Penelope Fitzgerald: lo cierto y lo inventado

La obra de Penelope Fitzgerald está llena de imprentas, librerías y barcos a la deriva. Sabía que cada oficio encierra una historia y que la belleza del fracaso es un tema literario inagotable.
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En octubre de 1952, a los 35 años, la escritora Penelope Fitzgerald zarpó desde Inglaterra a bordo del Queen Mary rumbo a México para visitar a dos ancianas que vivían en Saltillo. Se llevó con ella a su hijo Valpy, que por entonces tenía cinco años, y estaba embarazada de tres meses de quien sería su hija Maria. Su otra hija, Tina, se quedó con los abuelos paternos. Fitzgerald emprendió este viaje con el propósito de que las dos mujeres a las que iba a visitar le dejaran su herencia a Valpy, el niño que cruzaba el océano a su lado, basándose en algunas insinuaciones que ellas mismas le habían hecho por carta. O, al menos, eso fue lo que Fitzgerald creyó deducir de las explicaciones y noticias que le habían ido enviando.

Fueron los dos hasta Liverpool y allí embarcaron con destino a Estados Unidos, como consta en la lista de pasajeros del Queen Mary, donde aparecen los nombres de ambos. Hermione Lee cuenta en su biografía sobre la autora (Chatto & Windus, 2013) que llegaron a Nueva York en otoño y que se alojaron en el número 36 de Amherst Road, en Port Washington, donde por entonces vivía un reportero de la nbc, John McBain, que había trabajado en la bbc durante la guerra y sería uno de los modelos para el personaje del reportero americano que aparece en la novela de Fitzgerald Voces humanas (1980). Allí se quedaron madre e hijo durante unas semanas, y en noviembre viajaron en un autobús Greyhound atravesando San Antonio, Texas, hasta Saltillo.

Las dos ancianas a las que iban a conocer vivían cómodamente en la finca de su propiedad, en una casa grande de estilo francés, de techos altísimos, rodeada de nogales y siempre cerrada, sumida en una semioscuridad constante. Su ansiado patrimonio procedía de los ingresos que les proporcionaba una antigua mina de plata perteneciente a la familia. Eran cuñadas, habían vivido siempre allí, desde niñas, y en el momento en que se produjo el viaje de Fitzgerald estaban solas en el mundo ya que todos sus parientes de Irlanda habían muerto. Existía entre ellas y la escritora una relación epistolar iniciada hacía tiempo, y Fitzgerald decidió presentarse en sus tierras con la esperanza de mejorar la situación económica de su propia familia, ya que pensaba que las mujeres se encariñarían con el niño y le dejarían a él toda su fortuna.

Lo que descubrió a su llegada fue que las dos se dedicaban a beber a solas en su mansión, y que así dejaban pasar los días, matándose lentamente a base de alcohol, con breves periodos de lucidez que duraban un par de horas por las mañanas y que ellas ocupaban en recibir a las visitas. Era también entonces cuando se presentaba en la casa el capataz de la mina, así como todos los interesados en la riqueza de las ancianas: allegados y vecinos que no miraban con buenos ojos a la escritora y que estaban deseando librarse tanto de ella como de su hijo.

Siempre me ha llamado la atención esta anécdota de la vida de Penelope Fitzgerald (Lincoln, 1916-Londres, 2000). He leído todo lo que he encontrado sobre ella, me he documentado incluso sobre cómo era el día a día en los barcos que realizaban los viajes transoceánicos de la época, y durante un tiempo acaricié la idea de escribir una novela corta basándome en este asunto. Me admiran la decisión y el arrojo de una mujer que emprendió semejante travesía acompañada de un niño pequeño en dirección a un lugar que no conocía y en el que no la iban a querer. Como me contaba Terence Dooley (yerno y albacea literario de Penelope Fitzgerald) en uno de los múltiples correos que forman parte de la correspondencia mantenida a lo largo de años, ella había localizado su ubicación en un mapa: “there’s the ring round Saltillo in Penelope’s old atlas”. Ese círculo en torno al pueblo de Saltillo dibujado por ella en su atlas es la imagen primera, el germen de su proyecto.

Un proyecto que tenía un doble objetivo: por un lado, más biográfico, el mencionado de obtener el legado para su hijo, algo que no llegó a producirse jamás; y, por otro, un propósito más literario consistente en llevar a cabo una investigación sobre el terreno acerca de un tema que le interesaba enormemente: la pintura y la cultura mexicanas. Temas que trataría en un extenso ensayo para la revista World Review que, con carácter mensual, publicaban desde el año 1950 ella y su marido, Desmond Fitzgerald.

A pesar de haber nacido en el seno de una familia de intelectuales y pensadores, y de haber manifestado de manera muy temprana su intención de dedicarse a la literatura, Penelope Fitzgerald no había publicado aún ningún libro cuando realizó este viaje a México. Su primera obra (una biografía del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones) vio la luz en 1975, cuando la escritora estaba a punto de cumplir 59 años, y su primera novela, El niño de oro, es de 1977. Sí que había fundado en 1950 la revista World Review con su marido, y con él la dirigió y coordinó hasta 1953, con la voluntad de publicar artículos centrados en los temas que más les interesaban, la política, el arte, la arquitectura, pero también con la ambición de dar a conocer lo mejor de la literatura de su tiempo, no solo inglesa, sino también de otras partes de Europa, además de América. Contaron con textos de T. S. Eliot, André Malraux, Rebecca West, Stephen Spender, Eudora Welty, Henry Miller, J. D. Salinger, Norman Mailer… Y fue precisamente en el último lanzamiento de la revista, en el número de abril-mayo publicado en la primavera de 1953, en el que aparecería el ensayo escrito por Penelope Fitzgerald tras su viaje a México: “From the golden land: A study of Mexican art and history”.

