Foto: Scriptamanente, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

El multiplicador de dones. Entrevista a Luis Chitarroni

Además de autor, lector y editor, Luis Chitarroni (1958-2023) fue un conversador luminoso y exquisito, que dominó como pocos el arte de la plática inspirada. Muestra de ello esta entrevista sostenida en 2019.
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En memoria de Fernanda Colombo, desterrada luminosa.



Durante casi quince años viví a salto de mata entre México y Argentina. Y como todo temperamento interesado en los libros y sus complejos arcanos, no tardé mucho en distinguir el trazo de otras constelaciones intelectuales, inquinas fascinantes de excéntricas familias literarias (menos hipócritas que las mexicanas) e incluso obnubilarme por las vicisitudes de un campo cultural a la deriva, acostumbrado al disenso y la edición de libros a mansalva (ante las crisis económicas y materiales que los aquejan de manera estructural, en la tierra albiceleste resuelven que la solución es abocarse a la publicación de libros paganos).

Por ello, al de veras leer y empezar a comprender una tradición distinta a la mía, pronto me topé con una figura al mismo tiempo titánica y cordial que realizaba su magisterio más bien de manera subrepticia (sobre todo, de cara al mundanal ruido y su vulgaridad elemental): el nombre de ese maestro del oficio no es otro que el de Luis Chitarroni (1958-2023), fallecido hace apenas unas semanas en la ciudad de Buenos Aires, para tristeza de todo el orbe de la lengua.

Personaje recurrente de la prensa cultural argentina, conversador luminoso y exquisito, así como autor de libros extraños y barrocos, creo que su mano maestra, además de dominar como pocos el arte de la plática inspirada, se percibe en toda su generosidad en las colecciones literarias que dirigió, los escasos autores que tradujo y, sobre todo, los argentinos y extranjeros que publicó: una forma lateral e inédita de leer tan fecunda como original. Acaso por ello a un crítico tan sólido como Pablo Gianera su caso le parezca excepcional: “Luis no traficó con vanidades ni cedió a modas o facciones, y si no lo hizo no fue por principios éticos, sino por una ética superior: la virtuosa imposibilidad de hacerlo. En el primer caso, porque todos le debían –todos le debíamos– algo, pero en su generosa gratuidad el deudor era siempre él: todo lo que escribió (sin la extenuación, única manera ya de hacerlo) fue una incesante tentativa de saldar las deudas con los libros de otros”.

Chitarroni fue, junto al personaje mítico de Enrique Pezzoni –de lejos, el mejor traductor de Moby Dick al español y también de algunos de los mejores libros de Nabokov–, editor en Sudamericana en su momento de esplendor, donde publicó a autores como María Negroni, César Aira, Fogwill, Ricardo Piglia o Charlie Feiling. Pero, sobre todo, Chitarroni fue un faro y una guía en tiempos de una transformación profunda del entramado editorial en la Argentina.

Lector impenitente de aquellos, y cuyo caso recuerda con facilidad a los afanes omnímodos de José Emilio Pacheco o Carlos Monsiváis, conviene tener presente la consideración del crítico Omar Genovese: “Chitarroni construyó, sin saberlo, la faz inestable de una biblioteca universal que comenzó Borges, a sabiendas. Y en ese caos, todo azar invoca un destino amable: el insomnio por leer más allá de todo límite. Tal vez un homenaje a su lectura afanosa era el culto a la cita y el deforme recurso literario, la cita apócrifa. En ese tráfico, el buen humor, el pase de registro entre fronteras ignorantes”.

Creo que una de las privilegios efectivos de los desarraigados comprometidos es que, al fin y al cabo, entre redacciones, cabinas de radio, tertulias y librerías, uno termina por apropiarse tradiciones, inventarse recuerdos o diluirse entre referentes, personajes y circunstancias, desfigurando las improbables señas de identidad y ganando los horizontes de una lengua mestiza, compleja y expansiva: hay una arteria aorta que comunica desde la piel y las entrañas a los países hispanohablantes de América latina.

Por ello, acaso la principal lección del escéptico evangelio de Luis Chitarroni sea que no importa lo mucho que uno se desclase o el tiempo que lleve medrando como ciudadano de un país inexistente: hay un lugar para todo temperamento atribulado en el vasto vientre de la literatura, que sigue siendo un territorio compartido.

Lector extremo en un país, una ciudad y una cultura de lectores extremos, solo con su muerte he podido asumir mi propio desarraigo como algo menos alevoso, porque espíritus como el suyo apuntalan los muros de una casa compartida, gracias a sus pulimentos del lenguaje, un gusto ecuménico e incluso sus propios libros.

Y si bien Chitarroni fue autor de varias obras notables –recuerdo ahora Siluetas, Peripecias del no y Mil tazas de té– creo que su talante inconfundible y genial se muestra con mayor potencia y generosidad en su forma de leer, visible en catálogos excéntricos como el de La Bestia Equilátera, pero sobre todo en una manera dadivosa de entender y multiplicar los dones del mundo. Chitarroni, cultísimo como pocos y lector de los que desbrozan el camino hacia los confines ignotos a los que puede llegar cualquier lector sofisticado y aguerrido, fue más bien un traductor de imaginarios de una complejidad elegante y transversal: si, como dice el refrán africano, cada vez que muere un anciano arde con él una biblioteca, en el caso de Chitarroni seguiremos escuchando por mucho tiempo todavía el crepitar de la Biblioteca de Babel.

La siguiente entrevista, que le hice en la biblioteca del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) en noviembre de 2019, fue a razón de la publicación de sus clases reunidas en forma de un libro titulado Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges) y editado por el mismo museo, lugar en el que daría un curso muy en su estilo, explorando la visión de los escritores a partir de los escritores. Como prueba, quedan dos libros al respecto: La muerte de los filósofos en manos de los escritores y Los escritores de los escritores, así como la memoria reciente de un curso sobre Iris Murdoch vista por John Bailey, Penélope Fitzgerald por Frank Kermode y Virgilio Piñera por Severo Sarduy.

Era una soleada mañana, con el MALBA en obras, cuando empezamos a hablar de Juan Rodolfo Wilcock, una pasión compartida.

*

Recuerdo un número del Diario de Poesía dedicado a Wilcock, una dedicatoria de su libro Il Tempio Etrusco editado por Rizzoli en italiano, a Silvina Ocampo, que dice “Para Silvina, este libro, en tan raro castellano”.

Qué simpático; muy raro, en efecto.

Es como un traslado extraño el de él en la lengua; uno tiene la idea de que desde siempre dominaba el italiano y resulta que no, que lo aprendió de a poco y después fue un maestro consumado de la lengua.

Tú sabes muy bien que sus traducciones son buscadas y legítimas, pero no solo del inglés y el italiano al español, sino también del alemán al italiano o incluso esa genialidad que es Una pinta d’inchiostro irlandese, que es su traducción de Flann O’ Brien al italiano, en la edición de Adelphi, novela muy apreciada por Sergio Pitol.

Qué extraordinario. Recuerdo haber leído una traducción de Pitol, creo que en Planeta, de Ford Madox Ford: El buen soldado.

Extraordinaria de verdad. Hace unos años, en México, la Universidad Veracruzana editó buena parte de sus traducciones del polaco, del ruso, del italiano, del inglés y no recuerdo ahora de que otra lengua más.

Claro, Henry James, Los papeles de Aspern.

Joya absoluta. Mucho menos lograda le quedó El corazón de las tinieblas. De verdad que El buen soldado es una traducción impecable, qué novela única: la mejor novela francesa de la literatura inglesa.

La desgrabación de clases y conferencias se ha vuelto un género literario autónomo. Cuando la conversación opera como la forma líquida del ensayo, quisiera preguntarte cómo fue el proceso de concepción y articulado de este libro, al que se le notan las oscilaciones propias de una charla, muy distinto a tu fama de escritor meticuloso con la frases.

Fue un gran proceso porque de ninguna manera pensaba en un libro, me expresaba con mucha libertad. Después, cuando el museo me planteó la posibilidad de llevarlo a cabo, lo que pensé fue “qué gran error”, debería estar prohibido publicar un material tan lleno de ripios y repeticiones. Luego recordé algo al respecto de Borges –que no sé si dijo Piglia o Aira– y es que él se repite menos oralmente que por escrito. Yo empecé a notar que por más cuidado que yo pusiera sobre lo que escribo, siempre existen repeticiones o algo aún peor: pleonasmos, porque muchas cosas de las que digo no me parecen suficientemente enfáticas. Entonces, cuando empecé a leer las transcripciones que hicieron varias chicas del MALBA, noté que pese a todo el material se dejaba leer bastante bien, sobre todo porque yo tenía que ejercer un primer control, que era el de no aburrir al auditorio. Estoy de acuerdo con lo dijiste respecto a que se trata de un género autónomo, por lo que habría que ver cómo se desarrolla. También existe una oralidad del escritor, es decir, si uno oía cómo Aira hablaba sobre Copi o sobre Osvaldo Lamborghini, cuando eran todavía escritores muy secretos, lo más revelador era la vehemencia que tenía, es decir la vehemencia de personas que no eran vehementes, puesto que ni Borges ni Aira son personas enfáticas.

Es muy interesante esto que comentas, no solo porque de continuo se publican –con un énfasis especial en Argentina– libros de conversaciones, acorde con nuestros tiempos de una indistinción prácticamente absoluta entre lo público, lo privado y lo íntimo, por lo cual uno se enfrenta a determinados autores y a un pensamiento literario al que de otra manera sería muy difícil acceder. Creo que se trata de una gran herramienta.

Ahora salió un libro de una transcripción de una entrevista de Beatriz Sarlo y alguien sobre el lenguaje inclusivo.

Me parece que lo publicó Ediciones Godot; y bueno, como nota al pie, ¿qué piensas del lenguaje inclusivo?

La verdad es que no termino de tener una idea. No me parece que sea una cuestión de e o de a o de o; creo que hay que pensarlo y que necesita mayor introspección que mandarse un “chiques”, pero es un tema sobre el que habría qué meditar. Hace poco leí un artículo muy interesante de Ivonne Bordelois sobre el tema en La Nación.

Volviendo al ensayo como conversación, quisiera preguntarte por los ensayistas latinoamericanos que frecuentas o frecuentaste.

En la época en que leía mucha crítica latinoamericana había muchos escritores que hacían crítica, de los cuales muchos eran mejores haciendo eso que escribiendo ficción, como Carlos Fuentes. Recuerdo un libro suyo que a mí me encantaba, que se llamaba Casa con dos puertas.

En tu libro señalas que te parece un mal título, un título aburrido.

Puede ser, pero en realidad no sé si me parece aburrido sino que uno tiene que tener idea del refrán al que se refiere. Si ahora me emplazás no diría lo mismo, aunque sin duda lo pensé en algún momento. Por lo demás México está lleno de grandes ensayistas: García Ponce, el propio Elizondo.

¿Qué te parece Octavio Paz?

Paz es un tipo que con el paso de los años me interesa menos, si bien su libro sobre Sor Juana es extraordinario; pero también gracias a él yo leí autores que no tenía en la cabeza y que son para mí de lo mejor del siglo XX o del XXI, como Gerardo Deniz.

Es verdad que a ustedes les gusta mucho Deniz, bueno, en México también, y siendo tan bueno como es creo que parte de su mística se desvanece un poco en tiempos de Google, lo alcanzó la modernidad. Un gran poeta hermético de la era pre internet.

De cualquier manera te digo que sigue siendo hermético aunque exista Google, porque lo que tiene son lecturas muy viejas, tanto de química como de teoría de la música. Hay algo de la índole del anacronismo que linda con el fraude, porque muchas veces lo que dice es una especie de disparate. Como un ventrílocuo de otra ciencia.

Respecto a eso que Carlos Monsiváis llamaba las alusiones perdidas, que tiene que ver con una cierta idea compleja de América Latina.

Ese título me encanta, es perfecto. Me hubiera gustado encontrarlo a mí, pero el libro no logra desplegar lo que promete.

Signo inequívoco de los libros de Monsiváis y que es algo que también me pasó con tu libro, puesto que en alguna de tus clases prometes que hablarás de algo e infiero que luego se te olvida, porque no vuelves a referirte a ello. Las tengo apuntadas por acá y luego voy a preguntarte concretamente a qué te referías. Pero volviendo a las alusiones perdidas, y ya que has visto correr mucha agua debajo del puente, ¿crees que aún es posible hablar de literatura latinoamericana siendo que hay tantísimos referentes olvidados, en tiempos además donde los escritores y la gente en general se encuentran ensimismados mirándose el ombligo? ¿Qué fue lo que pasó?

Yo no sé si tiene algún sentido el día de hoy porque, en gran medida, incluso cuando di estas clases,

{{ El curso al que se refiere Chitarroni se dio en 2016 en el MALBA. El libro se editaría a finales de 2019. }}

 muchos de los nombres ya no significaban nada. Yo pensé que podía plantear ideológicamente una especie de diatriba entre García Márquez y Cabrera Infante, porque Cien años de soledad y Tres tristes tigres salieron en 1967. A Cabrera Infante, en general, nadie lo lee; pero, además, es como si el hecho de que hayan creído que era un gusano o el hecho de que él fuera un opositor de la Revolución cubana lo hubiera convertido en una especie de paria y de nombre accesorio.

Siendo un escritor tan complejo; en mi caso, mea culpa

Mea Cuba.

Mea Cuba, por lo que tardé en darle el golpe y en amigarme con él porque sus juegos de palabras siempre me fatigaron.

Algunos son bastante estúpidos.

Eso mismo pensaba, hasta que me encontré Exorcismos de esti(l)o, habiendo orbitado entre Lezama y Virgilio desde muy chamaco.

Lezama es inexpugnable y haces bien en usar la palabra orbitar. Justo recordaba hoy algo que decía Sarduy de él respecto a que se trataba de un sistema planetario. Decía que Arturo Carrera era a Sarduy lo que Sarduy era a Lezama, lo que Lezama era a Góngora y lo que Góngora era a Dios. Lo único que variaban eran las distancias, y la distancia de Dios a Góngora era casi infinita.

Me recordaste un soneto de Piñera, a la muerte de Lezama:

Por un plazo que no pude señalar
me llevas la ventaja de tu muerte:
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.

Estaba escrito. ¿Dónde? En esa mar
encrespada y terrible que es la vida.
A ti primero te cerró la herida:
mortal combate del ser y del estar.

Es tu inmortalidad haber matado
a ese que te hacía respirar
para que el otro respire eternamente

Lo hiciste con el arma Paradiso.
–Golpe maestro, jaque mate al hado–.
Ahora respira en paz. Viva tu hechizo.

Divino, me recordaste el soneto muy lindo de Sarduy donde pide la canonización de Virgilio. De cualquier manera, volviendo a tu pregunta, creo que pensar la literatura latinoamericana no tiene más sentido, es como una telenovela que se acabó. Pensá que en épocas sin internet la comunicación de la literatura latinoamericana era mucho mayor que la que hay ahora. Digo, yo no sé quién está escribiendo, de mi edad, ahora en México. Los que eran mis maestros, los de la Onda como José Agustín y el otro que cayó en cana…

¿José Revueltas o Parménides García Saldaña?

A los dos los recuerdo. Y recuerdo también haber conocido a un hijo de José Agustín, pero sobre todo recuerdo su novela Se está haciendo tarde (final en laguna).

Para volver a Latinoamérica, y aventurando una hipótesis, creo que lo que cada vez hay menos son editores, no buenos y malos, sino editores en general.

Estoy de acuerdo, y te diría además que en la mayoría de los casos no hay una sola prueba real de que los libros hayan sido leídos por alguien, porque uno podría estar en desacuerdo con el editor, sobre todo pensar algo como “qué señor anticuado”, lo que me recuerda la carta de Malcolm Lowry publicada por Tusquets a Jonathan Cape.

La verdad es que me siento como un jedi extemporáneo que visita a Yoda para preguntarle algunas tácticas para la batalla y la respuesta más sensata parece ser “la guerra ya pasó, muchacho”. Da un poco de vértigo ver lo que fueron catálogos como los de Era, Losada, Monte Ávila, Ayacucho y el mismo Fondo de Cultura Económica. Por ello, insisto ¿a qué atribuyes la pérdida de peso moral, ideológica y estética de la literatura?

Hay una frase de Valéry que lo expresa bien, y lo dijo antes de tiempo con un talante profético: “nadie quiere leer algo que no pueda escribir él mismo”. Yo adoraba a Lezama, a Cabrera Infante y a Elizondo porque los consideraba superiores; tal vez sea una idea aristocrática o estúpida de la literatura, pero ahora lo que hay es una especie de homogeneidad, lo cual no está mal, en el sentido en que uno puede pensar que la destreza verbal es una suerte de magisterio como la prestidigitación, un ejercicio retórico, pero cuando uno lee en Cabrera Infante que no se le puede echar la culpa a la retórica como si fuera la gravedad, cuando uno ve la genialidad verbal en Lezama —que es intransferible— e incluso de un escritor que no sé si te gustara, y en quien las artimañas verbales son muy visibles, como Arreola.

Me gusta mucho. Hay una definición suya que cito a menudo: “literatura es contemplar, en la sopa de pescado, los misterios del fondo marino”.

Qué maravilla. Yo recuerdo un cuento suyo que me parece mucho mejor que el de Monterroso: “La mujer que amé se ha convertido en un fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones”.

Un querido amigo hizo una canción tropical con el cuento. De cualquier manera, hablando de Arreola, quisiera preguntarte por lo que mencionas en tu libro, respecto a que Borges no habría leído bien, es decir, no habría leído completo o no entró de lleno a Juan Rulfo. Vanidad y veleidad que comparte con César Aira.

Totalmente. Vos sabés que yo estaba con César Aira, creo que en El Colegio de México, cuando leyó una ponencia contra Rulfo y a favor de Elena Garro. Yo lo que creo es que a Rulfo le pasó algo, algo muy profundo.

Creo exactamente lo mismo, y no solo de manera racional, sino es algo que se experimenta con los huesos. Además de haber tenido desde muy chico una experiencia del mundo con mucho dolor, y esto es algo que no puedo probar pero lo intuyo, Rulfo debe haber visitado en carne propia el infierno, viajó al otro lado de la noche y le arrebató unas palabras a la muerte. No me lo explico de otra manera.

Es un libro que puede parecer insuficiente o menor cuando en realidad es increíble y es por esta especie de reliquias de la muerte, raras, porque las tiene como incrustadas.

Así es, además se trata de un libro en donde el cascarón es mexicano, pero a poco que uno escarba revela su materia universal.

Es magnífico. Yo recuerdo ahora algunos de sus cuadernos, debo tener alguno, donde demuestra ser un escritor de una gran complejidad, con un sistema de lectura complejo. Qué escritor tan raro. Y con tanta autonomía.

Muy a tono con tu predilección por los excéntricos.

Mirá, yo creo que el centro de las cosas no es lo que uno aparentemente ve, entonces tienes que buscar en las inmediaciones y en los alrededores; a fin de cuentas es una de las lecciones que da Borges. Cuando yo nombraba en Inglaterra a los escritores ingleses que Borges mencionaba, nadie los reconocía; se trata de escritores borrados, de muy segunda línea. Por ello siempre tuve a su vez una sintonía con México, porque hizo que yo me interesara desde muy temprano por la traducción, porque allá editaron, recuerdo ahora, una antología que no era buena, pero sí muy interesante de analizar que se llamaba El surco y la brasa, creo que ensamblada por Marco Antonio Montes de Oca. Se trata de un libro de literatura universal traducido por mexicanos. Además, tenía un índice final que era la perdición de cualquiera, porque los nombres parecían ordenados por horóscopos.

