mejor calidad: trabajo del cuero, tejidos y bordados, muebles y escultura de madera pintada, cestos de mimbre. Se sabe que, las pocas veces que se exportaron esos productos a los países desarrollados, "se vendieron como pan caliente" en tiendas elegantes y grandes almacenes. Se sabe también que casi nunca se apoyó la comercialización de esta artesanía. Tal vez estas cosas empiecen por fin a cambiar, como lo demuestra la exposición "Grandes Maestros del Arte Popular", patrocinada por Fomento Cultural Banamex, que acaba de abrirse en Europa.
     Falta también diseñar una oferta pública de bienes colectivos adecuada con las necesidades prácticas de los marginados, y con la visión de un futuro viable a mediano y largo plazo. No sólo importa producir medicamentos baratos, sino rediseñar un sistema de salud que atienda a todos. Más aún: urge proporcionar una oferta nueva de "seguridad pública". Como lo subraya Rafael Ruiz Harrell,8 desde los años 80 los índices de criminalidad han aumentado en toda la República, y la muestra más brutal de ello está en el caso de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, con el que se ilustra el hecho de que la criminalidad causa los mayores estragos precisamente entre los sectores más pobres y desprotegidos. Invertir recursos públicos en una verdadera reforma y capacitación de la policía sería una manera de mejorar las condiciones de vida de los más humildes.
     Varios expertos9 han señalado que ya no se puede creer que una ciudad como México pueda optar por un desarrollo urbano en el que el medio de transporte privilegiado sea el automóvil. A mediano y largo plazo, favorecer ese tipo de transporte, construyendo más ejes rápidos, hace poco a poco que la ciudad resulte inhabitable. Urgen más medios de transporte colectivo: tranvías, autobuses y microbuses conectados al estilo de lo que se realizó en Bogotá, con choferes pagados en función de sus horas de trabajo y no en relación con el número de pasajeros que transporten. Aún más: se podría imaginar que se diseñen nuevos vehículos tomando en consideración que los mexicanos, en promedio, han aumentado de estatura, de tal manera que uno pueda ir sentado y haya lugar para los equipajes o los paquetes que lleve. A nivel nacional, se podría pensar en salvar lo que queda de la red de ferrocarriles y en volver a desarrollarla. Este tipo de ofertas, sin aumentar los ingresos, mejoran de manera más igualitaria lo que Amartya Sen llama la "calidad de vida" y las "capacidades".
     Subrayando que, lejos de haber reducido las desigualdades, la política tributaria mexicana las ha profundizado, Gabriel Zaid hace una última propuesta que es, tal vez, de las más dignas de considerarse. Plantea que lo justo sería dar a cualquier adulto, trabaje o no trabaje, un estipendio mínimo, y esto por el simple hecho de haber nacido. Y propone la solución siguiente para financiar esta asignación:
      
     El conjunto de las familias aportarían parte de sus ingresos —5 o 10%— a una charola común, de la cual se repartiera a partes iguales en todos los hogares […] Esto quiere decir [con base en cifras de 1979] que la familia con el mínimo ingreso ($300) daría $30 y recibiría $1,250 (el 10% del promedio), lo cual quintuplicaría su ingreso a $1,520 ($300 menos $30, más $1,250). La familia promedio quedaría igual (daría $1,250 y recibiría $1,250). La familia con ingresos de más de $12,500 tendría una pérdida neta, mayor en cuanto mayores fueran sus ingresos (pérdida tolerable políticamente porque, en términos porcentuales, crecería de 0 a 10% sus ingresos). La desigualdad del promedio al mínimo se reduciría a la quinta parte: en vez de 42 a 1 se volvería de 8 a 1.
      
     Y concluye de la manera siguiente: "Repartir a partes iguales, incluyendo a los millonarios, tiene grandes ventajas. a) No se ofende a los pobres con limosnas y exámenes […] Reciben como todos, como iguales, como socios de la sociedad, algo que por derecho les corresponde." b) Se ahorra una costosa burocracia y sus desvíos de fondos. c) Sería fácil de anunciar y distribuir, a través de libretas hechas al modo de las credenciales de electores del ife. Habría varias maneras de financiar esta asignación, creando un nuevo impuesto puramente redistributivo y repartiendo recursos excepcionales, ya sea del petróleo o los del IVA. Al formular esta propuesta, Gabriel Zaid plantea algo debatido por varios economistas o sociólogos europeos, como Alain Caillé, Cornelius Castoriadis, Jean-Marc Ferry y Philip Van Parjis. Muchos estudios sobre las necesarias reformas del sistema de tributación en los países europeos recurren a argumentos muy similares a los suyos. Zaid, al igual que estos autores, toma en serio a la vez la idea de la igualdad y los mecanismos más eficientes para hacerla efectiva.
     Por último, invitar a releer El progreso improductivo no es un llamado a transformar ese libro en un nuevo decálogo de mandamientos para pasar del crecimiento al desarrollo. Es una invitación a reflexionar, desde las preguntas que plantea Gabriel Zaid, lo mismo que a partir de los otros trabajos que acompañaron las transformaciones sociopolíticas de México, para tratar de diseñar lo que puede ser una sociedad igualitaria y justa. Y es también una invitación a construir una historia de las ideas en donde esta obra sea confrontada con otras, a fin de analizar cuál fue el papel político de los intelectuales en estas últimas décadas, y cómo los actores sociopolíticos han retomado y reformulado algunas de sus tesis. –

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