Árbol en la niebla: Alfredo López Austin (1936-2021)

Mediante la interpretación de códices, la crónica novohispana, la arqueología y las fuentes etnográficas, López Austin desarrolló un método propio de estudio del México mesoamericano.
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Tamoanchan es el gran árbol cósmico
que hunde sus raíces en el inframundo
y extiende su follaje en el cielo:
las nieblas cubren su base.

Alfredo López Austin, Tamoanchan y Tlalocan

De boca a oído

Mantener el asombro y la curiosidad primigenia ante la genealogía de los mitos y rastrear su conexión y significado en la territorialidad mesoamericana fueron los ejes vitales que permitieron a Alfredo López Austin formular un paisaje metahistórico, a través de un método que combinó la interpretación de códices, la crónica novohispana, la arqueología y las fuentes etnográficas. Su obra contiene aportaciones centrales que han permitido recorrer y repensar con mayor integridad la vastedad religiosa y morfológica de la región, donde los problemas y las incógnitas que presenta la antigüedad prehispánica pueden entenderse como una trama anudada simultáneamente por elementos históricos, míticos y litúrgicos que operan mental y temporalmente a manera de vasos comunicantes. Concebido como un proceso paulatino y provisional, su trabajo tuvo como eje el crucero cultural mesoamericano, motivo de una mirada crítica centrada en la lógica y la expansión del pensamiento cosmogónico de las sociedades antiguas, fuente de los cultos religiosos y el orden político, sin dejar de lado las huellas, nexos y tensiones que ha mantenido la mitología en las comunidades indígenas durante la modernidad, dando cuenta de una extensa constelación de significados y símbolos que forman el complejo tejido cultural de un orbe dinámico y ubicuo, compuesto por relaciones simbólico-religiosas en las que se dibujan visiones múltiples de la realidad que se resisten a ser convertidas en olvido o ceniza.

La erudición y el carácter integrador de su enfoque teórico encontró en el arcaísmo mítico las bases de una revelación colectiva sobre el pasaje primordial, la causa-efecto que enfatiza la dimensión humana de la mitología como elemento fundacional y evocativo, despojándola de supercherías, de la grandilocuencia oficialista y los lugares comunes frecuentes en el instinto nacionalista, haciendo prevalecer el interés por los procesos teóricos y constructivos de un universo activo que no termina en el pasado y tiende sus expresiones a la manera de un relato abismal que llega hasta nuestros días. En el núcleo de sus investigaciones está el desciframiento de las cosmovisiones indígenas como estrategia para propiciar un panorama menos fragmentado de las construcciones ideológicas que determinaron los vínculos entre naturaleza, religión y sociedad. En todo momento aparece la voluntad por conocer las causas y mecanismos que activan los mitos como detonadores de la cohesión comunitaria y la consagración del poder. La mirada de López Austin estuvo puesta en las propiedades, los principios y las causas con que actúan para orientar el curso de la historia, revelando sus efectos materiales e ideológicos, con frecuencia perdidos en la rutina empírica o descriptiva de un academicismo que atisba el pasado como un expediente encriptado, cautivo de una falsa atemporalidad.

Marcel Detienne o Jean-Pierre Vernant sostienen que la mitología es una invención platónica, útil para levantar las fronteras entre la verdad y la no verdad. Platónicos y neoplatónicos vieron en su narrativa un lenguaje primario fundado en la ingenuidad y la ignorancia, una experiencia fincada en los principios inestables de la oralidad, a gran distancia de los paradigmas epistemológicos postulados en La República. La contraposición entre la episteme y los mitos fue una distinción del idealismo que más tarde reformularía el cristianismo. De allí que lo mítico se haya distinguido en Occidente con una marca despectiva, que lo situó en un plano de inferioridad respecto del conocimiento filosófico, una fractura del conocimiento, emblema de una etapa prelógica situada en pueblos periféricos. Lévi-Strauss propició un reencuentro teórico con el mito, como partícula fundamental de la interpretación del mundo y la vida en sociedad, una relectura que abrió nuevas posibilidades para la reflexión sobre los pueblos cuyos fundamentos no giraron en torno a la tradición grecolatina. Roger Caillois, décadas antes del boom estructuralista, había advertido sobre la necesidad de encontrar en los mitos el enlace entre procesos que resultan determinantes para la comprensión de la gestación social:

El carácter colectivo de la imaginación mítica garantiza suficientemente que sea de sustancia social, existiendo a favor de la sociedad […] su inervación es de naturaleza afectiva y remite a los conflictos fundamentales suscitados […] por las leyes de la vida elemental […] Los mismos hilos tejen por dondequiera las mismas figuras. No hay nada autónomo, nada aislable, nada gratuito, sin causa y sin fin: el mito mismo es el equivalente de un acto.

