Breve historia de la cháchara

Al caminar por los mercados de pulgas, es inevitable descubrir un diagnóstico de nuestras aversiones y agrados.
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En un episodio de Seinfeld, Jerry se burla de George por creer que en los mercados de pulgas venden, en efecto, pulgas. De acuerdo con el libro Flea markets in Europe, es difícil rastrear el origen del nombre: algunos los llamaban también “mercados de piojos”, pero suponen que se originó en París durante la segunda mitad del siglo XIX. Tal vez porque su diseminación avanzó tan rápido como una plaga o porque el movimiento debía de verse semejante al caminar veloz de estos animales, a los mercaderes los llamaban puciers (pulgas) y los lugares en los que vendían eran los marché aux puces (mercado de pulgas).

Aunque, según este libro, el nombre aparentemente no tenía nada que ver con la suciedad asociada a las pulgas y era más bien un prejuicio proveniente de la clase media parisina, George Costanza no estaba tan lejos de la verdad. Cuando en otro episodio aparece con un sombrero usado que consigue a precio de ganga, nadie le advierte que comprar cualquier cosa de segunda mano merece una lavada previa o, al menos, una inspección meticulosa.

Si se busca qué es una paca, los primeros resultados arrojan artículos indistintos sobre su origen y significado. Una parte proviene de outlets o saldos de Estados Unidos o Europa, aunque en algunos lugares se le llame “feria americana” sin importar su procedencia. Otro tanto sale de donaciones mediadas por organizaciones no gubernamentales de todo el mundo, como el Ejército de Salvación. El resto son dádivas particulares que terminan allí por diversos motivos: porque dejaron de ser tendencia –pero, en el mejor de los casos, aún hay algo rescatable en ellas–, porque la talla de sus dueños cambió o porque hay quien encuentra en las donaciones una alternativa bienintencionada al basurero. De esta forma, la ropa se clasifica igual que el ciclo de vida en el clóset de muchas personas: primero ropa de calle, luego pijama, hábito para trapear y finalmente trapo de sacudir. Lo más nuevo conserva la etiqueta original, mientras que los jirones se rematan varios por un peso.

Así como decir ropa vintage borra toda la carga semántica de la paca, “mercado de pulgas” conlleva el problema onomástico de ser una mala traducción al español. Supongo que esto se debe a que aquí se llaman simplemente “mercado” o “tianguis”, y es la evidencia empírica la que determina si se trata de un bazar de comida, fayuca o cosas usadas, aunque en ocasiones puedan convivir las tres. Existen algunas denominaciones locales para hablar de estos lugares, como las chácharas o los fierros viejos, y algunos en el nombre sugieren su giro comercial, como el Trocadero en Guadalajara, que remite al trueque. El mismo libro apunta que este tipo de mercados suelen situarse en “entornos pintorescos”, imagino que porque se limita al referente europeo. Cuando escribí un libro sobre los mercados de pulgas, dejé afuera varios a los que nunca fui, básicamente porque no se trataba de entornos pintorescos sino de zonas marginales en las que tendría que atravesar la ciudad para llegar. Incluso los mercados más céntricos, como el de Portales o la Lagunilla, son conocidos por su mala fama pese a su actual atractivo turístico.

Ropa no es lo único que se vende en un mercado de segunda mano. Quien afina la vista distingue, según sea el caso, una caja con pelotas de golf, tubas abolladas, varias pieles que algún taxidermista inepto diseccionó con prisa o vajillas con caras perrunas. Pepenar un puesto exige abandonar la visión periférica y concentrarse en los detalles para encontrar objetos cada vez más raros. Al caminar por ellos es inevitable descubrir un diagnóstico de nuestras aversiones y agrados. El ferromodelista divisa un vagón miniatura y el fetichista equino una taza en forma de pezuña.

Aunque es bien conocido el funcionamiento de los mercados, lo supe de primera mano cuando incursioné en la venta de cosas viejas durante un fin de semana, tras mi fracaso comercial en una venta de garage solitaria. Fue una experiencia compartida con varios de mis amigos, víctimas como yo del sueño americano que prometían las series televisivas. Aquellos que se ubicaban cerca de la vida civilizada habitaban departamentos poco aptos para vender cualquier cosa y quienes vivíamos en una casa estábamos lejos de cualquier trajín medianamente importante. Necesitábamos reubicarnos en un lugar con lo mejor de ambos escenarios: espacio para disponer nuestras cosas y compradores potenciales. Una exploración del mercado de Apatlaco nos reveló que, a cambio de madrugar y pagar una módica suma, seríamos los orgullosos poseedores por todo un día de un pedazo de tianguis. No era el jardín espacioso que imaginábamos, sino una porción de banqueta, un rectángulo de cemento de dos metros de largo por uno de ancho en el que plantillas para los pies un poco usadas, una flauta escolar con restos fosilizados de baba y cuadros aptos para la sala de espera de cualquier dentista encontrarían nuevos dueños.

De acuerdo con Philipp Blom en El coleccionista apasionado, el entusiasmo por chacharear –ya sea comprar, vender o simplemente mirar– data de varios siglos atrás. En pleno furor renacentista, los eruditos laicos aceptaron que ya no bastaba con sentarse a estudiar tras el escritorio de un monasterio y recorrían los mercados en busca de nuevos hallazgos. Muchos nobles europeos se consideraban los sucesores de Aristóteles o Plinio y comenzaron a coleccionar ejemplares de todo tipo. Hubo un gran entusiasmo por las especies exóticas vivas y muertas. Dado que la distinción entre lo mítico y lo real no existía, los troncos con formas antropomorfas, las conchas marinas y algunos picos de aves convivieron junto a huesos de dragón, cuernos de unicornio o manos de sirenas. En la misma sintonía, lo sacro y lo laico compartían espacio, y las astillas de la cruz de Cristo habitaron junto a diferentes tipos de escarabajos. Las colecciones se convirtieron en motores de secularización y fuentes de conocimiento sobre la naturaleza animal, vegetal y mineral que no dependían del clero. Antes de esto, el coleccionismo estaba limitado a objetos lujosos y bellos para reforzar la riqueza y el poder de sus dueños. Los mercados significaron un cambio de paradigma: se dejó de buscar lo bello para apreciar lo grotesco, lo raro y lo insignificante. Quizá esta estampa explique por qué seguimos yendo a estos aparentes botaderos de desperdicios: por el afán de buscar, en lo ajeno, nuevos motivos de asombro. ~

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(Ciudad de México, 1992)
es investigadora de literatura mexicana
y ensayista. Este año obtuvo el Premio
Nacional de Ensayo Joven José Luis
Martínez con el libro Los relingos, de
próxima aparición en el FCE.


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