Retrato

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sin muchas dificultades,

pero sin raspaduras:

mis compañeros,

a veces, me sentían su hijo

y me veía obligado

a recordarles,

más allá de mi apellido,

mi nombre;

después de tantos golpes

aprendí lo que era mantener

muy bien las diferencias;

a igualarme con ellos

en el colegio,

y en el colegio,

a desvincularme de ella.

En sus clases,

de Geografía e Historia,

nada se movía,

yo incluido,

por miedo a ser su blanco;

en la casa había una atmósfera

más relajada y más tibia. ~

 

 

Mi madre era pulcra y precisa.

Vivía sin variación de conducta,

sin desaparecer ante nadie

ni tampoco ocupar más espacio

que el de estar bien plantada.

En cada uno de sus bolsos había un

       / bolígrafo

que hacía juego con el color de la piel,

un frasquito de perfume,

un encendedor y una pitillera vacía

aguardando la cajetilla de cigarros.

Y sin embargo

le gustaba arriesgar y sorprender

y el humo de una mesa de cartas

y la vertical ante el mantel

y las bromas

y en la soledad,

el silencio profundo

de las buenas novelas policíacas.

A sus sentidos afinados

hasta lo imperceptible

nada se les escapaba;

a ella le gustaba

estar atenta,

tanto como le desagradaban

la suciedad y el ruido.

Llevaba su frasquito de perfume

como si fuera un secreto;

en los cines, nosotros,

para evadirnos de los malos olores

y concentrarnos en la película,

por debajo se lo pedíamos

como otros hijos a sus madres,

en voz alta, la bolsa de palomitas.

En la casa y el cine era mi madre,

en el colegio, mi profesora;

su aplomo no confundía

el hijo y alumno

y yo pasaba de lo uno a lo otro,

de su intimidad a su intemperie,

 


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