((Roger Caillois; El mito y el hombre, FCE, Ciudad de México, 1993, pp. 92-93.))

Sin internarse en la militancia estructuralista, López Austin hizo un empleo consistente de las formaciones y contenidos mitémicos –los mitemas– que componen la organización mental de las religiones del México antiguo, con lo que documentó su lógica y la organización de su entramado. Los sistemas binarios postulados por el estructuralismo, con los paradigmáticos pares de oposición, tuvieron como fundamento teórico un papel categórico:

Existen, sin embargo, principios que parecen universales. El más importante de ellos es la oposición binaria de elementos complementarios. A partir de la clasificación dual se explican los procesos cósmicos, desde los ciclos estacionales hasta la oposición entre salud y enfermedad.

((Las razones del mito, Ciudad de México, Era, 2015, pp. 26-27.))

Un primer acercamiento a su concepción del pensamiento religioso de las culturas prehispánicas anuncia una confrontación con la ortodoxia del racionalismo instrumental: en el mito nada es accesorio, se trata de un juego de espejos entre lo humano y lo no humano, en el que las imágenes y el lenguaje que suscita carecen de elementos banales. Allí se establecen las manifestaciones emotivas y los órdenes narrativos en los que se alojan los cultos mesoamericanos, envueltos en expresiones especialmente útiles para la revitalización de la historia y definitivos para el diálogo con las disciplinas antropológicas.

La clasificación es una de las primeras actividades intelectuales de nuestra existencia. Cada cultura posee sus propias bases clasificatorias; para poder comprenderlas tenemos que preguntarnos por su forma particular de dividir y ordenar el mundo.

{{ Ibid., p. 26.}}

A López Austin se debe la realización de una original cartografía religiosa, base cultural que documenta la conformación cosmogónica de las sociedades prehispánicas, así como el rastreo de su transmisión en el tiempo, búsqueda de una verdadera gramática del lenguaje mítico, a años luz del provincianismo chovinista-esotérico del México profundo. Su trabajo asocia sin ningún desgarramiento lo diacrónico y lo sincrónico, lo intemporal y lo cotidiano, ofreciendo una dilatada saga que describe el origen y la naturaleza de los mitos. Al reorganizar el armazón de los temas míticos, sistematizó los diferentes enunciados y claves del saber que los recubre, fraguando hipótesis y estrategias de enorme utilidad, como herramientas invaluables en el gabinete y la práctica de campo. Sin duda, entendió la mitología como un lugar de peso semántico en el que se entrecruzan los caminos de la memoria, la tradición oral, la pictografía y la escritura.

La cuenta larga, el concepto acuñado por Fernand Braudel para la comprensión de los procesos seculares de gran espectro temporal,en una vertiente muy personal, fue empleada con notable sentido práctico por López Austin para analizar el complejo religioso mesoamericano, su cosmovisión, a manera de una encrucijada formada por creencias, prácticas, valores y representaciones que sufren variaciones a causa de la acción y la percepción humanas, pero que conservan un núcleo de enorme resistencia. De ellos permanece lo fundamental, lo que se quiere que vuelva, ya sea en forma circular o elíptica, a diferencia de los componentes narrativos y ceremoniales, con propensión al cambio continuo o incluso con destino efímero. El pensamiento mítico-religioso de la región mesoamericana contiene ese núcleo duro que resiste al cambio; es un fenómeno cargado de elementos psíquicos y simbólicos que protege tanto los valores en su sentido primario, como las estructuras que mantienen su vigencia en el seno comunitario a lo largo del tiempo. Esa posibilidad le permitió pensar en la existencia de un tronco común para las religiones mesoamericanas, reconociendo sus variantes en cuanto a formas de relato. Ésa es una constante teórica que sella su caracterización de la antigüedad.

