Alberto Olmos
Irene y el aire
Barcelona, Seix Barral, 2020, 186 pp.
“Nacer, sin embargo, no suele propiciar la palabra. Se diría que nacemos ya narrados, con poco que decir, y por eso nacer es apenas un paréntesis –medio paréntesis, de hecho– en las biografías de las enciclopedias. Nadie sabe si Dostoievski fue fruto de un parto complicado o veloz, si Nina Simone precisó cesárea para asomarse al mundo”, escribe Alberto Olmos en Irene y el aire, un libro sobre el nacimiento de su primera hija. Con ese bebé van a nacer también los padres, y de eso trata este libro, de cómo el nacimiento de los hijos transforma a los progenitores en otros, en personas que ya no tendrán miedo por ellas mismas.
Es de lo que se da cuenta Olmos en el último capítulo del libro y luego pone en práctica en el epílogo: arrulla a su bebé recién nacido mientras le canta una canción de un tren, lo primero que le viene a la cabeza para calmar el llanto de su hija. Empiezo desvelando que acaba todo bien, que la niña nace, al fin, sana y salva, dentro del trauma que es nacer y atravesar esos treinta centímetros de entrañas, como dice Olmos, porque así mientras se lee uno puede concentrarse en las palabras, sabiendo que la historia que está leyendo va a acabar bien. Es algo que hacía también Valérie Donzelli en su estupenda Declaración de guerra: dejar claro al principio de la película que el niño que enferma sobrevive. Además, en el caso de Olmos, se dice en la contraportada y se sabe si se ha leído alguna de las entrevistas que le han hecho al autor recientemente. Quiero decir que no estoy haciendo un spoiler.
Irene y el aire es el relato del nacimiento de la primera hija de Alberto Olmos, pero empieza con la última fiesta a la que asisten los futuros padres: una fiesta en la que son ya fantasmas porque la enorme tripa de su novia, Eugenia, anuncia que pronto dejarán de poder ir a fiestas y anuncia de manera ostentosa que el sexo, esa cosa divertida y sucia, tiene consecuencias. Una embarazada es una mujer que ha follado: “Es como si la embarazada no se callara las cosas que hacen de la noche una promesa deliciosa.” El libro tiene dos partes, que difieren tanto de tono que podrían ser dos obras distintas. La primera parte tiene nueve capítulos, pero no es el relato cronológico de los nueve meses de embarazo, sino que funciona como un prólogo en el que se presenta a la pareja antes de los hijos, antes de la paternidad. Ikea, mudanzas, un coche prestado, cursos de preparto, traslado de expediente para parir en un hospital público que respete el parto; el nuevo vocabulario que lo invade todo: piel con piel, colecho, maniobra de Kristeller; decisiones que hay que tomar y que se creen definitivas sobre el tipo de padres que serán: chupete sí, chupete no; epidural sí o no.
Esa primera parte es una comedia, a pesar del protagonista, tímido y con opiniones razonadas aunque casi siempre acaba cediendo. “En Ikea siempre estaba pagando uno un poco más”, dice en medio de un episodio entre cómico y desasosegante. En esa primera parte, Olmos trabaja un costumbrismo renovado, especialmente dotado para señalar las contradicciones, sobre todo las propias, por ejemplo, elegir en qué hospital parir: “Durante meses di por hecho que pariríamos en el hospital que nos tocaba, como habían hecho todas mis amigas durante años. De hecho, acudir al hospital que te toca, como llevar a tus hijos al colegio que les corresponde, era para mí la única muestra verdadera de confianza en la democracia.”
En esta primera parte también se ponen las semillas para que la segunda parte sea trepidante y conmovedora: alguien que les cuenta que el bebé puede morir en la tripa, las señales de alarma que les explica la matrona (sangre), y la muerte que aparece como una sombra: “La paternidad siempre implica que alguien tiene que morir. […] El padre o la madre no pueden ver morir a su hijo. Ser padre implica eso: morir antes; morir.”
La segunda parte del libro es el relato del parto, lleno de sobresaltos y malos presagios que, afortunadamente, no se cumplen. El ritmo se acelera aquí, empieza la acción y la novela pierde casi todos los toques de comedia: ya no hace gracia la torpeza de la pareja, que no acude al hospital sino al centro de salud, donde antes había risas empieza a crecer la angustia. Pero esta es una historia que acaba bien. Hay un truco, eso sí: esto que cuenta se lo han contado ya muchas veces, y él lo tiene escrito en un cuaderno “de tapas blandas y rojas” en el que escribieron “lo que nos sucedió el 26 de febrero, quizá tres o cuatro o seis meses después, cuando nos dimos cuenta de que no queríamos olvidar lo que habíamos vivido aquel día”.
El cuaderno está debajo de la carpeta donde archiva las declaraciones de la renta, dice. “La letra es mía, y la tinta, azul. Veo mi menuda caligrafía cubrir varias páginas, siempre impares. Las líneas obedecen a cierta tendencia ascendente y nunca concluyen en punto, sino en el rabito demasiado largo de la última letra”, pero no está hablando solo de su caligrafía, está hablando del estado de ánimo en que escribió eso.
Olmos, ahora en el papel de testigo privilegiado, demuestra su versatilidad y su capacidad para provocar emociones en el lector, al mismo tiempo que mira a su yo pasado con cierta ternura. Al incorporar el material escrito, entronca con todos esos libros que cuentan, además de la trama, cómo se han hecho. Todo cobra sentido y vuelo cuando la niña sale y está bien y respira; no importa que haya que operar a la madre: “Yo no sentía preocupación y la cara de Eugenia mostraba una enorme serenidad. No íbamos a despilfarrar el miedo nunca más en nosotros mismos, lo guardábamos para el futuro.” Irene y el aire es un libro cuyo final es el principio de una nueva vida desconocida e incierta: la de la niña que nace, pero también la de la pareja convertida en otra cosa ya, en padres. Hay algo universal en esa inocencia y en esa apuesta en el futuro, quizá por eso sea tan emocionante. ~
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).