En 1932, a la edad de trece años, entré en la Liga Socialista de los Jóvenes, a la que llamaban comúnmente los yipsels, sección juvenil del Partido Socialista. Me había criado en los arrabales de Nueva York. Mi madre había trabajado en una fábrica de ropa desde la época de mis más antiguos recuerdos; mi padre había muerto cuando yo era un niño. A mí alrededor veía por todas partes los “Hoovervilles”, tugurios de lámina cerca de los muelles del East River donde los desocupados vivían en casas improvisadas y hurgaban en las barcazas de basura en busca de comida. Tarde en la noche solía ir con una pandilla de otros muchachos a los mercados de verdura al por mayor del West Side a robar papas, o a recoger tomates magullados en la calle para llevarlos a casa, o a comer alrededor de las pequeñas fogatas que hacíamos en la calle con las cajas rotas de los mercados. Quería saber simplemente por qué tenía que existir eso. Era inevitable que me hiciera sociólogo.
En la sucursal Ottendorfer de la Biblioteca de Nueva York me acuclillaba frente a la sección 300 –los libros de sociología en el sistema de clasificación Dewey que se usaba en aquella época–, agradecido no solo por la biblioteca gratis sino también por el libre acceso a los anaqueles, que me permitía curiosear a voluntad, leyendo el libro de Robert Hunter sobre la pobreza, o los Principios de sociología de Herbert Spencer. Los fines de semana iba a la Escuela Dominical Socialista a estudiar Case for socialism de Fred Henderson y The essential Marx de Algernon Lee. Dos veces por semana, en las noches, iba a la Rand School for Social Sciences de la calle Quince para asistir al grupo de lectura sobre El capital de Marx –el texto sin embargo era una edición abreviada hecha por un hombre llamado Borchardt (según creo recordar) y había sido editado por Max Eastman–, e incluso para asistir a un curso sobre “materialismo dialéctico”. En ese curso aprendí que el materialismo ordinario ve los acontecimientos en términos de simples causas y efectos, como por ejemplo una piedra que cae de una repisa y golpea a alguien en la cabeza, mientras que el materialismo dialéctico busca las causas en contextos más amplios naturales y sociales, de modo que debemos entender que la piedra cayó porque hubo una erosión del suelo y el suelo sufrió esa erosión a causa de la explotación de la tierra. Me impresionaba. Tenía yo trece años.
Como muchos otros yipsels activos en aquel tiempo, me tentaba el movimiento comunista. John Dos Passos había observado en aquella época que entrar en el Partido Socialista era como beber near beer, la cerveza suave, casi sin alcohol, que estaba permitida en aquellos tiempos de la Prohibición. (Años después, Dos Passos se convirtió en un “borracho reformado”, y a veces actuó como tal.) La victoria de Hitler y la rápida destrucción del poderoso movimiento socialdemócrata nos daban el sentimiento de que se trataba en efecto del conflicto final, y de que cada uno debía tomar su lugar. Muchos de mis compañeros entraron en la Liga Juvenil Comunista; algunos, más refinados, se hicieron trotskistas. Yo estaba desgarrado entre unos y otros.
Hablé de eso a unos parientes anarquistas, primos de mi madre, una pareja de judíos que vivía en la Mohegan Colony, colonia radical a cincuenta millas de Nueva York donde yo pasaba una o dos semanas en verano, después de terminar mi trabajo en el barrio de las fábricas de ropa, por cuyas calles empujaba pesadas vagonetas de vestidos y repartía volantes de organización del Sindicato Internacional de Trabajadores de Ropa para Damas. Que yo me hubiera hecho socialista no les preocupaba. Que pensara en hacerme comunista o trotskista les horrorizaba. Me llevaron a ver a Rudolf Rocker, el venerable dirigente anarquista, un hombre imponente y corpulento con una gran cabeza cuadrada y una impresionante greña blanca, que vivía entonces en la colonia. Rocker dijo simplemente que los bolcheviques –me llamó la atención entonces, y lo recuerdo casi medio siglo después, que nunca los llamaba comunistas sino bolcheviques– se habían adueñado del poder en nombre del pueblo, usando consignas anarquistas tales como “la tierra al pueblo”; que los sóviets, consejos de trabajadores y soldados, fueron movimientos espontáneos que probaban la verdad de los juicios anarquistas, pero que los bolcheviques habían dominado y destruido los sóviets. Al irme me dio una cantidad de panfletos anarquistas, escritos por Malatesta, por Kropotkin (sobre la Comuna de París), y en particular dos panfletos de Alexander Berkman: La tragedia rusa y La rebelión de Kronstadt, panfletos en inglés pero “compuestos e impresos para Der Syndikalist”, Berlín 1922 –panfletos que tengo a la vista mientras escribo (uno de ellos dedicado con letra grande y redonda: “Con saludos fraternales, A.B.”) – y sugirió que leyese el libro de Berkman The Bolshevik myth, diario de sus años en Rusia, 1920-1922, del cual pronto encontré un ejemplar que todavía tengo.
