Cuando entramos, un hombre nos mira desde el centro del escenario. Inhala el aire del teatro con rabia y temor. Respira como si fuera un animal azorado. Nosotros, unas quince personas, nos sentamos alrededor suyo en las sillas del escenario. Más allá hay butacas que son ocupadas por el resto del público. La obra Últimas alucinaciones de un hombre muerto, de Carlos Talancón, fue escrita a partir de la novela Molloy, de Samuel Beckett.
El hombre comienza a hablar. Por los gestos y la tensión en su cuerpo adivinamos que hablará bastante. Dice que su único recuerdo es el dolor y jadea. Vuelve a hablar y un hilo de saliva le escurre de la boca y le abrillanta los labios. Saca de una bolsa de mujer una licorera y bebe; menciona los poderes de una mujer, pero no sabemos a quién se refiere. Ha llegado hasta aquí después de días idénticos a este, del que vemos su representación. Viene de lejos.
Entra un policía a la escena y le pregunta qué hace allí y le señala que no puede estar así (se refiere a su estado de –por decirlo de alguna manera– deterioro). El vagabundo, personaje protagónico, mira al policía y le responde con gritos, múltiples gestos y resoplidos.
No hay escenografía. Una luz blanca cae sobre el cuerpo de Javier Sánchez, el actor.
Después, habla de la atroz comezón que siente en los testículos y dice que es incontrolable.
Trata de desplazarse por el espacio o eso parece, pues, en realidad, estamos frente a un hombre que apenas se mueve de lugar. Tiene una pierna tullida y se apoya en una muleta. No cesa de hablar, sus palabras suman frases que lo extravían aún más o nos extravían a nosotros. Es un estado crítico que lo inclina a hablar sin tregua sobre su vida en pasajes inconexos y tristes: de su desolación primaria al asesinato de una mujer. El personaje representa el sinsentido de la existencia, el vacío. Cuenta que llegó a la última habitación del infierno y allí “se cogió al pinche diablo”.
En ocasiones, refiere que su cuerpo era invadido por hormigas o que algo negro le subía por la pierna. Esos parásitos le resultan tan perturbadores como los personajes que encuentra.
Entonces, aparece su madre. Sabemos que él la está buscando. Ella entra y le dice un par de frases que vuelven a destacar su condición de ser arrojado al mundo. Se llama Agustino, él se refiere a sí mismo como Tino.
Escuchamos, de pronto, voces grabadas que murmuran acerca de la vida del hombre.
No sabemos en dónde está. Cualquier calle de una ciudad grande y cruel. Un punto de tránsito entre el mundo conocido y el más allá, o bien en la misma muerte. Luego, llegan otros personajes: un hombre y una mujer. Señalan al hombre y dicen “allí hay una rata”, el hallazgo es confuso: no se trata de una rata sino del propio hombre. Los personajes intercambian diálogos y lo acusan de haberse robado una bolsa. El hombre toma uno de los lápices que guarda en ella, se lo mete en la oreja, extrae la cerilla y se la come. Está condenado, pero no sabemos a qué y tampoco la causa de su condena.
Se pone de pie y baila, canta “¡el Señor me salvará! ¡El Señor me salvará!”. Da giros y ríe.
Sabemos que era un abogado, pero no por qué termina allí, hilando frases absurdas, al borde de la muerte, perdido y desesperado.
El texto se vuelve farragoso y cursi. Él se pregunta: “¿De verdad conocí el amor o solo lo imaginé?”
Nos dice que ha sido llamado por las voces de ultratumba. Luego, entran a escena un grupo de niños que lo atacan y se burlan de él.
Si en Molloy puede leerse sobre la existencia de un hombre perdido, en esta puesta en escena el hombre perdido encuentra a un actor veraz. La interpretación de este hombre inmerso en algo parecido a un proceso kafkiano con guiños contemporáneos, como si estuviera desvaneciéndose en medio de un desierto habitado por fantasmas que lo oprimen, es exagerada y racional: el actor ejecuta cada una de las expresiones de su cuerpo con tal brío que apenas permite el paso de emociones espontáneas.
La conformación del mundo irreal, avasallante en la novela, apenas es atisbada en la obra, quizá por su propuesta realista sobre el delirio. Las metáforas potentes del texto original son dejadas de lado para dar paso a frases sencillas.
Los días transcurren y el hombre sigue allí, hablando sobre su propia catástrofe, dice: “Fue su olor…”, “nunca quise hacerlo…”
Al final, mientras está acostado y con el torso desnudo, como si hubiera llegado al patíbulo, confiesa: “Busqué un sueño de donde aferrarme para avanzar un poco más… Ya no podía.” Porque los sueños que componen la obra, sus alucinaciones son, en efecto, las imágenes que acuden a la mente del hombre perdido que puede ser cualquiera. La presencia de la madre, las voces de los policías, la burla de unos niños, los recuerdos de un pasado exitoso y la caída, contrapuestas a la ausencia de la madre y a la implacable ambición humana en un entorno caníbal, son las dolorosas y mortificantes experiencias en la vida de un hombre que habita un mundo carente de sentido. ~
Últimas alucinaciones de un hombre muerto, se presenta en el foro La Gruta del Centro Cultural Helénico hasta el 28 de agosto.
(Ciudad de México, 1975) es autora, entre otros, de El animal sobre la piedra (Almadía, 2000) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2012). En 2022 obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela más reciente, Isla partida (Almadía, 2021).