La realidad, tan dúctil, tan olvidadiza, supera siempre al que espera, y el tiempo juega en contra del que está caído. Es muy cierto el refrán que dice “A perro flaco todo son pulgas”. La actualidad es un arma de doble filo en manos aviesas y los casos que no gozan de una inmediatez sangrante quedan lejos del interés de los medios. Ha pasado ya casi un año y medio, quince largos meses, desde que el poeta cubano Raúl Rivero, junto a 72 compañeros, fuera encarcelado por el régimen castrista. En esta hora Rivero está ingresado en un hospital penitenciario, convaleciente de enfisema pulmonar fruto de su decidida afición al tabaco de la isla y de neumonía fruto de las terribles condiciones en que le mantiene su decidida afición a la libertad.
Raúl Rivero ha hecho un viaje al revés: si en la juventud vivía en los aledaños culturales del Estado, cerca del poder fue agregado cultural en la Unión Soviética, secretario de la UNEAC, amigo de N. Guillén y de tantos otros, los años en cambio le han hecho joven, acentuando su sentido del compromiso con las libertades públicas léanse las deliciosas crónicas de su libro “Sin pan y sin palabras” y haciéndole denunciar las atrocidades de un régimen de opereta que mantiene secuestrados a varios millones de cubanos. Este cambio de actitud vital, este viaje al revés, esta fidelidad a sí mismo, es en realidad una expresión de amor a su tierra: un país que se ha resistido a abandonar, aun cuando todas las circunstancias le invitaran a hacerlo. Pero en Cuba intentar ser libre es condenarse a veinte años de prisión.
Yo lo puedo decir aquí porque sé que a mí no va a pasarme nada: vivo en un país libre y democrático, y el Estado vela porque yo conserve mis derechos. Raúl Rivero, en cambio, ha jugado fuerte personal, que no políticamente en un Estado cuyo aparato represivo trata, por encima de derechos y deberes, de perpetuar el poder. Aun así, a los eternos bienpensantes de nuestro entorno les siguen pareciendo justas las doctrinas que intentan dar un fundamento jurídico a aquella demenciada situación, como esa premisa constitucional (basada no sé si en Batista o en Robespierre), verdadera piedra angular, que dice: “La revolución es fuente de derecho.” Los que tenemos familiares o amigos inocentes en aquellas negras cárceles, también sabemos lo que eso significa.
En un curioso juego de censuras y cesuras, Raúl Rivero ha podido sacar fuera de la cárcel los poemas magníficos no políticos que de vez en cuando escribe entre las húmedas paredes de su celda. Bien puede decir que sus versos han ganado en hondura: a ello no es ajeno el pozo en que está metido. Hoy, sin embargo, entre tubos y mascarillas si las hay, intenta recuperarse para nosotros y para la poesía de una enfermedad contraída por las condiciones de vida en que, como a muchos otros, lo obligan a vivir. Seguramente, el comisario político de turno (¡qué palabras creímos desterradas!), a la cabecera de la cama, estará, como en las viejas películas, intentando convencerle de las bondades del régimen, diciéndole lo que el ciego le decía a Lázaro sobre el jarro de vino: “Mira, Lázaro, aquello que te enfermó ahora te cura y da salud.”
Pero al contrario que Lázaro, Raúl Rivero no ha consentido una situación indigna desde la que medrar a la sombra de los poderosos. Por eso son tantas las sombras que lo atenazan. Y es que la enfermedad de Rivero, por un raro paralelismo tan propio de sus versos, es también la enfermedad de su país: una asfixia paralizante. Recuerdo los tiempos, aún no muy lejanos, en que se hablaba de ese mal que era la fuga de cerebros. ¿Qué diremos de un régimen que no sólo los desdeña, sino que los destruye? Hay un autor ruso de la primera mitad del siglo XIX, M. Lermontov, que escribió una novela de título bellamente irónico: Un héroe de nuestro tiempo. Pechorin, su protagonista, es un aventurero sin esperanza, un ser que vive entre el cinismo y la melancolía. Mejor que Lázaro, y también mejor que Pechorin, conservando su luz en medio de la oscuridad que le rodea, eso es Raúl Rivero: un héroe de nuestro tiempo. –
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