La cosmovisión no se reduce a una esfera de ejercicio, sino que está presente en todas las actividades de la vida social, y principalmente en aquellas que comprenden los distintos tipos de la producción, la vida familiar, el cuidado del cuerpo, las relaciones comunales y las relaciones de autoridad.

{{ Alfredo López Austin, Tamoanchan y Tlalocan, I. “Los juegos de las esencias”, Ciudad de México, FCE, 1994, p. 15.}}

López Austin asume que el mito se recibe e incesantemente es transfigurado. Durante siglos predominó como una forma de comunicación que viajaba de boca a oído, perteneciente más a la tradición oral que a la escrita, por lo que resulta inútil buscar un texto original. De allí la necesidad de asociar diversas fuentes, a fin de reconocer su núcleo y sus alternancias como relato. Bajo la fascinación que le es intrínseca, el mito tiene el poder de transformar a quien lo escucha, seduce en la búsqueda de una solidaridad que va del individuo a la colectividad, pero también en sentido inverso. Entiéndase como un canto interminable y promiscuo en el que participan dioses y una enorme tipología de criaturas, entre ellas los humanos.

Si bien la mitología mesoamericana tiene rostros heterogéneos, mantiene patrones compartidos en diferentes regiones, incluso en comunidades ubicadas fuera de la frontera delimitada por Paul Kirchhoff en 1943. López Austin no sólo hizo patente ese hecho, sino que propuso un modelo analítico que mostró la resistencia ritual, lingüística y simbólica inherente a esa raíz compartida, como un sistema de filiación político-religioso plenamente concatenado. El umbral del núcleo duro posiblemente tuvo su origen en grupos de agricultores del neolítico, pero la secuencia mítico-histórica trazada en obras como Las razones del mito (2015) o Los mitos del tlacuache (1990) alcanza a civilizaciones de los períodos Clásico y Posclásico, encontrándose testimonios de su vigencia tanto en el orbe virreinal como en comunidades contemporáneas, a partir de la profusa documentación etnográfica que sus investigaciones pusieron en juego.

Un aspecto nodal lo constituye la concepción de López Austin sobre la división dual del cosmos. El historiador de la impronta cosmopolítica del universo indígena se resistió a emplear los términos utilizados por otros teóricos de la religión, como Mircea Eliade o Georges Dumézil, para definir las dualidades inscritas en la ruta del pensamiento indoeuropeo. Baste decir que términos como hierofanía o sagrado y profano, sobreexpuestos en el ámbito académico, ya en el terreno etimológico y semántico resultan demasiado unidimensionales para describir los matices detectados en sus investigaciones situadas en los dominios mesoamericanos. La dualidad sagrado-profano encierra una oposición rígida, en la que no parecen existir filtraciones o intersecciones significativas entre uno y otro polo. López Austin opta por los conceptos ecúmeno (el ámbito natural) y anecúmeno (el ámbito sobrenatural) para describir el contenido de esas oposiciones. En su perspectiva, remitiéndose a los efectos materiales e icónico-ideológicos mostrados por la arqueología, testimonios como los de Bernardino de Sahagún

{{López Austin comenta en Semblanza de mí mismo que “…Bernardino de Sahagún no solo ha sido el ejercicio de análisis más arduo, frecuente y sostenido a lo largo de toda mi vida académica, sino que ha constituido la base de la mayoría de mis propuestas. Dicho proyecto fue la edición de la Historia general de las cosas de Nueva España”, en Homenaje a Alfredo López Austin, Ciudad de México, inah/unam/cemca (Eduardo Matos Moctezuma y Ángela Ochoa, coords.), 2017, p. 14}}

 o la interminable bibliografía etnográfica, es factible conformar conceptos que le permiten proponer variaciones funcionales que no están inscritas en las acepciones de los historiadores de los cultos clásicos.

((En este punto, advierto al lector que el empleo que hago de términos como hierofanía es una licencia que proviene de un horizonte teórico distinto al de López Austin, pero que considero eficaz para introducir concepciones –como es el caso de Eliade– a modo de puentes semánticos que permiten correlacionar formas de designar la esfera de lo sagrado.))

