Welles, hechicero entre comidas

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Para quienes el universo de la ficción encandila desde temprano, nada puede haber más fascinante y enigmático que la figura del mago, personaje fuera de lo común capaz de transformar la realidad en un entorno de maravilla donde no hay cabida para lo imposible. La historia de la especie nos ha dado variados portentos, pero ninguno tan extraordinario como Orson Welles, animal extinto y mitológico. Pese a las desventuras materiales relacionadas con la dirección cinematográfica, en Welles se dieron cita habilidades extraordinarias que suelen estar repartidas a lo largo del tiempo en distintas personalidades, tal es la razón por la que su obra y su figura llevan una impronta renacentista.

Los ciento un años que Welles cumpliría este mes son la ocasión para hablar de Mis almuerzos con Orson Welles (Anagrama, 2015), el volumen –editado por el periodista Peter Biskind– que reúne dos años de conversaciones entre Welles y el cineasta Henry Jaglom mientras comían en el Ma Maison en West Hollywood entre 1983 y 1985, y que habían sido grabadas en cuarenta cintas magnetofónicas. Se trata de un auténtico festín. Ni bien se han leído las primeras páginas queda clara su naturaleza de obra maestra. No solo por la forma en que está contado el libro –un diálogo inteligente en el que la lucidez, la maledicencia, la ironía y la contradicción corren por parte del entrevistado– sino por las perlas de sabiduría que salen de este Falstaff de la época del cine.

La vocación crítica de Welles es absoluta, demostrando, además de una impresionante cultura shakespeariana, una maestría incomparable en el sabroso arte de la botana: “me está desapareciendo el cuello. La ley de gravedad, ¿sabes? A Elizabeth Taylor le pasa lo mismo. ¡Se ha quedado sin cuello! Tiene las orejas a la altura de los hombros. ¡Y todavía es joven! Imagínate dónde tendrá la cara cuando tenga mi edad. ¡En el ombligo!”.

Sus opiniones sobre literatura no son menos fulminantes y genuinas, al hablar de Beckett, por ejemplo: “creo que la gente tiene razón cuando dice que es grande […] pero yo no tengo oído para sus textos. También hay música que creo que no entiendo. Sé cuando siento que algo es malo, sé cuando creo que algo es un fraude, sé cuando el emperador está desnudo. En Beckett no veo al emperador desnudo y, sin embargo, me resulta totalmente opaco”.

La suya es una vida llena de proyectos truncos; la lucha permanente de un hombre que no se toma muy en serio pero es perfectamente consciente del valor de sus creaciones (y de las limitaciones de los demás): “lo que me inquieta es que la gente dé por bueno todo el edificio: el cine, la literatura, la pintura; lo que está bien y lo que está mal solo porque otros ya han forjado un criterio”. Cuando es arbitrario, lo que ocurre casi siempre, no es menos contundente: “tampoco creo, hablando de literatura, que exista nadie de gustos tan católicos que de verdad disfrute con Joyce o con Eliot […] o con Céline”. O al hablar de las identidades colectivas: “los rusos son gente de genio en todos los aspectos. Pero, en lugar de florecer, bajo su gran revolución ese genio se marchitó, y se han vuelto literales”. Coqueto, comparte agudas infidencias: “cuando estoy en compañía de un homosexual, me vuelvo un poco homosexual. Para que se sienta cómodo”. Y, pese a ser un contumaz ingeniero de ficciones, uno tiende a creer en sus palabras, porque algo hay de verdad en sus hechizos: “para mí la posteridad es tan vulgar como el éxito. No me fío de ella. Son muchos los buenos escritores de los que ya nadie se acuerda”.

Uno de los méritos de estas conversaciones –y del trabajo de montaje de Biskind y Jaglom– está en la capacidad de poner al genio a la altura de los mortales, porque en estas páginas, como quería Montaigne, lo que se toca es a un hombre (“anoche volví a leer a Montaigne. Leí el gran pasaje donde dice algo como: ‘aunque pises con zancos, caminas con los pies; aunque te sientes en el trono más alto del mundo, te sientas con el culo’. Fue un hombre bello, muy bello”).

Si el escritor, como el cineasta, es alguien esencialmente incapacitado para decir la verdad, conviene tener presentes sus palabras: “quizá llegue el tiempo en que podamos vivir sin misterios, pero entonces habrá que preguntarse si aún es posible la poesía. Resulta muy complicado imaginar […] un mundo o un arte sin algún tipo de engaño”.

El año pasado la Universidad de Michigan dio a conocer que cuenta en su archivo con unas notas dispersas que serían acaso una suerte de autobiografía; el título que Welles había elegido para ellas no podría ser más exacto: Confesiones de un hombre orquesta.

Su trabajo como guionista, director de cine y teatro, productor, articulista y actor es una prueba de que hay temperamentos para los cuales ningún corsé es suficiente; se trata de espíritus combustibles que cambian, para bien, la forma de la materia en que se expresan. Lo mismo en el cine que en la conversación, el ensayo más sabroso es el que sucede entre comidas. ~

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