El ensayo se divide en varios apartados (las culturas precolombinas, el arte popular, la cultura mexicana del momento, el muralismo, entre otros), y se centra en la historia de México a través del arte, con menciones a Rivera, a Siqueiros, al Dr. Atl… Aparece ilustrado con fotografías y gráficos, y en él se habla de los lugares por los que la autora sintió un interés especial y que visitó (“una ciudad a la que se puede llegar en autobús desde Mérida”, el Templo de Quetzalcóatl, Metepec…). Resulta interesante analizar cómo relaciona las expresiones artísticas de la Revolución mexicana con los propósitos de William Morris y su movimiento Arts and Crafts, fusionando de alguna manera ambas culturas. Ciertamente, uno de sus principales referentes ideológicos fue el diseñador, poeta y novelista William Morris, que alabó y defendió las virtudes de la labor artesanal, y puede verificarse la atención que Fitzgerald le dedica a los distintos oficios en sus novelas: en El inicio de la primavera resultan esenciales las descripciones que hace de la imprenta de Frank Reid y el proceso de la impresión manual, como también sucede en La librería con el oficio del libro y en A la deriva con el arte de mantener a flote un barco.

El matrimonio se vio forzado a cerrar la World Review debido a las pocas ventas y a la complicadísima situación económica en que se encontraba la familia. Aunque muchos de los libros y fotografías de la escritora se perdieron en junio de 1963 como consecuencia del hundimiento de la barcaza Grace, situada en el Támesis, donde vivieron los Fitzgerald durante dos años, tiempo después, en 2018, la Biblioteca Británica adquirió gran parte de sus documentos, incluyendo las libretas, bocetos de novelas y diarios que no habían sido enviados previamente por la propia Fitzgerald al Centro Harry Ransom de la Universidad de Texas, en Austin. A dicho centro la autora mandó gran parte de sus originales y manuscritos en 1989, y posteriormente llegaron a este mismo lugar más textos de diversa índole. Pero es en la Biblioteca Británica donde se encuentran los ejemplares que se fueron publicando de la World Review, además del manuscrito de El niño de oro, que, como se ha apuntado, fue la primera novela publicada por Fitzgerald. También cartas de familiares y amigos, poemas ilustrados, el material que empleó para escribir la magnífica biografía de los hermanos Knox (su padre y sus tíos) y algunas fotocopias de parte de lo depositado en Texas.

Fruto de este viaje a México, que no solo implicaría un desplazamiento físico en busca de una herencia, sino que tendría también, como vemos, derivaciones literarias, emocionales y lingüísticas (Fitzgerald fue una enamorada del español toda su vida, y tanto ella como su hijo Valpy asistieron a cursos de lengua española durante años), aparecieron dos textos más: el relato “Our lives are only lent to us”, que se incluyó en su libro The means of escape, y el muy interesante artículo “Following the plot”, que se puede leer en la London Review of Books del 21 de febrero de 1980, en el que Fitzgerald hace referencia a la técnica de mezclar en una misma trama hechos e imaginación, lo cierto y lo inventado. En el artículo, tras aportar unas pocas pistas acerca de su viaje a México (a un lugar que aquí presenta bajo el nombre de Fonseca), interrumpe la narración al descubrirse con “la impresión de estar haciendo ficción de la ficción”, y plantea una reflexión acerca de la relevancia y el alcance del argumento y lo traicionero de la realidad. Uno de los datos que da en estos primeros párrafos de “Following the plot” es el de que las dos mujeres a las que fue a visitar con su hijo se apellidaban Delaney. No obstante, como decimos, es conocida su tendencia a cambiar las referencias reales tanto en sus novelas más autobiográficas –La librería (1978), A la deriva (1979), Voces humanas (1980) y La escuela de Freddie (1982)– como en sus entrevistas. De modo que es más que probable que no fuera ese el apellido de las hermanas. Fitzgerald era muy aficionada a jugar con lo real en sus narraciones y, por ejemplo, en A la deriva cambia los nombres de sus propias hijas, Tina y Maria, por los nombres de Tilda y Martha, hijas de Nenna, protagonista de la novela. Nunca daba demasiadas explicaciones en sus obras porque consideraba que hacerlo constituía un insulto para sus lectores, pero conocía a sus personajes a la perfección y recopilaba detalles, fechas y anécdotas de cada uno de ellos, tanto de los históricos como de los ficticios. Así, para escribir La flor azul (1995), centrada en la vida del poeta alemán Novalis, pasó tres años documentándose, leyendo, visitando librerías y bibliotecas. En cualquier caso, y continuando con la técnica que tanto marcaría su estilo, esa manera de fusionar lo real y lo fabulado, en “Following the plot” da algún dato más acerca de su viaje. Se quedó en Saltillo con su hijo cerca de dos meses, hasta que en enero del año siguiente decidió irse al constatar que no desaparecía del ambiente el desprecio que les habían mostrado desde el principio. En la casa se les empezó a acusar de todo lo que sucedía, e iniciaron el regreso en un autobús de larga distancia hasta Nueva York, desde donde se trasladaron a Halifax para embarcar en el Franconia y llegar a Liverpool el 26 del mismo mes, justo cuando Tina cumplía tres años. Poco más de diez semanas después nacía Maria, la nueva hija del matrimonio. A las hermanas de Saltillo se habían ido acercando otros oportunistas que aspiraban, como ella misma, a su dinero, y madre e hijo tuvieron que recoger sus cosas e irse. No se llevaron la herencia, pero sí la impresión de que todo el mundo los odiaba. Como diría Fitzgerald, se habían convertido en los personajes de su propio cuento. ~

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(Madrid, 1971) es narradora y traductora. En 2019 publicó Las efímeras (Galaxia Gutenberg).


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