Cada generación radical, se ha dicho, tiene su Kronstadt. Para algunos los procesos de Moscú, para otros el pacto nazi-soviético, para otros más Hungría (el proceso de Rajk o 1956), Checoslovaquia (la defenestración de Masaryk en 1948 o la Primavera de Praga de 1968), el gulag, Camboya, Polonia (y vendrán más). Mi Kronstadt fue Kronstadt.
Alexander Berkman era un anarquista nacido en Rusia que había pasado catorce años en la cárcel por disparar contra Henry Clay Frick, el gerente de las acerías Carnegie, durante la sangrienta huelga de Homestead en 1892, y había escrito el bello y elocuente libro Prison memoirs of an Anarchist. En 1917, él y su compañera, Emma Goldman, fueron arrestados después del estallido de la guerra, pasaron algún tiempo en la cárcel, y en 1919 fueron deportados a Rusia. Emma Goldman, de hecho, había escrito un panfleto, justo antes de iniciar sus dos años de cárcel, titulado The truth about the Boylsheviki (sic), en el que exaltaba los “planes libertarios” y la “incorruptible integridad” de Lenin y Trotski, “esas grandes figuras de la Revolución”.
Ojalá fuera posible reproducir por entero las doce páginas del diario de Petrogrado de Berkman, desde fines de febrero hasta mediados de marzo de 1921, pues ningún escueto resumen puede transmitir esa inmediatez, esa tensión y ese dramatismo, cuando los marinos del Primer y Segundo Escuadrones de la flota del Báltico de Kronstadt, los hombres de la base naval de Petrogrado que habían catalizado los días de Octubre en 1917, reclamaban ahora, a seguida de las huelgas espontáneas de trabajadores en Petrogrado y Moscú, el establecimiento de la libertad de expresión y de prensa “para los trabajadores y los campesinos, para los partidos anarquistas y socialistas de izquierda”, la liberación de “todos los presos políticos de los partidos socialistas” y la “igualdad de raciones para todos los que trabajan”, etc.
Para Trotski, que era Presidente del Soviet Militar Revolucionario, esto era mvatezh: motín. Exigió que los marinos se rindieran, o “los mataré como faisanes”. Las tres últimas entradas de los diarios de Berkman cuentan el triste final:
7 de marzo. Un rumor lejano llega a mis oídos mientras cruzo el Nevski. Vuelve a sonar, más fuerte y más cercano, como si rodara hacia mí. De pronto me doy cuenta de que la artillería está disparando. Son las 6 de la tarde. ¡Kronstadt ha sido atacada…!
17 de marzo. Kronstadt ha caído hoy.
Miles de marinos y obreros yacen muertos en sus calles. Continúa la ejecución sumaria de prisioneros y rehenes.
18 de marzo. Los triunfadores están celebrando el aniversario de la Comuna de 1871. Trotski y Zinoviev denuncian a Thiers y a Gallifet por el asesinato de los rebeldes de París…
Seguí siendo socialista y me pasé al ala derecha del Partido. El choque emocional de mis lecturas acerca de Kronstadt quedó reforzado por los detalles de hecho de la cooperación comunista con los nazis en Berlín en 1932, la terrible teoría del “fascismo social”, con la cual el Comintern proclamaba que no eran los nazis, sino los socialdemócratas, los enemigos primarios de los comunistas. A esto se añadían las abrumadoras escenas de febrero de 1934, cuando el Partido Socialista organizó un gran mitin en el Madison Square Garden de Nueva York para manifestar su solidaridad con los socialistas austriacos (que se habían levantado en armas contra el Heimwehr de Dollfus), sólo para ver que ese mitin era impedido violentamente por los comunistas, que sacaban literalmente las consecuencias, en la acción, de la teoría del fascismo social.