El ecúmeno es el segmento acotado entre el tiempo de la creación y el de la destrucción de humanos, animales y plantas. En él habitan las montañas, las tormentas y los astros. El anecúmeno corresponde esencialmente a la esfera de los dioses. Pero la acuciosidad de López Austin le obliga a distanciarse de la simple dicotomía, por lo que en numerosos textos da cuenta de cómo ambos mundos se trasminan. En el ecúmeno circulan también seres sobrenaturales que habitan el sitio, temporal o definitivamente, y alteran la realidad de lo natural. Por su parte, en el anecúmeno, seres “naturales” (humanos, desde luego) transitan de distintas formas: puede ser por medio del trance alucinógeno, la embriaguez, el orgasmo o el sueño. Dentro de esa visión, el trastocamiento de los estados de conciencia es fundamental para internarse en el territorio sobrenatural destinado a las deidades. Justo en el anecúmeno, los dioses adquirieron los poderes y capacidades para crear el ecúmeno, por lo que los humanos se asumen como tributarios del estrato que les concedió la existencia.

Esto es lo que sucede, por ejemplo, con la incineración de Nanahuatzin en Teotihuacan y su descenso al inframundo, lo que permitió la creación del Sol, del tiempo y del calendario; con lo cual se conformó el amanecer del mundo natural, el mundo de los seres humanos. Debido a esa concepción del cosmos, los seres humanos son tributarios de los dioses y del mundo sobrenatural del anecúmeno y están encargados de adorarlos, orarles, ofrendarlos y alimentarlos.

((José Luis Díaz; “La conciencia mítica y religiosa”, INAH, Ciudad de México, 2013.))

El árbol de la mitología

La extensa producción bibliográfica de López Austin tiene una unidad temática, trazada por la persistencia de sus líneas y métodos de trabajo. Cada una de sus obras es una condensación puntual de una visión histórica y pedagógica que tiende vínculos múltiples: la medicina, la anatomía, la biología, la astronomía, la literatura. Siempre hay una historia detrás de la historia; en el palimpsesto está la condición perenne de los mitos, cuya vigencia y ubicuidad en buena medida dependen de su transformación, en cuanto relatos arrojados al mar del tiempo, uno a uno recogidos por innumerables pueblos y mentalidades que fraguan y reinventan sus posibilidades morfológicas. Su inserción en el seno religioso-cultural está trenzada de su encanto y su inmanencia a la vida comunitaria.

Ya en Hombre-dios (1973), la corporalidad es expuesta como un lienzo en el que se encuentra expresada la correlación entre historia y mitología. En el cuerpo se condensan y expresan las líneas constitutivas de un horizonte cosmogónico. Cuerpo humano e ideología (1980) alcanza probablemente uno de los puntos más altos en la escalada hacia la comprensión de las tradiciones de las culturas prehispánicas, teniendo como pivote argumental el aura religiosa impuesta por los mexicas; con ánimo incisivo sacude las fuentes etnográficas estancadas en un indigenismo más orientado al escaparate folclorizante que al laboratorio histórico.

Con rigor documental a toda prueba, el ensamblaje inédito del libro aborda  tres aspectos cruciales que definen su estrategia: 1) exponer exhaustivamente la diversidad de concepciones correspondientes al cuerpo humano, con las que se conforma un sistema ideológico del que las fuentes existentes no dan cuenta, al momento de poner en marcha la investigación; 2) relacionar los elementos ideológicos que aparentemente son de distinto tipo, como formas sistemáticas de vinculación; 3) hacer manifiestas y visibles las funciones ideológicas existentes, explorar cómo el sistema ideológico que valida y dirige las acciones y los acuerdos sociales, tanto en la vida concreta de las comunidades del pasado como en las del presente, haciendo perceptible el diseño del entramado que da vida a una cosmovisión.

El cuerpo, en su propia materialidad, refleja un mapa espiritual que otorga distinciones y funciones en forma de una red simbólica, dando lugar a revelaciones que hacen inteligibles los principios y procesos ideológicos que entrelazan las filiaciones religiosas inscritas en el territorio corporal, a manera de una geografía que rompe toda tentativa de fragmentación y muestra la concordancia inmanente entre lo humano y lo divino. El axis mundi encuentra en la constelación corporal una correlación orgánica que responde a la simetría y los paralelismos que conectan lo humano con la esfera de lo ecúmeno. Se trata de revelaciones fundidas en el misterio de una metáfora perfecta. Dioses y humanos poseen una corporalidad con la que establecen intercambios y correlaciones con el mundo vegetal, así como con otros segmentos de la creación.

