Antropoceno: 1492

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Es la época en que vivimos. Es cultura popular. Es buenísima idea. Es un concepto redundante. Es ciencia. Es política, sobre todo, política.

Vayamos a algunos números: la palabra superstring (supercuerda) aparece en la revista Nature en 1985 y desde entonces lo hace con una frecuencia de 3.75 veces por año; “Anthropocene” hace su salto a la fama en 2002 justo en la misma publicación y, en menos de una década y media, ha alcanzado una frecuencia anual de 12.87. En Google Scholar: 46,000 entradas, pero entre 1980 y 2001 solo fueron 864. ¿Podemos decir que “antropoceno” es un término que se ha consolidado en la comunidad académica a pesar de su reciente aparición?

Sí. Sin embargo, su consolidación ha traído un debate mucho más grande de lo que suelen conllevar la mayoría de los términos científicos. Tal vez se trate de una controversia que no se veía desde el siglo XIX, con los conceptos acuñados por Darwin y Charles Lyell. Y, de cierto, es la mayor discusión en la que toma parte la estratigrafía, el estudio e interpretación de las rocas estratificadas, desde que los Álvarez postularon que un meteorito acabó con los dinosaurios.

En palabras llanas, antropoceno se define como la época en que el impacto causado por los seres humanos en el planeta adquiere la magnitud de una fuerza geológica. Es decir, una fuerza capaz de modificar tanto el paisaje como los ciclos biogeoquímicos, la distribución y abundancia de las especies (y su extinción), la composición atmosférica, las corrientes marinas, etcétera, dejando un rastro claramente identificable: el plástico, la capa de concreto, el aumento en la concentración de CO2, la acidez de los océanos, el polen y las excreciones de especies introducidas en todos los continentes (el maíz, el trigo, el ganado…). A primera vista parece que el concepto queda claro, pero, si lo piensa un poco, verá que no lo es tanto.

En la arena meramente científica el debate se ha dado entre el bando de los geólogos y estratígrafos y el bando de los científicos que estudian desde otras áreas el calentamiento global. Los primeros (como Whitney Autin y John Holbrook) han dicho, en resumen, que si bien el término tiene ventajas evidentes desde el punto de vista social, también es necesario seguir los procedimientos propios de la ciencia para fechar su inicio, establecer los criterios –si los hay– para definirlo y encontrar eso que llaman el golden spike o “clavo dorado”, el sitio y el punto donde se establece sin lugar a dudas el cambio de época geológica. En el caso de la extinción de los dinosaurios, por ejemplo, tuvieron que pasar varios años entre la formulación de la hipótesis de los Álvarez, el análisis de los estratos de Gubbio (Italia), el hallazgo del cráter de Chicxulub y el acuerdo de que el golden spike estaría en El Kef, Túnez.

En respuesta, el bando de científicos que estudian el calentamiento global (como Paul J. Crutzen, quien diera fama al término y antes ganara el Nobel de Química junto con Mario Molina y Sherwood Rowland por su estudio sobre el adelgazamiento de la capa de ozono) ha aportado toda una serie de criterios sobre cómo y dónde se puede buscar este cambio. Pero es justo aquí, en el criterio que se prefiere para buscar, donde el debate se va volviendo político.

Se ha propuesto: a) el antropoceno es igual al holoceno (William Ruddiman), ya sea por el impacto de la agricultura o por la extinción de la megafauna hace unos once mil años, desde entonces la humanidad y los prístinos cazadores-recolectores son una fuerza geológica; b) comienza con el Renacimiento (Simon L. Lewis y Mark A. Maslin) y habría que llamarlo “capitaloceno” (Jason W. Moore), pues con la invención del capitalismo inicia la verdadera devastación; c) arranca en la Revolución Industrial, pues entonces se comienzan a incrementar los niveles de CO2 atmosférico (Paul Crutzen); d) principia con la “gran aceleración”, después de 1945 (Colin Waters, Will Steffen), pues ahí de verdad inicia la debacle y la presencia de isótopos radioactivos artificiales (las bombas atómicas) es contundente.

Estas cuatro opciones son posibles, aunque cada una tiene sus consecuencias políticas: a) es nuestra naturaleza, no hay nadie a quien culpar y, como dijera José López Portillo, “la solución somos todos”; b) es culpa de un sistema económico en particular y del imperialismo colonial de unos cuantos, sobre ellos cae la responsabilidad de la solución; c) es culpa de un cambio tecnológico específico (la máquina de vapor) y, por tanto, la solución habrá de ser tecnológica (y, por ende, primermundista); d) es culpa de todos, ¿ven?, desde que se empezaron a desarrollar los países tercermundistas todo va para peor, así que hay que jalar parejos.

En este sentido, el golden spike de los estratígrafos se vuelve pretexto para otro debate, que en realidad tiene que ver con lo que estamos dispuestos a realizar para seguir en este planeta. ¿A qué tipo de investigación se le deben asignar más recursos? ¿Qué cambios tenemos que hacer en nuestros sistemas de producción y consumo? ¿Quién tiene que designar más recursos y qué implicaciones políticas, sociales y económicas conllevaría hacerlo? En suma, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de “calidad de vida”?

Por lo pronto, el término antropoceno ya está ahí, en la mesa de discusión, y ha logrado que humanistas, científicos sociales y naturales tengan un punto en común para dialogar. Tal vez este sea el primer paso para que, como mencionaran Silvio Funtowicz y Jerome Ravetz, se consolide una “ciencia posnormal” donde el riesgo social (a corto, mediano y largo plazo) y la responsabilidad de los actores (políticos, empresarios, etcétera) sean parámetros insoslayables.

Si a mí me preguntaran, yo propondría 1492 como inicio del antropoceno: una fecha que deja en claro no solo la conversión ilusa de nuestra idea del mundo como fuente inagotable de recursos, sino también, y más importante, el inicio de una masacre sistemática por parte de unos grupos de seres humanos sobre otros.

Si la fecha de inicio no ha de apuntar a la presencia de sedimentos –como señalan los geólogos– sino a las causas –como lo hace el resto–, transformar la épica colonialista en una historia de la destrucción sería un buen punto de partida. Además, sí hay cambios claros en los sedimentos. ~

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Sus libros más recientes son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013), Indio borrado (Tusquets, 2014) y Okigbo vs. las transnacionales y otras historias de protesta.


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