Todo esto, y más, es historia. Pero no es la historia de los “triunfadores”. Y ser los “triunfadores” no explica el recurrente atractivo del comunismo, mucho después de que los acontecimientos de Kronstadt se repitieron una y otra vez. La explicación –después de las repetidas desilusiones– se ha dado muchas veces, y recientemente del modo más vívido y convincente en la Autobiografía de Federico Sánchez de Jorge Semprún, experiencias de un intelectual comunista relatadas en forma de novela. Semprún entró en el Partido Comunista Español en el exilio en 1947. ¿No se había enterado del asesinato de anarquistas en Barcelona, de los violentos ataques al casitrotsquista P.O.U.M., del papel criminal del dirigente comunista francés André Marty en la orden de ejecutar a los “oposicionistas” en el interior de las Brigadas Internacionales, del siniestro papel de la G.P.U.? No importa. “Cuando todo está dicho y hecho”, escribe Semprún de su alter ego. “los aspectos cotidianos de la política siempre te han aburrido: la política te ha interesado únicamente como riesgo y como entrega total”. Y cuando, en el otoño de 1952, Semprún lee en L’Humanité que en el proceso de Slansky, Josef Frank, secretario general adjunto del Partido Comunista de Checoslovaquia, ha confesado que trabajó bajo órdenes de la Gestapo en Buchenwald, “un extraño escalofrío le recorrió el espinazo”, porque Frank había sido su compañero en Buchenwald, había vivido lado a lado con él durante dos años, y él sabía “inmediatamente… con esa brutal certidumbre física que las verdades tangibles traen consigo… que la acusación era falsa.” Pero:
No dijiste nada, sin embargo. En ningún sitio proclamaste la inocencia de Frank, o la falsedad de la acusación lanzada contra él. De haber proclamado esa inocencia hubieras acabado sin duda por ser expulsado del partido. Decidiste permanecer en el partido. Preferiste vivir la mentira de la acusación contra Frank dentro del partido que la verdad de su inocencia fuera del partido. Frank fue sentenciado y encontró la muerte en el patíbulo.
((Semprún hizo su penitencia escribiendo el guion cinematográfico de L’aveu (La confesión) de Arthur London, historia de los procesos de Praga que Costas-Gravas convirtió en película. Una obra anterior, La guerre est finie (la guerra ha terminado), trataba de sus correrías clandestinas en España. El señor Semprún fue expulsado del Partido Comunista Español en 1964, junto con Fernando Claudín, por herejías “revisionistas”.
))
Aunque las memorias de Semprún aparecieron en 1977, era esa misma historia, ya contada por Koestler, Silone, Manes Sperber y docenas de otras personas un cuarto de siglo antes, y mi propia memoria viva de Kronstadt, la que me había hecho tan receptivo cuando leí en 1947 las páginas finales de “La política como vocación” (1918) de Max Weber la expresión más punzante que conozco de las tensiones de la ética y la política, y una descarnada descripción de las opciones con que se enfrenta el individuo que se consagra a la política.
No necesito repetir la discusión de Weber en torno a la “ética de la responsabilidad” y la “ética de los fines últimos” y en torno a la corrupción inherente a cada uno de estos caminos si se lo sigue hasta el extremo: la pérdida de los principios por el constante compromiso de la “responsabilidad”, y el celo del fanatismo cuando los fines se utilizan para justificar cualquier medio aborrecible. “no se puede prescribir a nadie”, escribe Weber, “si debe seguir una ética de fines absolutos o una ética de responsabilidad, o cuándo la una y cuando la otra.” Weber comprendió, dadas las tormentas de su propia vida entre 1910 y 1920, los dilemas éticos y las paradojas éticas de esas opciones. En sus últimos años, cuando los impulsos eróticos habían desbordado algunas profundas represiones, Weber fue atraído por las corrientes románticas de aquel tiempo. Pero por su educación, por su posición social y en último término por temperamento, siguió la ética de la responsabilidad. En el diálogo tácito con Nietzsche que corre como un hilo rojo a lo largo de sus últimos trabajos sobre religión y política, Weber dice: Sí, a mí también me gustaría, como a Zaratustra, ir a las cimas y alzarme en Pisgah; pero si voy, ¿quién quedará para “cuidad la tienda”, para ocuparse de las tediosas, prosaicas tareas de la vida mundanal?