[…] el orto y el ocaso de los astros se regula por un curso idéntico al de la gestación del hombre o al de la germinación de las semillas; los nombres de las partes de los árboles o de los componentes de una casa suelen derivar de los del organismo humano, o los del organismo humano pueden estar equiparados a los distintos pisos del universo.

((Ibid., p. 172.))

En el cuerpo no solo habita la totalidad de los sentidos, sino también los símbolos que hacen posible una relación trascendental. El microcosmos corporal puede ser leído como una carta astral que refleja los aspectos secretos que encierra la realidad cósmica dentro de un universo que no prescinde de la materialidad física, sino que ve en la Physis, que define lo humano, la guía que encierra el significado pormenorizado de una concepción del universo.

En Cuerpo humano e ideología se realiza la minuciosa inmersión en la corporalidad, como centro de un conjunto de sistemas ideológicos que reconforman incesantemente una simbología dinámica. En la dimensión de lo corporal residen los procesos de comunicación e interacción con el ámbito sobrehumano, los caminos posibles entre el ecúmeno y el anecúmeno. López Austin concibe un conjunto de sistemas (mágico, ético y conceptual del cuerpo, entre otros) para definir los tipos de vinculación y las diferencias de interrelación con el mundo. La corporalidad es el nexo cultural primordial y los sistemas ideológicos son modelos que se comparten colectivamente, de acuerdo con las formas de irradiación religiosa de un pueblo, como el mexica, ligándolo también a su predominancia política y a la expansión hegemónica de su modo de producción. Es notable el desmontaje efectuado en relación con las versiones confusas provenientes del período novohispano, con las que el catolicismo quiso crear paralelismos entre el cosmos prehispánico y el cristiano. De forma semejante, López Austin renuncia a emplear muletillas escleróticas que aluden a la ideología como mera superestructura o al modo de producción asiático, recursos usuales en las academias durante las décadas de los setenta y ochenta, con los que se sorteaba cualquier vacío teórico. En las inclinaciones religiosas y símbólicas del universo corporal también está implícita una ideología que transmite las líneas de un pensamiento dominante, que legitima con su lenguaje simbólico el sometimiento de los pueblos avasallados. López Austin rompe con toda representación idílica del pasado prehispánico y muestra las connotaciones ideocráticas, no pocas veces alimentadas con sangre, inherentes al establecimiento de un horizonte religioso: el teatro del cuerpo responde a los rostros múltiples de la especie humana.

Una vieja historia de la mierda (1988) es un formidable inventario sobre el excremento y su significado en el entorno mítico de los indígenas mexicanos, nada ajeno a la búsqueda de una materialidad genésica que no precisa de Paraíso ni Hades. El párrafo inicial contiene una sentencia con perfil secular:

No hubo principio, porque los acontecimientos se sucedieron en los siglos. Las manos que al hacer se hicieron, modelaron el verbo entre las yemas de sus dedos.

((Una vieja historia de la mierda, Ciudad de México, Ediciones Toledo, 1988, p. 13.))

Acompañado de viñetas de Francisco Toledo (quien hizo la propuesta del proyecto), el texto es una epopeya monotemática sobre la excreción, como uno de los flujos que determinan la condición humana como parte de la veta cósmica. Provista de humor, la obra ordena las visiones en forma de una sucesión de cuentas imaginarias relatadas con sincronía entre distintas épocas y coordenadas. Nada más lejano a la ortodoxia mexicanista que la poética del estiércol desplegada en este texto. El párrafo inicial nos ofrece una convicción insoslayable:

Y no se habla aquí solo de la mierda. Las estrellas de los calidoscopios en las que los hombres contemplan su propio cuerpo sirven también para medir el cosmos… La mierda, al ser nombrada, se convirtió en símbolo.

((Idem.))