Hay una antología que te va a interesar, que es la que le pidió Octavio Paz a Samuel Beckett.

¡La tengo! Maravillosa. Es ahí donde Beckett traduce a López Velarde, quien creo es el poeta del siglo: “Mejor será no regresar al pueblo; al edén subvertido”. ¿Vos sabes que Borges era un fanático de López Velarde?

Algo de eso vi en el Borges de Bioy.

Recuerdo una anécdota que le cuenta Paz a Gimferrer: “Me topé con Borges que me recitó unos versos de López Velarde: ‘Suave patria, vendedora de chía: quiero raptarte en la cuaresma opaca’”. ¡Qué belleza tan extraña! Y sin embargo ahí el modernismo se lo traga, lo sustrae o lo considera menor. México es especialmente rico en estos escritores raros.

Me sorprendió en tu libro la referencia a William Blake traducido por Xavier Villaurrutia.

Magníficamente. El matrimonio del cielo y el infierno. Yo tengo una vieja edición argentina, Ediciones del Mediodía. Pero volviendo a la antología de poesía mexicana que decías, ese fue un encargo a Beckett que le encomienda Maurice Bowra, un crítico inglés de Oxford, y él descubre que Beckett conocía el castellano porque lo había estudiado en el Trinity College, por eso no solo son relevantes sus traducciones de López Velarde, sino también las de sor Juana Inés.

Creo recordar que la antología empieza con ella.

Así es.

Volviendo a las promesas incumplidas de tu libro, quisiera preguntarte algo que señalas al pasar, en lo que no ahondas, cuando dices que Luis Buñuel era un enemigo de Borges, ¿a qué te refieres?

Lo dice literalmente: que odia a los ciegos y particularmente a Borges. No sé el por qué de algo tan arbitrario, pero de ahí señala su gusto por la mortadela y alguna más de esas excentricidades geniales de Buñuel. No sé si hoy se siguen aquilatando, pero para mí ver sus películas era un bautismo de liberación.

Otra cosa que me intriga mucho de la escena local y que en tu libro aparece de continuo, es su loco afán por la teoría. Creo que en toda América Latina no hay una teoría de la narrativa ni de la novela tan fuerte como en la Argentina. ¿A qué lo atribuyes y qué papel juega Macedonio Fernández en todo esto?

Uno no puede decir que sus novelas, o lo que dejó escrito, sea experimental; simplemente no va por el sendero habitual, es decir, prefiere teorizar, un poco como Paz. No le hace gracia lo que Borges llamaba el detalle circunstancial y es incapaz de inventarlo, hasta le parece inútil intentarlo. Eso es algo que se da mucho en el caso de los dos escritores señeros argentinos de los últimos años que son Aira y Piglia. Creo de algún modo –y eso más en Ricardo que en César– que hay un cierto desprecio de lo anecdótico, les parece que están para pensar en las grandes ligas, una cosa que nunca le ocurriría, por ejemplo, a Felisberto Hernández. En algún momento de Por los tiempos de Clemente Colling, quien era su maestro de piano, cuenta que Clemente solía dormir vestido, así que una mañana llega a su casa y le ve los zapatos lustradísimos y piensa “qué noche habrá tenido Clemente”, puesto que se lo imagina dando vueltas en la cama y lustrándoselos así. Esa es una visión netamente felisberteana.

Poesía de morralla y calcetín, muy en sintonía con lo que ahora hace Leo Maslíah.

Borges, por ejemplo, es voluntariamente poético, intelectualmente poético.

Probablemente por eso no sea tan buen poeta.

Claro, y cuando busca serlo es demasiado…. refinado. Como cuando dice que “el cielo tenía el rosado de la encía de los leopardos”.

Hablando del escepticismo narrativo y las grandes ideas, me hiciste pensar en los planteamientos del lenguaje burgués que señalaba Héctor Libertella, respecto a que el lenguaje literario no estaba diseñado para describir pequeñas acciones, acciones domésticas. Me parece que a la distancia, habiendo bebido y creído en esa idea, quedan muchas cosas fuera, con una directriz vagamente viril, o más bien un tanto machista, como de alguien que dice “nosotros no estamos para esas cosas”.

