Gracias a los recientes melodramas inspirados en la vida de Oscar Wilde, y en la cruenta pasión de Verlaine y Rimbaud, el equivalente masculino de la femme fatale empieza a conquistar un sitio de honor en la galería de los villanos fílmicos. La tradicional destructora de hogares ya no tiene el monopolio de la maldad orientada contra la familia. Ahora lo comparte con su hermano gemelo: el efebo cruel y ambicioso, adicto a los paraísos artificiales, que emplea su perverso encanto para arruinar la vida de un hombre casado, por el simple gusto de verlo morder el polvo. Como el nuevo monstruo apenas se está dando a conocer en el cine industrial, la crítica todavía no lo ha bautizado, pero a imitación de Pablo Neruda, que llamó poetisos a los Contemporáneos, lo podríamos llamar vampireso, para honrar al arquetipo que le dio origen.
A pesar de su avidez de riquezas, el vampireso no es exactamente un chichifo (así se llama a los prostitutos en la comunidad gay, y no chichinflas, como creen los rockeros de Café Tacuba, que tergiversaron la letra de Chilanga banda, la estupenda canción de mi amigo Jaime López). El chichifo nunca llega muy lejos en la escala social, porque es débil de carácter y se enamora de sus amantes. El vampireso jamás permite que los sentimientos interfieran con su trabajo. Demasiado abyecto para creer en el amor, no se conforma con exprimir a sus víctimas: necesita quitarles el honor y la dignidad, como las grandes devoradoras de hombres que interpretaron María Félix y Ninón Sevilla. Atraído por el brillo del genio, un brillo que en el fondo aborrece, tiene una marcada predilección por los artistas famosos (en eso se distingue de la vampiresa, mucho más inclinada hacia los banqueros), pero en el pecado lleva la penitencia, porque la celebridad de sus amantes lo obliga a ocupar una posición subordinada en la relación de pareja, tormento insoportable para su ego. Cuando esa envidia alcanza grados patológicos, el vampireso puede llegar hasta el crimen, como al parecer ocurrió en el caso de Keneth Halliwell, el aspirante a escritor que en 1967 asesinó en Tánger al dramaturgo inglés Joe Orton. Pero la experiencia de amar a un monstruo compensa con creces los sufrimientos del artista martirizado, porque le abre grandes horizontes para comprender la condición humana. Como musa trágica, el vampireso no tiene rival. Bossie fue un canalla, es cierto, pero el De profundis no existiría si hubiera querido a Wilde como un perrito faldero: los productores de Hollywood siempre llegan tarde a las perversiones, pero cuando encuentran un filón melodramático lo explotan a fondo. Si el tema del paterfamilias destrozado por su joven amante les reditúa, podrían llenar las pantallas con historias de vampiresos, pues han existido en todas las civilizaciones donde el hombre ha sido reducido (o elevado) a la categoría de objeto sexual. En los Diálogos de Platón, algunas indirectas de Alcibiades permiten suponer que trataba a Sócrates como un chulo castigador. ¿Por qué no hacer esa película con Anthony Hopkins en el papel del filósofo? Catulo nos dejó admirables retratos de vampiresos. Le bastaba una pincelada para describir la doblez de un amante, como cuando reprocha a Juvencio que se limpie la saliva de la boca después de haberlo besado. Pero Catulo estaba enamorado de una mujer, la pérfida Lesbia, que lo traía por la calle de la amargura, y podemos suponer que los desvíos de sus novios ocasionales no le causaban graves quebrantos. Tampoco cargaba encima el peso abrumador de la moral judeocristiana, de ahí el tono de comedia que predomina en sus Cármenes. El vampireso sólo puede causar verdaderos estragos en una civilización erigida sobre el sentimiento de culpa, donde cualquier amor heterodoxo recibe una fulminante condena social.
En épocas de fuerte mojigatería, los enemigos de la moral pública aparecen como terroristas a los ojos de la masa oprimida, pero no siempre provocan rechazo: también despiertan admiración y envidia. Tomando en cuenta que los vampiresos más célebres de la historia Rimbaud y Lord Alfred Douglas surgieron en plena época victoriana, cuando la familia ejercía un poder tiránico sobre el individuo, hay fundamento para sospechar que su conducta reflejaba un soterrado anhelo colectivo. Por supuesto, la sociedad tenía que satanizarlos, mientras exculpaba a Wilde y Verlaine, cuyo arrepentimiento transfirió a sus jóvenes corruptores la responsabilidad por la transgresión cometida. Para el público de la época, el viejo drama de la inteligencia sometida a los apetitos bestiales del cuerpo era más fácil de digerir que una sórdida historia de sodomitas. Cuanto más luciferinos fueran los vampiresos, mejor se autoflagelaba la gente identificada con ellos. Para reflejar el tono y espíritu de nuestra época, el conflicto del genio pervertido y el vampireso pervertidor ha tenido que dar un giro de 180 grados. Como Wilde, Verlaine y Joe Orton, el pintor Francis Bacon también sucumbió a los encantos de un vampireso, el boxeador y raterillo George Dyer. Pero en El amor es el diablo, la extraordinaria biografía fílmica de Bacon, los papeles se invierten y el artista renombrado aparece como verdugo de su rústico amante. La retorcida inteligencia de Bacon deshumaniza progresivamente al objeto de su pasión, en una paulatina demolición psicológica similar a las distorsiones grotescas de sus retratos. Orillado a las drogas por la crueldad mental del pintor, finalmente Dyer se suicida con pastillas en un cuarto de hotel, mientras Bacon inaugura una retrospectiva en el centro Georges Pompidou. El ejemplo de Dyer sugiere que en una época de neurosis y embotamiento afectivo, donde el amor degenera con facilidad en una relación de poder, el vampireso necesita ser más canalla si quiere seguir inspirando respeto. –
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.