Sobre la naturaleza humana…Honor: una indagación conceptual

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Supongamos que el señor A te llama aparte, por ejemplo, en una fiesta y, cuando están solos, te dice: –Quiero que sepas que yo sé que eres un mentiroso y un repugnante cerdo moral.
Tú, por supuesto, te encolerizas. Has sido insultado, rebajado, zaherido, vilipendiado. ¿Cómo se manifiesta la emoción de la ira dentro de ti? No es, prima facie, una sensación peculiar, sino ante todo un vehemente deseo de causar daño físico o moral al señor A, es decir, de ejercer contra él alguna represalia que vengue la afrenta recibida. Distingamos dos elementos en tu cólera: el ofensor A no es la causa de tu emoción, sino su objeto, la causa es la injuria recibida: todo agravio suscita ira.
¿Qué sucedió? Las palabras del señor A ¿qué hicieron? (Este es un típico caso de “cómo hacer cosas con palabras”.) Las palabras del señor A hirieron tu honor. Tu honor, por lo visto, es cosa viva, sensible, y puede ser lastimada. O, de otro modo, es cosa limpia, inmaculada, que puede ser manchada. Y la mancha tiene que ser inmediatamente lavada, no por cualquiera, sino justamente por el señor A, autor de la afrenta. La idea de reparación está siempre asociada a la de honor. No era el desquite o venganza lo que alentaba en tu ira, sino necesidad de reparación. Recobrar el equilibrio perdido: las cosas deben quedar como estaban antes de que las palabras fueran pronunciadas, la herida del honor tiene que cerrarse. Y como en las tragedias de Shakespeare: después del desorden suscitado por las pasiones, el orden vuelve. Pelillos a la mar y aquí no ha pasado nada. Pero hubo un tiempo largo, y no lejano, en el que la reparación tenía resultado de sangre en el campo del honor, cuando sólo la sangre podía lavar la injuria.
–Eres un repugnante cerdo moral.
Este terreno es de emociones y sentimientos vehementes. Por eso no puedes decir, muy tranquilo: “el señor A cree que soy un mentiroso y un cerdo moral, pero yerra en su apreciación”. Es pedir demasiado. Y también, quizá, equivocado, porque la injuria, según parece, no está en la verdad o falsedad de las proposiciones formuladas, sino en la intención del injurioso. Pero la viril ética estoica prescribía esta conducta. Para el estoico alterarse por un insulto es una debilidad. “No le des, dice Séneca, al que te insulta (contumelia) el gusto de admitir que pudo insultarte”.
Pero ¿qué es el honor? La noción no es fácil de asir. Es curioso que haya gente que prefiere la muerte a la deshonra y que, sin embargo, no es capaz de aclarar qué es eso que tanto le importa preservar. Nosotros vamos a examinarlo.
¿Quién puede tener honor? Las personas, desde luego, pero no sólo ellas, también grupos (familias, un batallón, una orquesta), instituciones (la universidad) y aun entidades abstractas (un matemático demostraba teoremas “por el honor del espíritu humano”). Ni perros ni pericos pueden tenerlo. Pero ¿por qué? No puedes insultar a un perro, porque el honor presupone la capacidad del agente de actuar de un modo o de otro. El honor suele recaer sobre esta elección: unas acciones son infamantes, otras, no.
¿Hay sentimientos del honor?, ¿es el honor un sentimiento? Claro que no. Porque hay códigos de honor y sería absurdo que hubiera códigos de sentimientos. Además, los grupos, instituciones y entidades abstractas pueden tener honor, y, obviamente, no tienen sentimientos. El honor tiene más que ver con lo que haces que con lo que sientes. Hay emociones deshonrosas, como la envidia, que tratamos de ocultar, pero no puedes ser infamado sólo por sentirla.
Entonces, ¿es el honor una cualidad personal, una virtud? Tampoco. La razón puede exhibirse de varios modos; vamos a explorarlos no tanto para responder la pregunta, cuanto por acercarnos a precisar un poco más qué es el honor. No puede ser cualidad personal porque, otra vez, los grupos, instituciones y entidades abstractas pueden tener honor y no tienen ni pueden tener cualidades ni virtudes personales.
Además, el honor no tiene que ver con mis características o cualidades personales, sino, de algún modo, con mi trato con los demás. No es deshonra que sea mal pintor, gordo, lento al hablar o tonto. Es deshonra que diga mentiras o cometa fraudes o me acobarde cuando hay que mostrarse valiente. Observa estas tres calamidades: tienen que ver con la confianza que los otros pueden tener en mí en calidad de agente moral. Y la confianza tiene que ver con lo no caótico, con el orden mínimo indispensable para cualquier cosa. Por eso la traición es deshonrosa, y la lealtad, virtud neutra (un malvado puede ser muy leal), pero esencial al orden y posibilidad de cualquier empresa; es, junto con la valentía, virtud también neutra (un asesino puede ser muy valiente), la única gran virtud moral tenida en alta estima hasta por gángsters y malechores.
¿Qué es entonces el honor? El honor es un estado o condición, y además un derecho. Examinemos primero esta segunda nota. Si el honor no se apreciara como derecho, no podría explicarse por qué los insultos nos enfurecen. Porque, como dice Aristóteles, la ira nace de la percepción de una injusticia que se nos hace. Y sin entender como derecho el honor, no habría injusticia en el insulto. Luego, no habría ira. Pero de hecho la hay; por tanto, entendemos el honor como derecho.