Como Weber sabía, después de la erupción carismática viene el aburrido día siguiente, que trae de nuevo la ronda cotidiana de las tareas. “La política es un lento y fuerte taladrar tablas duras”, escribió. Desconfiaba sobre todo de la “estéril agitación” (frase de Georg Simmel que repite dos veces en las últimas páginas) de los intelectuales en ese “carnaval” que “se adorna” con el nombre de “revolución”. Es un “romanticismo de lo intelectualmente interesante”, una “vaciedad desprovistas de todo sentimiento de responsabilidad objetiva”. Y detestaba a los “políticos de Weltanschauung…charlatanes que no se dan del todo cuenta de lo que se echan encima sino que emborrachan con sensaciones románticas”.
En mi libro temprano Marxian Socialism in the United States (1952), adopté el marco de referencia de Weber en un esfuerzo por entender la política radical. El bolchevique, como quiliasta o escatologista –escribía–, ni está en este mundo ni es de este mundo, y por lo tanto no toma ninguna responsabilidad moral por las acciones de la sociedad burguesa: sigue una ética de fines últimos. El movimiento sindical, que tiene que habérselas con el cotidiano y lento taladrar de las tablas duras. Necesariamente está en el mundo y es del mundo, y sigue una ética de responsabilidad. El socialista (y Norman Thomas era para mí ejemplar) estaba en el mundo, pero no era del mundo, y se veía atrapado por su compromiso con la pureza moral y su compromiso político.
Como Weber –tanto por razones de mi propio temperamento como por las “penas tempranas” de la política– opté por la ética de la responsabilidad. En su juventud, Weber había luchado con las ideas del pastor unitarista americano y pacifista de principios del siglo XIX William Ellery Channing, que había influido en el pensamiento de la madre de Weber. Cuando finalmente rechazó todos los absolutismos éticos, escribió en una carta juvenil: “El asunto no me parece tan desesperado si no pregunta uno demasiado exclusivamente: ‘¿Quién tiene moralmente razón y quién no la tiene?’, sino que más bien pregunta uno: ‘Dado el conflicto existente, ¿cómo puedo resolverlo con el menor daño interno y externo para los que están implicados?’” Y ese es el punto de vista que yo abracé.
Ese punto de vista corre el riesgo del oportunismo, pero al principio de compromiso en política es primigenio porque, como Weber dice insistentemente, “el medio decisivo en política es la violencia”, y los que recurren a la violencia en la creencia de que tales acciones están justificadas tienen que estar preparados igualmente a aceptar las consecuencias, “las fuerzas diabólicas que asoman en toda violencia”.
Esos pensamientos, esas turbulencias, están comprimidos en las diez últimas páginas del ensayo de Weber. Lo que me impresionaba era la manera en que, después de casi cuarenta páginas de distinciones didácticas e incluso secas acerca de los sistemas de partidos y de los papeles políticos, una pasión personal había irrumpido en la conferencia para terminar en aquellas preocupaciones atormentadas y turbadas y en las últimas palabras estoicas.