Los mitos del tlacuache, una exploración sobre las variaciones formales del mito del fuego robado a los dioses, es una obra que tiende sus escenarios más allá de las fronteras mesoamericanas, formando un arco temporal y territorial que va de la arqueología preclásica a las tradiciones orales contemporáneas, y un impresionante fresco teórico y documental. Puede entenderse como un estudio comparativo de gran cala que enlaza –nuevamente– el núcleo concentrador y resistente con el que se dibuja la unidad milenaria de las religiones mesoamericanas. Se trata de una obra enciclopédica que permite a López Austin presentar una de sus construcciones teórico-comparativas más elaboradas. Al mismo tiempo, arriesga apuestas teóricas que plantean preguntas abiertas, siguiendo la naturaleza fundacional del ensayo como género literario y científico. La obra recibe cientos de visitas referenciales de distintas latitudes y épocas (Hesíodo, Diego Durán, Boas, Preuss, Wittgenstein, Eric Thompson, etc.). Revisa una copiosa relación de relatorías e imágenes icónicas que somete a escrutinio, para reparar en el placer y la fascinación de la transmisión mítica. El astuto marsupial echa a andar la rueda de los sueños y las transfiguraciones.

Los mitos son el hábitat de una zoología, una botánica y una territorialidad propias, creaciones desprovistas de acotamientos argumentales o morales, siendo fiel testimonio de la memoria y las pulsiones comunitarias, así como de la imaginación ligada a los acontecimientos fundacionales. El conejo en la cara de la luna (1994) en cierta forma responde a una controversia que confronta la mirada de superación intelectual que pesa sobre la mitología, sustentada en una visión cientificista que se nutre de los dogmas sembrados por el desdén evolucionista que, consciente o inconscientemente, mantiene persistencia en las academias y desconoce los valores del pensamiento mítico en la comprensión de la genética social. El establecimiento de una estratificación a partir del primitivismo y de un desvanecimiento deliberado de la validez de la mitología, es un juicio valorativo que desatiende su sentido y las capacidades de la inteligibilidad que ofrece. Oriente y Occidente fundieron los mitos astrales en la vivencia religiosa, en la naturaleza de sus instituciones y en la vida doméstica:

La concepción mítica unifica los principios ordenadores del mundo dando las mismas leyes cósmicas a lo social y a lo natural.

{{ Alfredo López Austin; El conejo en la cara de la luna, Era, Ciudad de México, 2016, p. 34.}}

La totalidad parte de la creación […] Las instituciones, las diferencias sociales, los conocimientos, las técnicas, se conciben nacidos en un primordial amanecer que fincó en su complejidad la sociedad existente.

{{ Idem.}}

La mitología también encuentra sus propias coordenadas geográficas: Tamoanchan y Tlalocan (1994) son “dos lugares envueltos en la niebla”. Allí se localiza el juego de dualidades entre el origen y el destino. En Tamoanchan se encuentra la matriz de la oscuridad materna, desde la que se remitirán los seres que pueblan la creación. A Tlalocan, por su parte, van las almas de los muertos por agua: los ahogados, los calcinados por el rayo; es el sitio bañado por la lluvia eterna que tiene las mayores riquezas vegetales.

Aun manteniendo sus enigmas, Tamoanchan y Tlalocan convierte su fragmentación dual en una geografía codependiente y complementaria. Algunos de sus numerosos secretos y arquetipos cósmicos se develan por medio del análisis de prácticas religiosas de grupos nahuas que en la actualidad habitan en las serranías del norte y oriente de México, cada uno de ellos con distintas caracterizaciones étnicas, pero con líneas culturales atadas a los antiguos cultos mesoamericanos, en especial los del centro mesoamericano.

López Austin crea modelos explicativos para descubrir los contenidos y la intertextualidad de los documentos históricos de distintas épocas, pertenecientes a una extensa tipología interpretativa, que en el caso de esta obra nuevamente se despliega al interior de la sociedad mexica durante el Posclásico tardío, que se asume como base de interpretación para la franja común de una tradición religiosa. El historiador de la religión debe tomar en cuenta los distintos niveles de resistencia a la transformación de los componentes de un mismo hecho histórico. Para el historiador deben ser tan importantes las persistencias como los cambios.

((Tamoanchan y Tlalocan, op. cit., p. 12.))

Una de las divisas más válidas de su proyecto está en lo exhaustivo, en la pasión por hacer visibles dentro de la construcción de la religiosidad y los mitos, uno a uno, los signos ocultos de formas de comunicación que desisten de la transparencia. Si bien en Tamoanchan y Tlalocan se repliega geográficamente, con relación al ampliado horizonte histórico y espacial de Los mitos del tlacuache, es solo para consolidar, profundizar y verificar las interpretaciones producidas como una suerte de inmanencia lógica e irradiación de un centro de poder ancestral. Con esa forma de proceder, el historiador reafirma la eficacia del método de investigación, así como la utilidad del instrumental metodológico empleado, cuyo destino consiste en mostrar el andamiaje étnico e histórico ligado a las formas religiosas, como avistamiento de una cifra intercultural compartida. La obra recupera el modelo figurativo que ilumina un axis mundi formado por un árbol florido, una montaña y la región de los muertos, a final de cuentas, las fronteras entre vida y muerte.

Pequeño memorial para Alfredo López Austin
  • No fue un ilustrado ávido de colectar datos solo útiles para el academicismo o la vitrina político-turística que ha procurado la supremacía del folclor étnico como tarjeta de presentación de un país ficción. Contrariamente, entendió la posibilidad de rastrear las huellas de la imaginación de los pueblos indios como posibilidad de entenderlos como nuestros contemporáneos.
  • Nunca cedió a las idolatrías históricas, tan comunes en las capillas propagandísticas de la sociedad posrevolucionaria, desistiendo de las apologías del nacionalismo hueco que prefiere cualquier cosa que toparse con el presente.
  • Se pronunció contra aquellos modelos de desarrollo que ponen en riesgo el hábitat y el legado arqueológico en el que se funda la multiculturalidad, sobre todo aquellos que responden a una idea unilineal del progreso. De ahí su oposición a la construcción del Tren Maya, así como a la fetichización indigenista o a las apologías raciales, basadas en clichés, invariablemente opuestas a la comprensión de una diversidad con dimensión humana.
  • Prevaleció en su obra la voluntad por renovar el interés en torno al extraordinario rompecabezas étnico-cultural proveniente del universo mitológico de la antigüedad mexicana, como desafío central de la historia y la antropología. Su perspectiva respondió a un horizonte multidisciplinario, definido por una arquitectura teórica que no levantó muros ciegos, sino vías por las que fluye el pensamiento, en las antípodas de una política narcisista, absorta en abstracciones y manipulaciones autocelebratorias.
  • Representó una de las mayores aproximaciones al entendimiento de las numerosas realidades que alberga el universo mesoamericano. En oposición a toda floritura oficialista, reintegró la complejidad a la historia de la antigüedad y la contemporaneidad indígena de México.
  • Es posible describir su modelo conceptual como un sistema planetario, en el que los mitos giran en el espacio y el tiempo en torno a un núcleo. Al final de cada ciclo sus narrativas nunca son las mismas, el relato ha cambiado, pero su eje de larga duración y su funcionamiento se mantienen inalterados.
  • No deja de ser inquietante que el más importante historiador del México antiguo y uno de los mayores defensores de la autonomía de la universidad pública, después de su muerte, no haya sido motivo de mención alguna por parte de la Presidencia de la República.
La génesis como nota final

Ciudad Juárez, 1947. Es un día tranquilo y caluroso de finales de mayo. Una errática maniobra de la aviación militar estadounidense, que se realiza en la zona limítrofe con México, propicia la caída de un misil balístico v2 en un lugar del desierto muy próximo a la ciudad fronteriza. El estruendo de la bomba cimbra la tierra, rompe ventanas y derriba algunos viejos muros. El miedo desata todo tipo de suposiciones. Desde luego, no falta quien refiera al Diablo como causa del acontecimiento. Un niño, hijo de Sara Austin e Ignacio López, junto con sus amigos, se lanza a la calle para descubrir el origen y los estragos del estruendo: “…formábamos grupos que se topaban en las calles para deshacer el misterio”. Siempre me he preguntado cómo y dónde germinó esa curiosidad primigenia, que tal vez pudo tener su umbral en ese tranquilo y caluroso día de finales de mayo del 47.

Quizás el enigma que apareció esa tarde ante los ojos de aquel niño se mantuvo en su memoria como una larguísima interrogación. También me pregunto si el mundo de libertad intelectual, ganado a pulso, en el que Alfredo López Austin desplegó y pensó su obra, está desapareciendo. ~

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(Ciudad de México, 1953) es investigador, doctor en Arte y Antropología. De 1999 a 2005 y de 2012 a 2013 fue director general del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México y de 2006 a 2012 fue director fundador del Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la UNAM.


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