Siempre es posible lo peor (políticas de la memoria)

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Es evidente, para conservar la memoria es necesario nombrar lo pasado, utilizar las palabras precisas para definirlo, realizar una operación peligrosa y exponernos a sus consecuencias. Y esas consecuencias son fatalmente políticas, aún ahora en vísperas del Tercer Milenio, y a pesar de que se nos ha vaticinado el Fin de la Historia.
¿Cómo puede entonces reconstruirse la memoria de la catástrofe?, ¿cómo recobrar de entre sus ruinas el espacio de la memoria? ¿Acaso existen acontecimientos inmemoriales?, y de ser así, ¿esa inmemorialidad —que no desmemoria— sería inefable?; es más, si la memoria hubiese sido inscrita como tatuaje sobre los cuerpos y la mayoría de esos cuerpos hubiese desaparecido, ¿en qué lugar la inscribiríamos, cómo la formularíamos, con qué palabras? En este contexto, ¿cómo documentar el pasado, cómo validarlo, con qué datos, en qué archivos, en qué cuerpos? Y por fin, ahora que el siglo termina y se han acuñado nuevas palabras para definir nuevas formas del crimen —por ejemplo los crímenes contra la humanidad—, ¿cómo explicar Auschwitz, su paradigma? Y aunque varias investigaciones importantes, como, por ejemplo, la de Raul Hilberg (La destrucción de los judíos de Europa), han verificado con rigor los datos históricos más relevantes, no es posible decir lo mismo acerca de la significación ética y política del exterminio, tampoco de la capacidad humana para aprehenderlo, al decir, entre otros, del filósofo italiano Giorgio Agamben (Homo Sacer).
     El exterminio, sacralizado bajo el nombre de Holocausto o de Shoa, ha corrido el riesgo de considerarse como inexplicable, indecible, inaprehensible; sin embargo, es quizás el indicador más definitivo de un proceso de transformación del ser humano en donde la política a secas se convierte en biopolítica, como bien lo explicaba Foucault en su Historia de la sexualidad: "Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente con capacidad adicional para llevar una existencia política; el hombre moderno es en cambio un animal cuya política pone en cuestión su existencia como ser humano".

El eufemismo como estrategia
En marzo de 1941 Hitler le ordenó a Himmler que preparara a los ss y a la policía alemanes "a emprender en el este de Europa tareas especiales". Estas tareas especiales eran nada menos que limpiarla de todos sus judíos. "Con el antisemitismo pasa lo mismo que con el despioje", decía Himmler. "Retirar los piojos no depende de una cuestión de concepción del mundo. Es un problema de limpieza" (citado en Pierre Vidal-Naquet, Los asesinos de la memoria). Además de brutales, estas palabras resaltan por su franqueza, por lo general ausente dentro del vocabulario codificado por los nazis para hablar de manera eufemística acerca de la "solución final" —el exterminio de los judíos de Europa—, a pesar de que desde el principio de la guerra para ninguno de los altos mandos del nacionalsocialismo era un secreto que los judíos debían ser exterminados. Pero esas reglas verbales meticulosamente concertadas para engañar y encubrir sus verdaderos propósitos constituían un lenguaje burocrático correcto —¿políticamente?—, el único válido para cumplir con los designios de Hitler. Es por eso que ciertas palabras específicas como "exterminación", "liquidación", "matanza", fueron sustituidas por otras más suaves: "solución final", "evacuación", "tratamiento especial".
     Dos judíos sobrevivientes del gueto de Vilna en Lituania, Motke Zaidl e Itzjak Dugin, entrevistados por Claude Lanzmann en su documental Shoa, recuerdan que en 1944 fueron obligados a desenterrar y quemar millares de cadáveres sepultados en varias capas dentro de fosas comunes, desde 1941:

Cuando abrimos las fosas, no pudimos contenernos, todos estallamos en llanto. Los alemanes se acercaron a nosotros, nos golpearon con gran brutalidad y nos forzaron a trabajar a un ritmo demente durante días, sin dejar de maltratarnos y sin proporcionarnos instrumentos para efectuar nuestra tarea. Y no sólo eso, los alemanes agregaron que estaba estrictamente prohibido emplear las palabras "muerto" o "víctima" porque los que estaban allí eran simplemente como un montón de madera, o más bien como un montón de mierda, que esos cadáveres no tenían la menor importancia … Es más, los alemanes nos obligaban a decir al referirnos a ellos que se trataba apenas de Figuren, es decir de marionetas, muñecas o schmattes [trapos inservibles]. [La traducción y las cursivas son mías.]
Un hecho lingüístico da testimonio de lo que recubre la máscara: la sustitución de unas palabras por otras, el uso riguroso del eufemismo, a manera de codificación salvaje y estricta del lenguaje, cumplía varios propósitos para los nazis, en primer lugar, borrar el testimonio de sus actos, impedir que éstos pasasen a la historia y pudiesen ser juzgados. Gracias al uso de eufemismos pretendían dejar sin vestigios la ignominia, disfrazar la monstruosidad de sus actos, eludirlos, dejándolos en el terreno de lo imposible, en la tierra de nadie, de lo incomprensible e inefable, o mejor en el terreno de lo que no existe porque no está verbalizado. Y este encubrimiento, esta retórica fría y burocrática —en su mera enunciación negadora de los hechos— se usa como arma política, estrategia de guerra, medida diplomática. La corrección política es un acto de prestidigitación verbal, suprime por arte de magia lo que la palabra sustituta oculta, hace —o intenta— desaparecer lo real. El eufemismo como método se extendía a todas las esferas de la vida burocrática y llegó a volverse una segunda naturaleza en oficiales de menor categoría como Eichmann, quien siempre pronunciaba o escribía las clásicas frases estereotipadas que con tanta razón se atribuyen a la burocracia: nunca dejó de hacerlo, ni durante su vida activa como ejecutor de órdenes de sus jefes ni cuando tuvo que responder a las acusaciones que se le hicieron en Jerusalén durante su proceso.
     En segundo lugar, las palabras deprecatorias y los eufemismos —como elemento fundamental de una serie de rituales que reglamentaban rígidamente la conducta cotidiana, amén de las enfermedades, la desnutrición, el trabajo forzado y el uso forzoso del alemán, lengua que muchos prisioneros ignoraban— contribuían a deshumanizar a los prisioneros, envileciéndolos hasta transformarlos en desechos humanos, en Figuren o marionetas, o mejor dicho en musulmanes, de quienes sabemos que existieron y tuvieron nombre porque así nos los dicen y escriben los escasos supervivientes, aquellos que pudieron recuperar la palabra y ofrecer su testimonio, Primo Levi por ejemplo (Si esto es un hombre):
Todos los musulmanes que terminan en la cámara de gases tienen la misma historia, o mejor dicho no tienen ninguna historia: han seguido la pendiente hasta el final, naturalmente, como el arroyo que se dirige al mar. Desde su llegada al campo, ya sea por incapacidad natural, por desgracia o después de un incidente banal, son destruidos antes de haberse podido adaptar. La velocidad de los acontecimientos los sobrepasa y cuando por fin comienzan a aprender el alemán y a diferenciar alguna cosa entre el infernal entrecruzamiento de leyes y de prohibiciones, su cuerpo ya está minado, y nada podrá ya salvarlos de la selección (eufemismo para indicar que han sido seleccionados para la exterminación por el gas) o de la muerte por debilidad. Su vida es corta, pero su número es infinito. Son ellos, los musulmanes, los condenados, la médula del campo; ellos, la masa anónima, siempre renovada y siempre idéntica, no-hombres en quienes la divina chispa ha sido apagada, que caminan y penan en silencio, demasiado vacíos para sufrir verdaderamente. Uno duda en llamarlos seres vivos; uno duda en llamarlos muertos, porque no se le puede llamar muerte a lo que no se le teme: están demasiado agotados para comprenderla. [La traducción es mía.]
Otra de las funciones del eufemismo, en la medida en que "expresa con suavidad o decoro ideas cuya franca expresión sería dura o malsonante", según la definición de la Real Academia, fue ayudar a que los nazis se familiarizaran con la idea de "la solución final", concebida y aplicada con la eficacia que conocemos. A pesar de ser por lo menos grotesca, es posible entender bajo esta luz la declaración que durante el proceso de Eichmann hizo el Dr. Servatius, su abogado defensor y de varios de los criminales nazis juzgados en Nuremberg, quien tomando al pie de la letra un decreto de Hitler de 1939 en donde se leía que: "los enfermos incurables tenían derecho a una muerte misericordiosa", dijo en pleno proceso, con el objeto de defender a su cliente, que la muerte en las cámaras de gas "era simplemente un procedimiento médico" (Hanna Arendt, Eichmann en Jerusalén).
     En actitud paródica y repugnante, el universo concentracionario reproduce la estructura jerárquica del Estado totalitario "donde todo poder es investido desde lo alto y en el cual es casi imposible un control desde abajo" (Levi). Con agresiva pomposidad se designan los cargos: otro hecho lingüístico subraya la burla: los kapos, los cocineros en jefe, los enfermeros, los guardias de noche, los barrenderos de las barracas, los encargados de las letrinas y de las duchas y, frente a ellos, los deportados comunes que sólo ostentan un número tatuado en el antebrazo que, repetido, va cosido a la camisa, cuya condecoración evidente es un triángulo de diferente color colocado al lado del número que determina las categorías en orden descendente: el verde es para los prisioneros arios del orden común, los prisioneros políticos llevan un triángulo rojo y los judíos, la gran mayoría, el consabido triángulo amarillo.
     Y, ¿por qué he olvidado al Kartoffelschälkommando, el Comando Mondador de Papas?
     Los que tienen un cargo ratifican un poco de su humanidad y cierto espacio singular que los caracteriza porque todavía se utilizan palabras para designarlos; en cambio, la identidad de los otros se diluye: es aritmética y cromática, se funde en lo colectivo y ninguna línea de demarcación la ubica como humana.
     El máximo eufemismo: la Solución Final. "Por aquí, señoras y señores, pasen a las cámaras de gas" es el título de un libro de cuentos del polaco Tadeusz Borowski, miembro de los Sonder Kommando, Escuadras Especiales, destinadas a realizar el trabajo de los crematorios. En Los hundidos y los salvados Levi enumera sus responsabilidades:
A ellos les correspondía imponer el orden a los recién llegados (con frecuencia totalmente ignorantes del destino que les esperaba) que debían ir a las cámaras de gas; sacar de las cámaras los cadáveres; quitarles de las mandíbulas los dientes de oro; cortar el pelo a las mujeres; separar y clasificar las ropas, los zapatos, el contenido de las maletas, llevar los cuerpos a los crematorios y vigilar el funcionamiento de los hornos; sacar las cenizas y hacerlas desaparecer…

El tatuaje
Todos los sobrevivientes del exterminio pasaron por la misma experiencia: el horror de lo que habían padecido era objeto de sospecha y rechazo. Brauman y Sivan, autores de un documental intitulado Eichmann, el especialista, relatan en su libro Eloge de la désobéissance la historia de Mijael Goldmann, detenido a los 17 años en un campo de trabajos forzados en la Polonia ocupada; vejado y torturado por el comandante alemán de su campo, logró sobrevivir y emigrar a Israel después de la guerra, donde cambió su nombre por el de Mijael Gilad. Como policía participó en el interrogatorio de Eichmann. En el documental aparece sentado, con los brazos apoyados en una mesa; en su antebrazo izquierdo puede verse con claridad su número de matrícula tatuado por los nazis, pero cuando off the record su pequeño hijo le preguntó el origen de esa marca, prefirió decirle que era el número de teléfono de su trabajo.
     Y sin embargo el tatuaje es un antídoto contra la desaparición. La memoria del exterminio fue convertida literalmente en cenizas y el único resto visible y evidente es el tatuaje impreso permanentemente en el cuerpo de los sobrevivientes, muchos de los cuales trataron de borrarlo para evitar la nueva persecución. El tatuaje entonces como una inscripción total de un jeroglífico que puede ser leído de muy diversas maneras, según cambie la lectura de la historia.
     El tatuaje forma parte de un rito concentracionario, va ligado a la desinfección, a la tonsura, a la desnudez, al desconcierto, forma parte de un ritual cotidiano, un nuevo ritual que se volverá indeleble como el tatuaje mismo: ¿No forma parte de la vergüenza provocada por las humillaciones sufridas en los campos? ¿No forma también parte de un sueño recurrente de Levi, cuando ya estaba del otro lado, cuando ya se había salvado y vivía entre los suyos, en el ancho mundo?:

Soñábamos sueños densos y violentos
Durante esas salvajes noches,
Sueños que soñábamos con el cuerpo y con el alma:
Regresar, comer, relatar,
Hasta que resonaba, acompasada y suave
La orden que acompañaba a la mañana:
"Wstawac"
Y nuestro corazón se rompía.

Ahora hemos recobrado el hogar,
Nuestro vientre se ha saciado.
Hemos terminado nuestro relato.
Es la hora.

Pronto volveremos a escuchar
La orden extranjera:
"Wstawac".
[La traducción es mía.]

Lo indecible
Hay varias categorías de deportados, aunque todos hayan recorrido el viaje hacia la muerte. Están los que murieron en el camino y los que entraron de inmediato a las cámaras. De ellos no es posible decir nada, a lo sumo, describir su trayecto, tarea encomendada a los supervivientes: "[…] la noche se los tragó, pura y simplemente […] Así desaparecieron en un instante, a traición, nuestras mujeres, nuestros hijos, nuestros padres. Casi nadie tuvo tiempo de decirles adiós. Los vimos un instante, como una masa sombría al otro lado del andén, luego ya no vimos nada" (Levi). Los otros, a los que se les concede un permiso temporal para sobrevivir, los que han en trado en el campo, descubren de inmediato un lugar "donde el estado de excepción coincide perfectamente con la regla, ese lugar donde la situación extrema se convierte en el paradigma de lo cotidiano" (Agamben). La lectura de los testimonios corrobora esta aseveración: cada historia es diferente, pero todas se adaptan a las condiciones prescritas, están la persecución, la inquina, las delaciones, el desprecio, las injurias, los golpes, la promiscuidad, los puñetazos, las estrellas amarillas hilvanadas a los trajes, los golpes, los trenes, la sed, el hambre, los golpes, el terror, la incomprensión, la torre de babel, los vestidos andrajosos, el litro diario de potaje, las diferencias, los golpes, la disentería, los elegidos para morir y los elegidos para los trabajos forzados, las vejaciones y el horror cotidiano.
     Ya adentro, se esbozarán otras dos categorías al menos, los hundidos y los salvados, en la clasificación de Primo Levi. Los hundidos no son los ejecutados en las cámaras de gas —su muerte es rápida—, los verdaderos hundidos son los musulmanes, aquellos cuyo comportamiento corresponde a otros códigos, su alteración —más bien alienación puesto que se han perdido a sí mismos, porque van mudos y sin lengua— es advertida y negada por los otros, los que habrán de emerger como supervivientes, llamados también supérstites, es decir los que atestiguarán acerca del naufragio:

El SS avanzaba lentamente; miraba en dirección del musulmán que marchaba hacia él. Todos miramos hacia la izquierda para observar lo que iba a pasar. Este personaje embrutecido, sin voluntad, arrastrando sus zuecos de madera, terminó su trayecto literalmente en los brazos del ss, quien lo cubrió de injurias y le asestó un golpe de fusta en la cabeza. El musulmán se detuvo sin comprender lo que le pasaba y cuando recibió un segundo golpe y luego un tercero por haber olvidado quitarse la gorra, se hizo en el pantalón porque sufría de disentería. Cuando el ss advirtió que el líquido negro y hediondo escurría entre los zuecos, explotó de rabia. Se arrojó contra él, le dio de patadas en el vientre y luego, cuando el desgraciado cayó sobre sus excrementos, lo golpeó de nuevo en la cabeza y en el pecho. El musulmán no se defendió. Al primer golpe se dobló en dos; dos o tres golpes más y el musulmán había muerto. [Citado por Agamben; la traducción es mía.]
Más excepcional que el movimiento inverso, la ostentación de la mirada estática de los otros, sería la incapacidad del musulmán no sólo para verse a sí mismo sino para mirar a su alrededor. Sus reacciones son meramente físicas, ha sido reducido a la animalidad, parecería que ha dejado de ser hombre, que ha caído en la abyección total, convertido en el piojo que según Himmler debiera ser retirado: exterminarlo se convertiría así y automáticamente en una mera operación de limpieza. Lo más sorprendente: los sobrevivientes hablan siempre de los musulmanes en sus testimonios, pero los libros de historia los ignoran o les reducen importancia. La exhibición de la ignominia avergüenza, los que serán testigos observan para relatarla después; la representación del propio yo se ha operado desde afuera al influjo de la mirada y ha demandado un espectador externo, un espectador que contempla aterrorizado la abyección del otro, un otro que puede convertirse de repente en un sí mismo, la posibilidad extrema de reconocer como último y único recurso lo humano dentro de lo inhumano. Por eso Levi piensa que sólo a los musulmanes les había sido dado mirar de frente el rostro mortífero de la Gorgona, o más bien, para él, observar al musulmán sería contemplar lo que somos incapaces de mirar en nosotros mismos, ver en la cara del otro la propia suerte, el propio destino. En La tregua, libro donde relata su liberación y el largo viaje de regreso a casa, definido por los nazis y por muchos de los sobrevivientes como La Marcha de la Muerte, Levi da cuenta de la mirada de los otros, la de los primeros soldados rusos que llegaron a Auschwitz y avisa de una refracción de la mirada: los que antes miraban son mirados por el otro y encuentran en él, refractada, la figura del musulmán, que en realidad era la propia:
No nos saludaban, no nos sonreían, parecían oprimidos, más que por la compasión, por una timidez confusa que les sellaba la boca y los clavaba a la mirada de aquel espectáculo funesto. Era la misma vergüenza que conocíamos tan bien, la que nos invadía después de las selecciones, y cada vez que teníamos que asistir o soportar un ultraje. La vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante la culpa cometida por otro, que le pesa por su misma existencia, porque ha sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla.
Esta sucesión de miradas nos alcanza, pero sobre todo alcanza a la historia, o a la percepción y utilización que tenemos o hacemos de la memoria histórica.

Los usos políticos de la memoria y el olvido
Una pesadilla recurrente se añade a la angustia cotidiana: la de regresar a la normalidad, a la vida civil, esto es, salir vivo del campo, ejercitar el oficio de testigo para impedir el olvido, para enterrar a los muertos y encontrar solamente la indiferencia o el miedo al contagio, como si haber estado en un campo de concentración contaminara, por lo que fatalmente el testimonio del supérstite no debiera ser oído ni creído. Aunque también pueda suceder que "muchos supervivientes de las guerras o de otras experiencias complejas o traumáticas tiendan a filtrar conscientemente sus recuerdos… Con fines defensivos, la realidad puede ser distorsionada no sólo en el recuerdo sino también en el momento en que está sucediendo" (Levi, Los hundidos y los salvados).
     Sea.
     Pero estos casos representan solamente los usos individuales de la memoria, no los políticos y colectivos. Yosef H. Yerushalmi nos recuerda que en la Biblia existe la prohibición de olvidar:

Esta premisa asombrosa —la de que todo un pueblo puede no sólo ser exhortado a recordar, sino también considerado responsable del olvido— se presenta como si cayera por su peso. Pero el olvido colectivo es seguramente una noción tan problemática como la de la memoria colectiva… Estrictamente, los pueblos y grupos sólo pueden olvidar el presente, no el pasado. (Usos del olvido.)
Efectivamente, si el torturado nunca puede olvidar su tortura —"Quien ha sido torturado lo sigue estando… Quien ha sufrido el tormento, no podrá ya encontrar lugar en el mundo…" (Jean Améry)—, los otros tienen el deber de recordarla y convertirla en memoria colectiva, como si fuera un nuevo mandamiento; Levi impreca:
Tú que vives en calma/ bien abrigado en tu casa,/ Tú que encuentras,/ cuando de noche regresas,/ la mesa puesta rodeada de rostros amigos./ Considera si esto es un hombre:/ El que sufre en el lodo,/ el que no conoce el reposo,/ el que pelea por un mendrugo de pan,/ el que muere por una insignificancia./ Considera si esto es una mujer:/ la que ha perdido sus cabellos y su nombre,/ y hasta la capacidad de recordar,/ los ojos vacíos y el seno frío/ como una rana en el invierno./ No olvides que esto sucedió./ No, no lo olvides:/ Graba estas palabras en tu corazón,/ piensa en ellas, en la calle,/ en la mañana, por la noche/ repítelas a tus hijos./ O si no que tu casa se derrumbe,/ que la enfermedad te haga sucumbir,/ y que tus hijos te abandonen. [La traducción es mía.]
Rony Brauman y Eyal Sivan analizan en su libro antes mencionado el sentido político que tuvo para Israel el célebre proceso realizado en 1961, donde muchos de los testigos fueron sobrevivientes de los campos. El juicio tiene lugar en un Estado recientemente constituido que ya había librado batallas victoriosas contra sus vecinos y trataba de borrar la vieja imagen del judío de gueto, víctima ¿apropiada? para el exterminio. Esos judíos que fueron "conducidos como ovejas al matadero" —imagen bíblica— son enfrentados a los israelíes victoriosos de cuerpo hercúleo y firme voluntad que han dominado su destino. De esa forma se cumplen los decretos contra el olvido consignados en El Libro y se instauran nuevos mandatos que definen y sancionan otras conductas y comportamientos (Cf. cap. "Los funcionarios de la memoria").
     El proceso de Eichmann provoca diversas reacciones en Israel: la exigencia de justicia y el deseo de castigar a uno de los principales funcionarios de la industria de la muerte contrasta con el silencio en el que se habían refugiado los supervivientes del exterminio. Es evidente aquí el uso político del olvido, ya que al borrar unos aspectos de la propia historia y resaltar otros se construye una identidad nacional, mejor, "la nación se constituye como un olvido en común" (Jean Louis Déotte, Catástrofe y olvido). La pesadilla ya no es sólo un mal sueño, es una realidad, verificada desde el momento mismo en que termina la guerra y empieza la "liberación": "El mundo estaba de acuerdo con el lugar que los nazis nos habían asignado", vuelve a quejarse el suicida Jean Améry al regresar de la deportación, "tanto dentro del reducido mundo del campo como en el gran mundo de fuera".
     Lo que llamamos olvido en el sentido colectivo aparece cuando ciertos grupos humanos no logran —voluntaria o pasivamente, por rechazo, indiferencia o indolencia, o bien a causa de alguna catástrofe histórica que interrumpió el curso de los días y las cosas— transmitir a la posteridad lo que aprendieron del pasado. Todos los mandamientos y órdenes de "recordar" y de "no olvidar" que se dirigieron al pueblo judío no habrían tenido ningún efecto si los ritos y relatos históricos no se hubiesen convertido en el canon de la Torah —torah, lo recuerdo, significaba literalmente "enseñanza", en el sentido más amplio— y si la Torah a su vez no hubiese cesado de renovarse como Tradición, sintetiza Yerushalmi.
     Y entre los usos del olvido, ese deseo imposible de olvidar expresado por Nietszche cuando nos avisaba de la fiebre histórica devoradora que nos aqueja, está la amnesia y junto a ella también la amnistía. Pero contra ellas está Auschwitz como paradigma, el del campo de concentración que sólo adquiere su verdadero sentido dentro de esta posmodernidad, este Fin de Siglo cuyas metamorfosis y máscaras tenemos que aprender a descifrar. –

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