Durante mucho tiempo había sentido que algún resorte oculto de tensión yacía tras aquellas últimas observaciones, y el pasaje que se me quedó grabado y que en muchas relecturas de ese ensayo siempre me hacía detenerme era éste:
En el mundo de las realidades, por regla general, encontramos la experiencia siempre renovada de que el partidario de una ética de los fines últimos se convierte de pronto en un profeta quiliástico. Aquellos, por ejemplo, que acaban de predicar “el amor contra la violencia” reclaman ahora el uso de la fuerza para la última hazaña violenta, que conducirá entonces a un estado de cosas en el que toda violencia estará abolida… El defensor de una ética de los fines últimos no puede afrontar la irracionalidad ética del mundo. Es un “racionalista” ético-cósmico. Aquellos de ustedes que han leído a Dostoyevski recordarán la escena del “Gran Inquisidor”, donde el problema se despliega de manera punzante. Si uno hace una concesión cualquiera al principio de que el fin justifica los medios, no es posible meter bajo el mismo techo una ética de los fines últimos y una ética de la responsabilidad ni decretar éticamente cuál fin habrá de justificar cuál medio.
Weber debía estar pensando en alguien concreto. ¿En quién?
*
Dos jóvenes angustiados habían sido miembros en Heidelberg del círculo de Weber durante la Primera Guerra Mundial; dos hombres cuyos tormentos Weber miraba con simpatía. Ambos, bajo los mismos impulsos, se habían consagrado a causas revolucionarias, y ambos, cada uno a su manera, sufrieron destinos trágicos.
Uno era Ernest Toller, poeta y dramaturgo profundamente emotivo. Resistiendo el antisemitismo de las universidades alemanas, Toller se había dio a estudiar a Grenoble, pero regresó a Alemanka en 1914, voluntariamente, para enrolarse en el ejército. Inválido a consecuencia de heridas recibidas en el frente, sufrió una depresión nerviosa y, una vez licenciado del ejército, se entregó con pasión justiciera a la causa del pacifismo. En las reuniones dominicales en casa de Weber, en el invierno de 1917-18, solía leer en voz alta sus poemas. Sus oyentes, según cuenta Marianne Weber, se sentían “estremecidos por el aliento de un alma pura que tenía fe en la bondad y solidaridad originales de los seres humanos…” Toller reunió en su torno a un grupo de jóvenes devotos del pacifismo y pidió a Weber que sancionara su causa. Como escribe Toller en su libro autobiográfico I was a German:
…era hacia Max Weber hacia quien se volvía la mayoría de los jóvenes, profundamente atraídos por su honestidad intelectual. Despreciaba el romanticismo político y atacaba acremente a (Max) Maurenbrecher (un destacado reformista social que proclamaba la misión de Alemania de revitalizar a Europa), y con él a todos aquellos eruditos alemanes… ¿De qué sirve –solía decir– encontrar la propia alma cuando la nación misma va a tientas en la oscuridad exterior? El Estado alemán era una autocracia…
Lo que Toller quería era la aprobación de una proclamación que pedía, entre otras cosas, el dominio de Eros en el mundo y la abolición de la pobreza. Weber estaba boquiabierto “ante ese programa confuso y nada realista” (según escribe Marianne Weber), pero cuando Toller fue arrestado por agitar a favor de una huelga general, Weber solicitó que se le permitiera atestiguar y logró la liberación de Toller.
En febrero de 1919, los diferentes partidos socialistas de Baviera, dirigidos por Kurt Eisner, se unieron para proclamar una república socialista independiente. El famoso economista Lujo Brentano y el joven filósofo austriaco Otto Neurath fueron encargados de un programa de “socialización completa”, para hacer frente al creciente movimiento comunista. Fracasaron, y en abril una coalición más radical en la que Toller y el ensayista y filósofo anarquista Gustav Landauer eran los más prominentes, proclamó una nueva república soviética sólo para ver a una facción bolchevique más radical aún, encabezada por Eugene Leviné, proclamar un régimen comunista.
En las primeras turbulencias Eisner había sido asesinado. Cuando las tropas gubernamentales regresaron en mayo, Toller se convirtió, a la edad de 26 años, en el comandante del Ejército Rojo y dirigió los destacamentos de obreros en la brutal lucha callejera. Cuando la república soviética quedó aplastada. Landauer fue asesinado, y Neurath y Toller procesados por traición.
Weber apareció en la corte a favor de ambos. Dio testimonio de la integridad de Neurath y habló particularmente “a favor de Toller, del idealismo de cuyo pensamiento estaba tan seguro como de su inmadurez política”. Durante la audiencia en la corte (continúa Marianne Weber), Max Weber caracterizó a Toller como un Gesinnungsethiker un hombre guiado por una ética de los fines últimos, que era weltfremd (visionario) frente a las realidades políticas y que apelaba, inconscientemente, a los instintos histéricos de las masas. “En un rapto de ira”, dijo Max Weber, “Dios lo hizo político.”
Toller fue sentenciado a prisión en la fortaleza de Niederschönenfeld, donde, en octubre de 1919, en un febril periodo de dos días y medio, escribió su famosa obra de teatro expresionista Masse-Mensch (o, según el título de la edición de Nonesuch Press de 1923, Masses and man: A fragment of the social revolution in the Twentieth century).
Masse-Mensch es una moralité, tan desnuda y simple como Jederman, pero su tema es el dilema del uso de la violencia por una causa justa. El dirigente de la revolución es una mujer, Sonia, que anhela una revolución de la Masse, pero que también reverencia la individualidad, Mensch. La revolución empieza en la sangre y es ahogada en la sangre. Durante la revolución, Sonia (la única persona individualizada) pierde el control de los acontecimientos, que pasa a manos de “Der Namenlose”, el innominado, la imagen sin rostro de la violencia de las masas. La revolución francesa y Sonia es condenada a muerte. Der Namenlose aparece en la cárcel y dice a Sonia que puede quedar libre, pero sólo al precio de la muerte de un guardián. Sonia rehúsa, y en un diálogo que hace eco a Weber y preanuncia a Brecht (la apología de la revolución escrita diez años más tarde, Die Massnahme, ein Lehrstück,
((Las medidas, fragmento de lección (N. del T.)
))
cuyo título tan misteriosamente hace eco al de Toller), Toller escribe:
El Innominado –Cuenta las Masas, no el hombre.
¡No, no eres nuestra heroína, nuestro guía!
Cada uno lleva las taras de su origen;
Y tú las marcas de tu clase–
Debilidad y autoengaño.
La Mujer – ¡No, tú no amas al pueblo!
El Innominado – Nuestra causa viene primero.
Amo al pueblo que será,
Amo el futuro.
La Mujer – El pueblo viene primero.
Tú sacrificas a los dogmas
El pueblo que existe ahora.
El Innominado –Nuestra causa exige su sacrificio.
Pero tú traicionas a las Masas, tú traicionas
A la Causa.
Tienes que decidir hoy.
Quien titubea ayuda a nuestros amos
–Los amos que nos oprimen y nos matan de hambre
Quien titubea
Es nuestro enemigo.
La Mujer – Si yo tomara una sola vida humana
Traicionaría a las Masas.
Quien actúa debe sacrificarse sólo a sí mismo.
Escúchame: ningún hombre puede matar por una
causa.
Impía toda causa que necesita matar.
Quienquiera que pide sangre humana
Es Moloch.
Así Dios fue Moloch,
El Estado Moloch
Y las Masas –
Moloch
Conocí a Toller en Nueva York en 1937. En aquella época yo era presidente, en el plantel céntrico del City College de Nueva York, de la Huelga de Estudiantes contra la Guerra. Había leído Masse-Mensch de Roller y citado apasionadamente sus argumentos contra “la izquierda”. Había devorado The swallow book, largo poema escrito en la cárcel, y después Look through the bars, sus cartas escritas desde la prisión y que incluían poemas. Su autobiografía y sus obras de teatro habían dado un marco a mi conciencia. Yo compartía el romanticismo, pero temía también al holocausto desencadenado que los excesos de la pasión podían hacer estallar.
Escribí a Toller expresándole mi admiración y le pedí que se uniera a nosotros como él, veinte años antes, había pedido a sus mayores que se unieran a él. Contestó con un tono triste, expresando su desaliento ante el giro de los acontecimientos mundiales, pero consintió en aparecer. Era un día de abril, con aire fresco. Subió a nuestra plataforma, un hombre delgado y compacto, de rostro atezado, con ojos hundidos rodeados de ojeras. Empecé a decirle con ansiedad, volublemente, cuánto me gustaban sus escritos, pero parecía azorado e incómodo ante esa atención. Hablaba despacio, entrecortadamente, en un inglés estropeado. La mayoría de los estudiantes no escuchaban. Pronto se detuvo y entonces tras una breve inclinación de cabeza dirigida a los que estábamos en la plataforma, se fue. Dos años más tarde, después de la invasión nazi de Checoslovaquia, con los nervios destrozados por la tensión de su pacifismo y ante la certidumbre de una nueva guerra brutal, se suicidó, poniendo en obra su propia ética de los fines últimos.
