“Una cosa es ganar las elecciones y otra cosa es ganar los escrutinios”, solía decir Anastasio Somoza. Mientras escribo estas líneas, la Junta Electoral Nacional de Venezuela realiza una auditoría de ciento cincuenta mesas escogidas al azar, para comparar los datos consignados en las actas del referéndum revocatorio del 15 de agosto con el contenido de los comprobantes de votación. Aunque ya los observadores internacionales de la OEA y el Centro Carter han avalado los resultados anunciados y la victoria de Hugo Chávez, se busca aún disipar las dudas suscitadas por el escrutinio y acabar con las acusaciones de fraude que han llovido desde las filas de la oposición. Por desgracia, no creo que esta auditoría consiga calmar los ánimos. Caracas es un hervidero de rumores y parece mucho más probable que se produzca una nueva ola de protestas, reclamaciones y marchas similar a la que ya tuvo lugar en febrero y marzo pasados. Como se recordará, las contradicciones y arbitrariedades de las autoridades electorales a la hora de validar las firmas necesarias para solicitar el referéndum engendraron entonces un clima de tensiones que se tradujo en once muertos y la tardía y vergonzosa rectificación de los errores que se habían cometido durante el proceso de cómputo. No es mejor el momento que se vive ahora, después de que se hiciera público el triunfo del presidente con los 4,917,279 votos (57.83 %) que le permiten conservar su cargo, frente a una oposición que sólo recabaría 3,584,835 votos (42.16 %). Más allá o más acá de la rabieta del mal perdedor, persiste la sospecha de fraude entre los oponentes a causa de la presencia de inquietantes irregularidades en los números de las máquinas electrónicas y también por ciertas actitudes que mal se avienen con la idea un impecable desarrollo de la consulta. Así, en las columnas de los periódicos y en los programas de televisión o de radio, se denuncia la manera intempestiva y parcial en que se anunciaron los primeros resultados (dos de los cinco rectores electorales se negaron a firmar el boletín) o una mediática explosión de júbilo popular ante el palacio de gobierno que no tuvo eco alguno en las vastas barriadas que, en principio, habían votado masivamente por Chávez.
¿Quimeras, engendros de una derrota mal digerida? Quizás, pero no habría que olvidar que a los venezolanos les sobran razones para desconfiar de sus autoridades electorales o para mirar con recelo las puestas en escena del pueblo victorioso a las que es tan afecto el comandante presidente. A mi modo de ver, son mucho más serios los dichos de los analistas políticos a los que les resulta muy difícil entender que, tras cuatro años de un gobierno caótico, Chávez haya logrado incrementar su caudal electoral en casi un 33% mientras que la oposición, después de luchar a brazo partido para obtener el referéndum, sólo consigue crecer un 3%. Todos los pronósticos anunciaban márgenes mucho más apretados. ¿Y cómo explicar, en un contexto tan polarizado y con una afluencia de votantes que asombró a nacionales y extranjeros, una cifra de abstención que, según los últimos boletines, superará el 30 %? Preguntémonos otra vez si no serán vanos espejismos, pero constatemos también que la reacción sumamente prudente de las cancillerías de Francia y Estados Unidos antes de reconocer el triunfo de Chávez, constituye un signo bastante fiable de que ha habido lugar a duda y de que, en el fondo, no se puede tener un muy alto concepto de la probidad de las instituciones y el gobierno del presidente venezolano.
