Vila-Matas, premiado

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El 6 de julio, por la mañana, me enteré de que el Premio Rómulo Gallegos había sido adjudicado a uno de los escritores que más admiro y quiero, el español Enrique Vila-Matas. Lo conozco desde hace más de treinta años, aun antes de iniciarse en las letras, jovencísimo, y he seguido todo su trayecto, desde sus complicados experimentos iniciales hasta sus perfectas obras de los últimos años. Considero su amistad como un don extravagante y majestuoso de los dioses. En una ocasión, debió haber sido en 1972, hizo un vuelo de Barcelona a El Cairo, que no sé por qué razón pasaba por Varsovia. Debía hacer allí una tregua de varias horas. Apenas nos habíamos conocido en Barcelona, pero se atrevió (era inmensamente tímido) a telefonearme y decirme que estaba allí con una amiga por unas horas. Los invité a comer y esas horas se transformaron en un mes entero divertidísimo. Fue de hecho el inicio de nuestra amistad. Lo consideraba como mi secreto hermano gemelo, mi colega de aventuras, de lecturas, de viajes, hasta que hace dos años esa relación se transformó. Con sus últimos libros, Enrique se transformó en mi maestro. A veces sueño que lo visito y lo saludo llamándole Sire. En fin, la felicidad producida por la noticia fue tal que parecería que yo fuese el premiado. Poco después, llegué a casa de Juan y Margarita Villoro para celebrar con ellos un festejo familiar. La noticia les había llegado, de manera que la celebración de ellos se fundió con la del premio. Me impresionó que buena parte de los asistentes manifestaba una dicha semejante a la mía. Tal vez porque desde hace una docena de años Enrique se había vuelto nuestro. Sus frecuentes visitas a la Ciudad de México, a Guadalajara, a Morelia, a Veracruz, nos habían acostumbrado a admirar sus atributos personales y a intensificar la admiración por su trabajo de escritor.
     Se ha sabido de premios literarios que desprenden un aroma a corrupción, a escándalo, cinismo y turbiedad, que se le quedan a uno en la memoria por décadas. Todo lo contrario a lo que suscita Vila-Matas. En parte, imagino, porque a este dandy, con gestos de Buster Keaton, le es imposible posar ante sus lectores o sus amigos como un intelectual pomposo, engreído, imperial, sino como un mero hombre de letras que jamás emite una respuesta absoluta, contundente ni totalitaria. Su elegancia, su cortesía, su sentido común se lo impedirían.
     Su individualidad es radical, como rigurosa y perfecta su excentricidad; su sabio vaivén entre el juego y la disciplina hace a este espécimen humano no parecerse a nadie y alguien a quien nadie puede calcar, porque una imitación resultaría vulgar y destemplada. En cambio, una lectura atenta podría auxiliar a un joven escritor decidido en su búsqueda de espacios inéditos a escapar de las convenciones, a romper cadenas, a no considerar sagrado ningún canon. Y no sólo a los jóvenes, sino también a los de mi generación, a los que estamos en el umbral de los setenta años, nos hace sentir una apetencia libertaria, un deseo de recobrar las alas.
     La prosa de Vila-Matas se lee con facilidad. Su constricción, en cambio, es el resultado de un taller riguroso, donde el juego de las palabras se procesa con suma exigencia. Su actividad es la de los artesanos pero también la de los alquimistas. El autor se divierte en aprovechar las palabras más anodinas, triviales y grises de una conversación inútil para luego inflamarlas con los tonos del delirio, la demencia, la exaltación, la poesía. De allí salen sus monólogos estridentes, murmullos de súbita desolación, y se desliza, como si fuera lo más natural, hacia un panorama de tersa excentricidad. En sus relatos trata de un mundo exterior, notablemente visible. Trozos de la comedia humana captados con un ojo que nada tiene de fiscal, de inquisidor, más bien tratados con una benevolente tolerancia. La gesticulación de los protagonistas es tan atrabiliaria, tan desquiciante como sus discursos.
     Un ejemplo de su carpintería: en la Historia abreviada de la literatura portátil (1985), el primer libro que hizo sentir la fuerte presencia de su escritura, encontramos un amplio collage de frases dichas por autores célebres del pasado pero puestas en la boca de otros personajes, escritores y artistas también célebres, aunque de diferente especie a la de los otros. Puestas en su boca esas frases adquieren una pomposidad a veces irrisoria o a veces un rigor mortis, tan sólo porque las pronuncie alguien que corresponda a una época o geografía diferentes. En medio de su comedia humana el autor vislumbra el misterio, los más oscuros enigmas sumergidos bajo una cotidiana trivialidad.
     Su mundo no se aleja jamás de la literatura: Kafka, Beckett, Gombrowicz, Melville, Robert Walser son algunos de los visitantes más frecuentes de esas páginas.
     Enrique Vila-Matas fue reconocido como un escritor de importancia en México antes que en su país. Su rareza se acondicionaba fácilmente con nuestro entorno nacional. A partir de la Historia abreviada de la literatura portátil, su obra fue seguida por un círculo cada vez más amplio de lectores ilustrados: Augusto Monterroso, Bárbara Jacobs, Álvaro Mutis, Vicente Rojo, Alejandro Rossi, Margo Glantz, Juan Villoro. Dos críticos registraron su originalidad desde el inicio: Christopher Domínguez Michael y Álvaro Enrigue. En España, los primeros y casi únicos por mucho tiempo fueron dos críticos espléndidos: Juan Antonio Masoliver y Mercedes Monmany. Hoy día sus lectores en nuestro idioma forman tumultos.
     El Premio Rómulo Gallegos eligió El viaje vertical, una novela a primera vista convencional pero que a partir de un momento demostraría ser todo lo contrario. Es su libro más enigmático; una historia de equivocaciones, aunque no sepamos exactamente cuáles. Cada vez que se acerca al realismo tenemos la sensación de que su autor juega con dinamita. El final se pierde en una neblina meramente conjetural. Es una novela de educación, a pesar de que el septuagenario protagonista tiene una edad poco apropiada para ello. Como siempre, en el cuerpo de la escritura hay un diálogo entre el ensayo y la ficción, una reflexión sobre la literatura y también la comparación entre ella y el desconcierto general que es la vida. Desde el inicio de su obra, él se ha planteado con frecuencia una escena de descenso, una caída, el viaje interior en uno mismo, una excursión hacia el fin de la noche, la negativa absoluta de regresar a Ítaca; en síntesis: el deseo de viajar sin retorno. Masoliver en su magnífica reseña percibe en el libro un inevitable tono de apólogo. Cierto que sin didactismo ni sombra de fariseísmos.
     El viaje vertical prestigia al magno premio venezolano. Muy cerca en el tiempo, Vila-Matas escribió y publicó otras dos obras memorables: Bartleby y compañía, a mi ver el más perfecto de todos sus libros y uno más de crónicas, ensayos breves, apuntes: Desde la ciudad nerviosa, que constituyen un tríptico absolutamente impar en las literaturas de habla española. –

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