En cuanto a que es estado, diremos: tener honor es como tener cierto estado civil: tú estás casado, haces ciertas cosas, y ya no estás, ahora eres divorciado. Del mismo modo, tú tienes honor, haces (o dejas que te las hagan) ciertas cosas, y ya no lo tienes, eres infame. Perder el honor es como perder la nacionalidad: ciertos actos, juzgados graves, hacen que la pierdas, antes eras mexicano y ahora ya no tienes esa condición, eres apátrida.
Pero el honor personal, íntimo, ¿es también un estado? ¿Cómo puede ser, tú solo te otorgas y te quitas una condición o estado? Este honor, opuesto al honor exterior codificado socialmente, es el que te impide hacer ciertas cosas, que juzgas indebidas, aunque nadie se entere. Es tu código interno y personal. El honor exterior no es ni personal ni interno, sino dato social objetivo.
En relación con la operación y manifestaciones del honor personal se emplea una metáfora que no por común deja de ser curiosa e intrigante, a saber: la que recoge la voz “integridad”. Integridad personal, hombre o mujer íntegros. ¿Qué se dice cuando se dice esto?, ¿por qué se usa esta palabra y no otra? Que es una metáfora se advierte cuando reparamos en que “íntegro” quiere decir “que no carece de ninguna de sus partes, entero, completo, lleno”, y que se opone a “falto, partido, incompleto”. ¿Qué tiene que ver lo completo y lo incompleto con la moral y con el honor?
La noción de integridad moral encubre una concepción del humano, teológica en su origen, según la cual esta criatura con todas sus potencialidades activadas es por naturaleza intachable y perfecta. Todos los yerros, frecuentísimos y horrendos, por desgracia, son huecos, posibilidades no activadas o, como también decimos, “defectos” (es decir, atributos que deberían estar en la criatura, pero no están). Por eso el honor se experimenta como una especie de unidad, estructura o construcción, en la que unas cosas se apoyan en otras. Y una falta pequeña pone en peligro de colapso la estructura entera. El honor se vuelve monolítico. Y por eso el honor es siempre puntilloso e incapaz de distinguir entre lo nimio y lo sustancial. Y el honor se hace, no sólo inflexible, sino, a menudo, irracional y grotesco.
En Brecia, por ejemplo, el año de 1589, en vista del altísimo número de homicidios en duelo como resultado de contiendas por precedencia en la calle, se tuvo que legislar que cuando dos caballeros se encontraban en la banqueta, el que tenía pared a la derecha no podía ser forzado a abandonar su posición. Las penas por desobediencia de la regla incluían exilio, castigo corporal, prisión y multas.
En el mundo del honor no hay detalles, todo es igualmente importante: la infamia producida en una zona parece trasminar a la persona entera. El detalle deshonroso cuaja, no en la nimiedad donde se produjo, sino en la totalidad de la persona. Por eso se da la irracionalidad de que el insulto de un desconocido nos fuerce al duelo o a la cobardía.
El punto preciso es éste: la imposibilidad de jerarquizar asuntos, y discernir lo nimio de lo cardinal, introduce una irracionalidad galopante en la conducta. La crítica de la noción de honor puede empezar reconociendo este hecho. Las consecuencias de esta irracionalidad pueden ser no sólo absurdas (lo irracional engendra lo infundado y absurdo) o cómicas (lo absurdo da risa), sino claramente inmorales. Por ejemplo, el honor español prescribía, como se ve en el teatro de los Siglos de Oro, que el marido afrentado asesinara personalmente a la esposa infiel y a su amante. ¿Qué arte de vivir, qué racionalidad puede convalidar semejante brutalidad? Porque recuérdese que la integridad del honor no admite excepciones. Es monolítica e inflexible.
Por eso a muchos, a mí, cuando menos, todo esto del honor puntilloso me disgusta profundamente. En la Roma antigua yo viviría deshonrado porque para el romano, que tanto preciaba la gravedad, era infamia ser actor, y yo he sido actor (muy malo) de teatro. Y sin ir más lejos, la idea de estar dispuesto a matar en duelo al que me insulta, me parece una reacción desproporcionada, lunática y burriciega en extremo.
Así pues, lo que viene a parecer singular es por qué los códigos de honor y las conductas consecuentes han tenido la vigencia histórica que han tenido durante milenios.
Porque también la idea de integridad, en el honor personal, y no social, tiene algo de repulsiva. Veámosla bajo esta luz: un santo, por ejemplo, no se cree íntegro e intachable, sino por el contrario, inmensamente falible, débil y pecador. Pero para él la moral empieza, no en la consideración de sí mismo (y una presunta integridad), sino en el compromiso con sus semejantes. Este compromiso impone una mirada perceptiva, tolerante, generosa (o si se prefiere, caritativa) sobre los otros. El compromiso del honor no es con los otros (con el prójimo que me insulta, por ejemplo), sino conmigo mismo y mi integridad monolítica. Por eso el honor no tiene nada que decir acerca de acciones de innegable significado y fuerza moral, como el arrepentimiento o el perdón (por no decir nada de la tolerancia). En suma, no me gusta la gente que aspira a ser intachable (y menos a toda costa), me gusta la gente que aspira, simplemente, a ser buena, generosa, valiente y comprometida, hasta donde puede, con sus semejantes, y humilde, resignada y lúcida en la apreciación de sí mismo.
Por ahí va la cosa. Podríamos seguir hablando, pero hasta aquí llegamos. ~

+ posts

(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: