Volviendo al museo del narco

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Hace tres años visité el Museo de Enervantes del ejército mexicano. En aquel entonces, el presidente Calderón recién había comenzado su guerra contra las drogas y el gobierno veía con optimismo el rápido fin del problema del narco en México. El ejército, que hasta entonces había sido ante todo espectador de la lucha contra las drogas, inició un asalto frontal contra los narcotraficantes a lo largo y ancho del país. Como parte de sus actividades diarias, desmanteló laboratorios clandestinos. Además de drogas, se confiscaron rifles, vehículos, equipo de agricultura y laboratorio, así como artículos personales de los narcotraficantes. Mientras que (en teoría) la mayor parte de las drogas fue destruida, muchos objetos se conservaron en calidad de evidencia. Algunos de esos objetos, en especial las piezas más extravagantes y singulares, acabaron en un museo muy especial.

Ubicado en Avenida Industria Militar, oculto en el séptimo piso de un búnker de concreto fortificado dentro del complejo central militar de la ciudad de México, el museo es zona prohibida excepto para el personal militar y los oficiales de policía de alto rango. Aunque su concepto era único en 1985, cuando fue fundado, hoy ya no es el único museo de las drogas en el planeta. En 2000, la dea (la agencia antidrogas de Estados Unidos) creó un museo de las drogas dentro de sus oficinas en Washington, D.C.; desde 2002 Birmania tiene su Museo de la Eliminación de la Droga; y China recién abrió las puertas de su Museo Antidroga. A diferencia de su contraparte mexicana, sin embargo, todos estos museos están diseñados para un público general, un hecho que influye de forma esencial en el enfoque curatorial hacia las drogas y la cultura de las drogas.

En un muro a la entrada del museo, sobre algunas macetas con plantas (perfectamente legales), cuelga una dedicatoria a todos los soldados que han “ofrecido sus vidas en cumplimiento del deber” en la guerra de México contra las drogas. La placa enlista el nombre y el rango de cada uno de los soldados que han sacrificado sus vidas combatiendo a los traficantes. A lo largo de los últimos años, el número de soldados y oficiales caídos cuyo nombre se ha grabado en esta placa de metal ha ido en aumento, llegando a triplicar en 2010 el número de muertes respecto de tres años atrás.

Justo a la entrada, un nuevo mural pintado por un oficial retirado muestra un campo de amapola donde los soldados defienden con valentía a la civilización (ilustrada por íconos arquitectónicos de la ciudad de México, como el Monumento a la Revolución) mientras caen bolas de fuego desde el cielo. Aun cuando el museo se presenta como una exhibición de los logros militares en la guerra contra las drogas, la primera de las diez secciones –Historia Mundial de las Drogas– documenta fielmente la amplia variedad de sustancias psicoactivas que han existido en el país durante miles de años.

 
 

Sacerdotes indígenas y chamanes utilizaban diversos alucinógenos y estimulantes en sus prácticas religiosas, incluidas plantas, hierbas, flores, cactus, hongos, cortezas e incluso sapos. Una vitrina exhibe objetos prehispánicos relacionados con la droga, como una pipa (usada con tabaco), una figurilla hueca donde se almacenaban botones de peyote, y un cuchillo utilizado en rituales religiosos para extraer corazones latientes de las víctimas sacrificiales (tanto los sacerdotes como las víctimas solían estar en un viaje producto de una mezcla de alucinógenos y pulque). Sin embargo, un hecho que no se menciona en el museo es cómo, después de que los españoles diezmaran a la población local, destruyeran sus templos y pirámides y quemaran todos sus libros, se propusieron proscribir el consumo de todas las “drogas” asociadas a prácticas religiosas paganas. Los indígenas que continuaron proporcionando a chamanes y otros practicantes religiosos las sustancias psicoactivas tradicionales después de la conquista se convirtieron, así, en los primeros narcotraficantes de América.

 

Aunque los españoles consideraban a los indígenas mexicanos unos paganos ofuscados por las drogas, la verdad es que fueron los conquistadores quienes llevaron la mariguana a México por vez primera. Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ayudó a México a producir opio para suministrar la morfina necesaria en el tratamiento de sus soldados heridos en Vietnam. Cuando la guerra llegó a su fin, la operación mexicano-estadounidense Cóndor erradicó gran parte de los sembradíos de opio en el país mediante la utilización del peligroso Agente Naranja que había sobrado de la Guerra de Vietnam, y poco después el gobierno mexicano aprovechó su guerra contra el tráfico de opio para expulsar violentamente a gran parte de la población china del país. En aquel momento, los empresarios locales llegaron para mantener el suministro de opio a Estados Unidos, dando lugar así a los primeros cárteles de la droga mexicanos (que tampoco se mencionan en el museo).

Como puede verse en las secciones dedicadas a las Operaciones de Erradicación, aun cuando el comercio de la droga es una industria multimillonaria, los cultivadores locales que la proveen utilizan aún equipo rústico, hecho a mano (como cuchillos de madera caseros para raspar los bulbos de amapola, cascos de batería para juntar la savia, y aspersores improvisados hechos de restos de metal), para cultivar las plantas y extraer las drogas. En una elaborada instalación del museo, un campesino se sienta, con un rifle en su regazo, un cigarro en la mano y el sombrero hundido hasta los ojos y un poco de comida simple cocinada sobre una estufa rústica, dando la apariencia de un típico campesino trabajando en el sembradío. Pero en una inspección más cercana, los pertrechos de la actividad criminal se tornan visibles: están presentes un radio de onda corta, una trampa para lobos, un tablero que contiene largos clavos oxidados cubiertos de excremento humano (para infectar las heridas infligidas a soldados desprevenidos), y cables que corren a baja altura diseñados para derribar los helicópteros espías en los campos de amapola y mariguana (pintados en el muro de atrás).