Tampoco la prensa internacional más seria ha saludado los resultados sin reservas. Ya estamos afortunadamente lejos de la época en que, después de un sonado artículo de García Márquez, no había periodista que no sintiera como una extraña fascinación por Chávez que le impedía ver en él a un mero caudillo neopopulista. Al igual que El País, Le Monde atribuye el triunfo de nuestro presidente no ya a sus revolucionarias políticas sino a la especial coyuntura de los mercados petroleros que ha hecho posible que Venezuela, tras dos años seguidos de recesión (-8.9 % en 2002 y -9.2 % en 2003), conozca de pronto un rápido crecimiento en 2004. Para entender lo que ha ocurrido, basta imaginar que el presupuesto actual fue calculado sobre la base de un barril a 20 dólares y se ha llegado ya a un precio de 46 dólares. Con esos recursos extraordinarios, el gobierno chavista ha podido inyectar, desde la primavera, más de tres mil millones de dólares en sus programas sociales (un aumento de más del 100 % con respecto a años anteriores) y, como nunca antes, ha distribuido becas, alimentos, créditos y ayudas entre los sectores populares. Por supuesto, la tasa de desempleo sigue siendo altísima (entre el 20 y el 30 %), la creación de puestos de trabajo es casi nula y la inflación se acumula mes a mes, de suerte que los efectos de las políticas sociales apenas representan un corto alivio. Pero hay más: a pesar del maná petrolero, las cuentas públicas están constantemente en rojo y el Estado sigue endeudándose y realizando cuantiosas emisiones de títulos y colocaciones de papeles del Banco Central de Venezuela. Se calcula que, gracias a ellas, las ganancias netas de la banca han experimentado en unos meses un vertiginoso aumento de un 52%. Creo que no hace falta ir más lejos. Y es que da pena. Lo cierto es que así se ha financiado la millonaria campaña del referéndum revocatorio en favor de Chávez y así avanza la revolución bolivariana llevando a Venezuela… a la quiebra.
¿Y ahora qué? Si se despejan las dudas y se confirman los resultados, Chávez podrá seguir en el poder hasta enero de 2007 y nuestro país tendrá que prepararse para atravesar dos años muy difíciles no sólo desde un punto de vista económico sino también político y social. No es difícil imaginar que el chavismo tratará de extender su control a las instituciones que aún se le resisten y acabará colocando, bajo la égida del Ejecutivo, todo el aparato del Estado. Tampoco resulta arriesgado conjeturar que se seguirá ahondando el foso de la miseria donde crece una clientela electoral que dependerá cada vez más de las ayudas públicas y las “misiones bolivarianas” (los programas paternalistas de salud, alfabetización, alimentación y empleo del chavismo). Pero esta política, como es obvio, tiene sus límites en la misma coyuntura que la hace posible: el mercado petrolero. La oposición venezolana lo sabe y tendrá que aprender a jugar con el poder del tiempo mientras llega otra vez su momento, acaso en las elecciones de alcaldes y gobernadores que se acercan. Por de pronto, su misión principal será defender a capa y espada las libertades democráticas frente al autoritarismo chavista, impulsar un nuevo liderazgo que hasta ahora ha brillado por su ausencia y plantear un proyecto de país lo suficientemente amplio, solidario e innovador como para competir con la utópica chavezlandia.
Para el resto de América Latina, el triunfo de Chávez tampoco augura nada bueno: Castro seguirá recibiendo sus 53,000 barriles diarios y transformando a Venezuela en cabeza de puente para sus planes de desestabilización continental; los cocaleros bolivianos y los guerrilleros colombianos, parte de esta estrategia, podrán seguir contando con el apoyo abierto o discreto de Caracas; en fin, todos los países de la región estarán expuestos al contagio de una ideología neopopulista que, por sus orígenes bolivarianos, tiene una clara vocación internacionalista y sin lugar a duda tratará de inmiscuirse, a través de los servicios exteriores venezolanos, en los asuntos internos de otras democracias recientes, como la peruana o la mexicana. No en vano, en mayo pasado, nuestro embajador tuvo que presentar excusas ante la cancillería mexicana después de excederse en sus opiniones sobre López Obrador en medio de la crisis de los videos.
Vigilar a Chávez ya no es sólo un deber de los venezolanos sino de todos los demócratas en nuestro continente. Empecé con una cita de Somoza pero término con otra de Camus: “En política se puede perder y tener razón; pero, a la larga, siempre es mejor tener razón.” –
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