Héctor era un tipo extraordinario y un amigo maravilloso; estaba siempre reescribiendo lo que había escrito y cambiándolo; la verdad es que era una idea de la reescritura como teoría que no se detenía, y que solo a través de una compilación de su obra entera, como tiene proyectado Rafael Cippolini, podrá calibrarse en toda su complejidad. Héctor fue siempre disperso, todo disperso. Yo estaba en Sudamericana todavía y a mí me había dejado una cantidad de originales –¡porque además los tipeaba y agrandaba!– y me decía “dame el que te di la vez pasada” y los editaba a su vez. Sería lindísimo exponer eso.

Otra presencia interesante en tu libro es Elena Garro, una escritora fuera de serie.

Para mí nadie influyó tanto en García Márquez como ella, sobre todo en Ojos de perro azul, cuyo primer cuento se llamaba “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles”, que era horrible y que está sacado de La semana de colores.

¡Qué libro precioso!

¿Viste lo que es? “El día que fuimos perros”.

“La culpa es de los tlaxcaltecas”.

Ese lo tengo en la hermosa edición de la Veracruzana.

¿Esos libros llegaban acá?

Siempre he sido un bicho de librerías de viejo, así me he encontrado, más de una vez, libros dedicados por Lezama Lima en ediciones habaneras como Analecta del reloj; cosas raras que además no te costaban nadan porque nadie le daba bola a que estuvieran firmados o no descifraban lo que decía Lezama Lima.

Así me encontré en la calle Corrientes De Alemania, de Ulises Carrión.

Los amigos mexicanos de Tumbona Ediciones me regalaron una edición sobre temas de la televisión mexicana, sobre boleros. Recuerdo que la primera vez que leí a Ulises Carrión no fue en Vuelta, sino en Plural. Eran una especie de aforismos muy delicados. Decía algo así como que, al final de cuentas, ordenar los libros en la biblioteca por colores quiere decir que los libros tienen colores. Mallarmeano. Como un abanico hecho de plumas de distintas aves.

Otra consideración de tu libro es respecto a Salvador Elizondo, puesto que dices que ahora una novela como Farabeuf te parece aburrida. ¿Qué crees que cambió en estos años para que eso sucediera?

El hipogeo secreto me parece mucho mejor y también los libros de cuentos. En Farabeuf a lo mejor pasó algo que tiene qué ver con cierto desencanto que me produjo Cortázar. En Farabeuf aparece una foto; tiempo después me encontré en una casa que alquilaba el manual de Farabeuf, magnífico, con ilustraciones increíbles de los cortes quirúrgicos. En Elizondo me gustaban mucho sus libros de cuentos. Más tarde lo leí como traductor de De Quincey y de Hopkins. Y de Joyce.

Sí te parece, y ya para cerrar la entrevista, yo te digo un nombre y tú me dices lo primero que se te venga a la cabeza.

Seguramente será una estupidez.

Es lo de menos. Carlos Fuentes.

Casa con dos puertas.

Olga Orozco.

Gran autora con una boca enorme. Para comerse el mundo.

Elena Garro.

Genial. La nostalgia eterna de no haber llegado a conocerla.

Sara Gallardo.

Gran escritora argentina.

Héctor Murena.

Nunca lo leí lo suficiente. Y sus ensayos los leí demasiado tarde como para que me hablaran de manera directa.

Silvina Ocampo.

Una grande. Una genia. El Borges de Wilcock.

Ivy Compton-Burnett.

Una grande que agotó su recurso. Escribió once veces novelas iguales. La primera, que nunca leí, es la única que dicen que es distinta.

Charlie Feiling.

Mi gran amigo. Un gran poeta y un gran narrador.

Fernando Pessoa.

Borges ni lo menciona y Bioy cree que es un fraude. Yo creo que ellos no leyeron –estaba muy poco traducido– al más grande poeta del siglo XX. ~

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