Así como sucede con el cultivo de las drogas, los narcos tienden a recurrir más a la ingenuidad que a la tecnología de punta para contrabandear sus productos a través de la frontera con Estados Unidos.

 
 

Como lo atestiguan las fotografías y los objetos de la exposición, las drogas pueden ocultarse en casi cualquier cosa, incluidos diccionarios, ladrillos de concreto, comida enlatada, quesadillas, tacos y donas, muñecos, un armadillo disecado, un calentador, una tabla de surf, llantas de camión, dentro de una pintura enmarcada de la Virgen de Guadalupe, e incluso dentro del cuerpo de mujeres (una fotografía muestra bolsas de cocaína escondidas en el trasero de una mujer, mientras que un maniquí femenino muestra a una “mula” que finge estar embarazada). Para ilustrar la estrategia del ejército en la guerra contra las drogas, los detallados dioramas de dramáticos operativos incluyen pequeñas figuras de acción en vehículos blindados, helicópteros y barcos de gran velocidad que pelean contra los narcos en campos de amapola y mariguana, rociando dichos campos con pesticida (representado con finas tiras de plástico que bajan desde un helicóptero) o interceptando un gran tráiler que transporta drogas.

 

Lo que distingue a este museo de las drogas de los demás alrededor del mundo es su disposición a mostrar con detalle los esplendores de la cultura de los narcos, más que a tratarlos solo como criminales sin rostro o ignorarlos completamente (los otros museos solo exhiben objetos militares o de la policía secreta). Dentro de la sección llamada La Narcocultura, un maniquí masculino, moreno y atractivo, que lleva un sombrero y botas rancheras, además de lentes oscuros, muestra lo último en moda y accesorios narco. Hace tres años, este mismo maniquí estaba vestido con una camisa decorada con una colorida pelea de gallos, una hebilla de cinturón adornada con una hoja de cannabis, y una cadena de oro con un cráneo y huesos cruzados. El mismo maniquí detenta ahora un chaleco de piel de víbora, una camisa decorada con caballos salvajes, una hebilla de cinturón con un gallo, varios collares de oro, uno de ellos con una hoja de mariguana verde, y un teléfono celular tachonado con diamantes y bañado en oro.

Los objetos más cotizados de la colección del museo, sin embargo, son las armas. Varias vitrinas ostentan pistolas y rifles (ak-47, por supuesto) bañados en plata y oro o tachonados de diamantes, confiscados a algunos de los capos más importantes. El arma de más reciente adquisición es un cuerno de chivo confiscado al “Comandante Amarillo”, un líder de los Zetas, bañado en oro y decorado con dragones y tigres. Las exhibiciones de esta sección resultan sorprendentemente similares a las exhibiciones del Museo de Antropología.

 
 

Esto revela cómo quienes crearon el museo veían a los narcos como un grupo social legítimo, aunque marginal, con características culturales particulares dignas de estudio.

 

Para mantener a los oficiales del ejército y la policía que visitan el museo al tanto de las últimas tendencias en la cultura del consumo de drogas, la última sección está dedicada a la parafernalia de la droga. Entre todas las pipas, el papel arroz y los objetos relacionados con la mariguana y el lsd, se encuentra una copia de la enciclopédica Historia general de las drogas de Antonio Escohotado. Pese a la genial portada psicodélica, se trata más bien de una crítica bien documentada contra las guerras que, a lo largo de la historia, se han librado contra las drogas, desde los antiguos sacrificios de chivos expiatorios y las cacerías medievales de brujas, hasta la Inquisición española y la Prohibición estadounidense, pasando por la histeria de las últimas décadas contra las drogas en Estados Unidos. Este tipo de autocrítica de la guerra contra las drogas es precisamente lo que hace falta en la política del continente.

Si bien durante los últimos años solo se han hecho modificaciones menores dentro del museo, fuera de sus muros las cosas han cambiado radicalmente. Hoy, después de casi 40,000 muertes relacionadas con el narco, la percepción de la gente ha cambiado radicalmente. Dentro de México la industria cultural le debe mucho a los narcos: las películas más taquilleras, novelas, obras de arte y telenovelas, todas tratan sobre el comercio de las drogas, y las noticias locales aún se concentran principalmente en la actividad del narco. Sin embargo, muchas de esas obras culturales parecen desfasadas respecto de la realidad actual, y retratan una visión nostálgica, romántica o meramente cómica de los narcos y su entorno, una que no coincide con la masacre diaria que exige un mercado de la droga cada vez más competitivo.

La guerra entre cárteles rivales, exacerbada por el favoritismo político y la incursión del ejército en territorio de los narcos, ha transformado completamente el rostro del narcotráfico. Debido en parte a las tácticas brutales que se emplean ahora para competir con las bandas rivales, en un esfuerzo por controlar plazas y rutas de contrabando y de evitar ser detenidos por el ejército, se ha deshumanizado a los narcos en los medios de comunicación, que los presentan como carentes de cualquier personalidad particular que no esté relacionada con la violencia. Todas las sutilezas y detalles culturales que el Museo de Enervantes documentó tan cuidadosamente han sido barridos por el baño de sangre. Quizás eso explique por qué el museo no ha añadido material ni actualizado la documentación sobre la cultura del narco, ya que el único dato de interés en estos días es el conteo de cadáveres en ambos bandos de la guerra. ~

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es escritor y fotógrafo. Originario de Nueva York, vivió más de 20 años en la Ciudad de México. Es autor de Desde las entrañas (Turner, 2023) y Maneras de morir en México (Trilce, 2015), entre otros libros. Es guionista y director del largometraje Carambola (México, 2005).


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