Me pregunto cómo sería Ann Lear, la hermana mayor de Edward Lear, que tuvo que llevárselo de casa de sus padres, cuando ella tenía veintiséis años y él cuatro, porque eran tantos hermanos que los padres no podían hacerse cargo de todos.
Ella fue quien educó al maravilloso dibujante y poeta.
En la National Portrait Gallery hay un retrato suyo, una miniatura de acuarela sobre marfil desde la que nos mira con una sonrisa un poco desmayada.
No, no nos mira. Me he dejado llevar por una frase hecha sin fijarme bien en lo que tenía delante. Con el ojo derecho podría estar mirándonos. El ojo izquierdo mira más bien al infinito, que encuentra en el punto donde se pierden los pensamientos. Ahora la sonrisa la veo algo triste. ¡Los ojos azules!
Viste a la moda de la época (a juzgar por otros cuadros de la época). El museo data el retrato en 1830. Un vestido oscuro, un pañuelo de encaje sujeto por un broche y una especie de toquilla, también con encajes, sobre la cabeza. Raya en medio y un tirabuzón a cada lado. ¡El pelo castaño!
La moda de la época: reconozco esas tocas de haberlas visto en los limericks de Edward. Tocas como la de Ann y también una especie de capotas que llevan las mujeres de sus ilustraciones, ¡las tocadas mujeres de Edward! A veces salen pescando carpas mientras tocan el arpa, o defendiéndose de un toro con un matamoscas, o metiendo a su marido en el horno, o…
Si la datación es correcta, Ann tenía treinta y nueve años cuando le hicieron el retrato. Por supuesto parece mayor. Hace doscientos años esa era una edad de vieja. Edward tendría entonces diecisiete y, para ganarse la vida como pintor de la naturaleza, estaba empezando a pintar los loros que le darían su primera fama −aunque no su primer millón−, copiados del natural en el zoo de Londres y en la colección del Earl de Derby, su tocayo Edward Smith-Stanley, que, por lo que leo, en cuanto heredó el título dejó la política y se dedicó a alojar (¿recoger? ¿acumular? ¿asilar?) animales de toda clase en Knowsley Hall, su casa solariega, lo que a mí personalmente me suena mucho más divertido que pasar la mañana en la Cámara de los Lores, aunque bien es verdad que la vida en el campo a veces asfixia y que convivir con mil quinientos animales puede resultar exigente. A los biznietos del Earl está dedicado The book of nonsense.
Los loros y otros pájaros que pintó Edward Lear son de una gran viveza y de una belleza conmovedora1 como resultan no pocas veces las ilustraciones abordadas con ánimo meramente científico, y por un lado sorprende, pero por otro no, que hayan sido los antecesores de los dibujos disparatados que el artista haría luego para acompañar sus rimas extravagantes. Muchos elementos de nuestra vida son así, y sin darle muchas vueltas me vienen a la cabeza las fotos de muchos escritores que en la década de 1950 aparecen con corbata y raya al lado y que a finales de los sesenta acabaron con el pelo largo y con ropa de colores. Sin ir más lejos, los Beatles, que al verlos nadie estaba seguro del todo de si venían de la Cámara de los Lores. O también ayuda pensar cómo en las pinturas de árboles del primer Mondrian estaban ya los ángulos rectos y los recuadros de colores parchís. Pero había que pasar por los árboles, cruzar ese bosque.
Yo ensayo ahora un limerick: “Hubo un fantástico escritor inglés / que miraba el mundo al revés. / Creció con su hermana, / que se llamaba Ana. / ¡El mejor pintaletras inglés!”
Lo más difícil es reproducir el ritmo con este idioma que tenemos de abundantes sílabas. Pero mientras recuerdo a toda esta gente me olvido de Ann, que yo quería que fuese la protagonista, y la tengo ahí esperando con la mirada perdida y la toca en la cabeza. No he abordado esta serie para encontrar a la panda más rara e inconcebible, sino para dar con personas que, a pesar de ser un poco laterales y desconocidas o de haberse quedado desvaídas por el paso del tiempo, hicieron o vieron algo interesante, pero precisamente el obstáculo es que su condición algo marginal conlleva que quede muy poca información sobre su vida, o que esté aún muy dispersa. De Ann apenas he encontrado que murió a los setenta y cinco años, y que era “igual a su hermano salvo en los anteojos”, como leo en la introducción de Lady Constance Strachey, tía segunda de Lytton Strachey (que por cierto en el retrato que le hizo Dora Carrington parece él mismo el protagonista de un limerick de Lear), a su edición de la correspondencia de Edward. En ese volumen he buscado cartas entre los dos hermanos, pero no hay ninguna. Sí doy con un par de referencias en los archivos de la Universidad de Yale, dos cartas enviadas por él a ella, que no están digitalizadas pero sí descritas, una desde Suez y otra desde el Líbano, en la que menciona sus planes de saltar a Corfú. En ellas le cuenta lo que ve, se intuye que de manera a veces graciosa, además de adornar la carta con dibujos de camellos (quizá las palabras sean los adornos a los dibujos), pero es difícil extraer de una carta la personalidad de su receptor, al menos, y aparentemente, más difícil que la de su emisor. Y aun así intento recibir de cualquier huella un atisbo de la personalidad de esa mujer, que no sé con qué ánimo acometió el cuidado de su hermano ni qué renuncias afrontó por hacerlo, pero que educó a un artista deslumbrante de personalidad única, a uno de mis preferidos. Me pregunto si ella dibujaría también, y cómo vería el mundo. ~
- Conmovedora porque ¿de verdad en este mundo en el que vivimos existen cosas tan bellas? ↩︎