Star wars: otra trilogía

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I.Tres ratones ciegos
Entre la noche del 21 y el amanecer del 22 de mayo, tres muchachos entraron a un cine de Menominie, Wisconsin, para robarse el Episodio 1 de La guerra de las galaxias: La amenaza fantasma. Con lámparas, guantes y pasamontañas, desarmaron la chapa de la sala de proyección y cargaron con el carrete de dos horas y once minutos de una película que pesa casi veinte kilos.
     De inmediato, Tom Sherak, el director de distribución de la 20th Century Fox, exigió a la policía federal su intervención sobre la teoría de que la habían robado para sacar copias piratas y exportarlas al mercado negro internacional, "que pagaría hasta medio millón por tenerla antes que nadie".
     Al siguiente miércoles, los ladrones se entregaron: el Episodio I no sólo no había sido copiado, sino que estaba intacto en el interior de tres bolsas de basura de un departamento de alquiler. Los tres muchachos tenían entre 28 y 30 años y sólo uno explicó el móvil del robo: "Queríamos tenerla. Eso es todo. Nos la repartiríamos y la llevaríamos a nuestras casas. Los que crecieron con Star Wars sabrán comprendernos".
     Crecí con Star Wars tanto como pude. No sólo me refiero a los pocos progresos que mi estatura hizo de los nueve años en adelante, sino a lo complicado que resultó rendirle culto a La guerra de las galaxias en un país donde La Princesa Lea no era Carrie Fisher, sino una vedette gorda que se bañaba en una copa de champaña; donde "La Fuerza estará contigo" dejó de ser un parlamento de Obi Wan Kenobi para pasar a la boca de un animador de concursos de baile por televisión y donde, finalmente, el cierre de la economía a la importación de juguetes nos condenaba a usar unas espadas Jedi que no eran sino los tubos que mal alumbran los vagones del metro. Quizá sea por eso que no alcanzo a comprender a los tres ladrones de Wisconsin: en español, el tecnificado R2-D2 era, amistosamente, "Arturito".
     Sin embargo, existe una explicación a toda la manía por ver el Episodio I antes que nadie o, en el fondo de la obstinación, por poseerlo, aunque para ello haya que robar y condenarse a tener cientos de metros de cinta entre los cajones de la ropa interior para el resto de la vida. Y las razones tienen que ver con que La guerra de las galaxias fue la primera cinta que logró empatar a la mitología con los cuentos de hadas. Antes del 25 de mayo de 1977 la mitología era algo tan solemne como Charlton Heston disfrazado de romano, y los cuentos para niños eran territorio exclusivo de Disney. El carácter fundacional de George Lucas radica en que, al unir ambas esferas, permitió que los adultos pudieran alegar el contenido ético de la historia, las claras referencias al Rey Arturo, el  dios Tor y Guillermo Tell, cuando se emocionaban por unas batallas intergalácticas.
     Esta gradual confusión entre edades se ha convertido en estos veinte años de Star Wars en una veneración hacia la infancia: siendo la propia niñez el momento en que las convenciones y traumas sociales todavía no nos impregnaban, la única vida auténtica es la que ya fue. Esa unión entre capricho y libertad, travesura y autenticidad, ha marcado ya a dos generaciones de adultos que reivindican su derecho a la banalidad: ejercer su egoísmo sin remordimientos. Hoy, más que en 1977, cuando las mujeres usan coletas de bebé y las máximas figuras de la música se destacan por escenificar berrinches frente a su audiencia, el impulso es lo más auténtico, lo puro, lo bueno. De hecho, La amenaza fantasma trata sobre la niñez salvaje e incorrupta de Anakin Skywalker en su planeta Tatooine, antes de que se convirtiera en el manipulador del "lado oscuro de la Fuerza", el rencoroso Darth Vader. Y es ahí donde comenzamos a entender a los tres ladrones de Wisconsin.

II.Star Freaks
Hacia el final de los setenta, David Bowie intentó una explicación para las pasiones que desataba en su público cuando, disfrazado de extraterrestre, bajaba a la Tierra:

El extraño era el personaje que quedaba después de las liberaciones sexuales. No es que adoraran mi extravagancia, era que cada uno de ellos se sentía un extraterrestre, alguien ininteligible, marginado, sin esperanzas de establecer contacto.
El freak es el decantamiento del final de los setenta. Una década antes, la imagen de la Tierra desde el espacio había llenado de esperanzas a la gente: salir del planeta, expandirse y colonizar el sistema solar fue el signo de la era Kennedy. Diez años después, ya nadie se visualizaba a sí mismo emigrando hacia un wild west infinito, sino que, más bien, se sentía atrapado entre extraterrestres. Lo que se pierde entre la filosófica 2001: odisea del espacio y Star Wars es la existencia de un exterior colonizable: los espacios abiertos iluminados con neones de Kubrick dan paso a las cantinas repletas de bestias híbridas hablando en las lenguas de Babel, partiéndose sillas sobre órganos que quizá son cerebros. Es lo que va de la reflexión en el paisaje de la llanura estadounidense al tumulto violento de Los Ángeles.
     Del diario de Carrie Fisher durante la filmación de Star Wars, cuando tenía 19 años:
Debo dejar de obsesionarme por los humanos y empezar a enamorarme de las sillas. Las sillas tienen lo mismo que los seres humanos ofrecen y menos, que es obviamente lo que necesito. Entre menos, mejor. Sillas. Debo amueblar mi corazón con sentimientos hacia las sillas.
Así como Carrie Fisher, que habitó las ambigüedades del éxito de su peinado enrollado en cada oreja y de sus bikinis metálicos ("había un shampoo Princesa Lea", recordó la actriz en un reciente artículo de Newsweek; "destapabas mi cabeza y salía un líquido jabonoso de mi cuello") y, más tarde, casi el anonimato, otros actores de Star Wars cumplieron su destino fantasmal. Mark Hamil (Luke Skywalker), a los 45 años, tuvo una sola aparición después: fue la voz del guasón en la serie de Batman por televisión local. David Prowse (Darth Vader) se aprendió de memoria todos sus parlamentos y los dijo debajo de la máscara, sin enterarse, hasta la premier, de que un locutor le había doblado la voz. Prowse tiene un gimnasio de aerobics en Londres y no aparece en el cine desde El regreso del Jedi, hace quince años. James Earl Jones, quien le hizo la voz final a Darth Vader, es el que dice "This is cnn" en los cortes después del comercial. Frank Oz (Yoda) es el que mueve a Miss Piggy en Los Muppets. Anthony Daniels (C3PO) hace voces de androides en la tele británica. Kenny Baker (R2-D2) mide 93 centímetros, ahora tiene 62 años, y no filma desde Amadeus. Y Peter Mayhew (Chewbacca) mide dos metros diez, tiene 52 años, y sólo filmó una película más, Simbad y el ojo de tigre (1977); según versiones, regresó a su antiguo trabajo de custodio en un hospital psiquiátrico.

III. Los guerreros del kitsch
El estreno de La amenaza fantasma le mereció una sonrisa al obispo de Oxford, reverendo Richard Harris: "La cinta refuerza la verdad y la fuerza de la religión, porque si la gente vuelve a tener confianza en que el Bien triunfará sobre el Mal por medio de una película, se establece un eco con lo que la religión cristiana está proclamando".
     Y es que la imaginería de Star Wars contiene todos los signos del arcaísmo dentro de una historia en el futuro, cuyo hilo conductor es una batalla eterna entre la República y el Imperio. Así lo cuenta John Mollo:
Cuando teníamos que contar con un guardarropa para empezar a diseñar, fui a una bodega de ropa y compré un casco romano, una máscara antiplagas de la Edad Media y un hábito de monje. De esa forma tendríamos lo militar, lo civil y lo religioso.
Los arcaísmos en el seno del porvenir no se reducen a la utilización de ballestas, arcos, collares de municiones (Los Doce Apóstoles, adorno militar inventado en la Inglaterra del 1645, es usado por los jawas) o camisas y morrales de los "colonizadores de la frontera" estadounidense. Según una reciente exposición sobre Star Wars en el Smithsonian, buena parte de las armas y naves que utilizan los rebeldes pertenecen a las fuerzas Aliadas (el Milennium Falcon de Han Solo es la combinación del B-17 que bombardeó Dresden y el B-29 que se usó en el Pacífico), mientras que los soldados imperiales manejan tableros de control de los aviones de combate del Eje. Y más: los trajes naranja de los rebeldes son réplicas de los que utilizaron los marines de 1957 a 1969. Por ello, al público de veteranos no puede escapársele el mensaje del kitsch: entre lo nuevo hay algo inmutable, siempre habrá una batalla entre la libertad y la opresión, y nosotros siempre estaremos del lado luminoso de la Fuerza.
     Niños, freaks o justos, los adoradores de la saga épica y del catálogo de chucherías (el Star Wars de 1977, Una nueva esperanza, recolectó trescientos millones de dólares, mientras que los juguetes vendieron cuatro mil millones) hacen hoy colas por todo el mundo para ver la película que le da origen a la mitología. En el fondo, es una búsqueda de dos generaciones —los nacidos entre 1955 y 1975— por vencer la desesperanza de las exclusiones y las derrotas cotidianas, y entregarse, sin culpas, a las tentaciones de la inocencia. Al final, Star Wars es un mundo perfectamente ordenado, con sus árboles genealógicos, sus robots cómicos y sus bestias condenadas al destierro. Habitarlo es saber de qué lado está la Fuerza. Algo que nunca sabemos cuando llegan a cobrar la renta. –

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