*
El otro hombre joven del círculo de Weber, con quien los Weber “ligaron una estrecha amistad” (tal como lo caracteriza Marianne Weber), era Georg von Lukács.
((Comentarios de esa relación en Marianne Weber: Max Weber, A biography: Paul Honigsheim, “Memories of Max Weber”, en On Max Weber, y Arthur Mitzman, The iron cage. An historical interpretation of Max Weber.
))
Lukács era hijo de un banquero judío húngaro, Georg von Lukács, que había recibido un título de nobleza por servicios a la monarquía austro-húngara, y el hijo mantuvo el “von” heredado hasta que entró en el Partido Comunista Húngaro en 1918.
En los años que transcurrieron poco después de la Primera Guerra Mundial, Weber había escapado de su propio puritanismo ascético para explorar algunas relaciones eróticas; había conocido, por intermedio de Friedrich Gundolf, al famoso poeta esteticista Stefan George; y se había convertido en el centro de un grupo de jóvenes estudiantes rusos con quienes sostenía largas discusiones sobre Dostoyevski y Tolstoi, particularmente sobre Tolstoi, cuya consagración a la pureza moral y cuyos discursos sobre el Sermón de la Montaña atraían profundamente a Weber.
En este contexto, Lukács, con sus propias y ardientes preocupaciones estéticas y éticas, encontró un auditorio bien dispuesto. En 1910, a los veinticinco años, Lukács había publicado una recopilación de ensayos diversos en húngaro, El alma y las formas, que apareció un poco aumentado en alemán un año después. Uno de esos ensayos, “La forma de vida burguesa y el arte por el arte”, que es una meditación sobre Theodor Storm –novelista y poeta hoy casi olvidado, pero que en el tercer cuarto del siglo XIX fue, junto con Eduard Morike y Theodor Fontane, uno de los más importantes escritores de Alemania– plantea en su título una paradoja y la resuelve mediante una formulación que se convirtió en un motivo recurrente en el pesimismo cultural que ha persistido hasta la fecha. En su periodo emergente, dice Lukács, la vida burguesa y la cultura se confundían bajo la forma de un llamado:
Una profesión burguesa como forma de vida significa, en primer lugar, la primacía de la ética en la vida: la vida dominada por algo que recurre sistemática y regularmente, algo que sucede una y otra vez obedeciendo a una ley… Su más profunda consecuencia, tal vez, es que tal dedicación puede vencer la soledad egoísta.
Pero en una época de disolución la comunidad se disuelve, el artista vive a una distancia del mundo cotidiano de la burguesía. Mientras que el artesano encuentra su sentido únicamente en la práctica de su vocación, del deber, como un fin en sí mismo.
En ese ensayo Lukács daba expresión, a través de la estética, a lo que Weber mismo había presentido en las melancólicas últimas páginas de La ética protestante media docena de años antes, la abrumadora imagen de la “petrificación mecanizada” del ascetismo mundano, y a lo que Thomas Mann había pintado en su gran novela publicada después del cambio de siglo, Buddenbrooks: Verfall einer Familie,
((Los Buddenbrook: la caída de una familia (N. del T.)
))
acerca del ciclo de cuatro generaciones de una familia burguesa mercantil que termina en una desintegración que el esfuerzo del último hijo, Hanno, una vida entregada al arte, no logrará impedir.
Esta tensión entre la “forma” y la “vida” era el centro de la estética de Lukács. No se podía establecer una “forma”, en la vida, porque la vida, caótica y enajenada, carecía de centro; sin embargo la forma seguía existiendo en el arte, y la cuestión para Lukács era si la forma artística podía superar la vida enajenada que estaba disolviendo la cultura.
El alma y las formas, como sucede con todo escrito apasionado de un hombre joven, tiene sus dimensiones autobiográficas, y el verdadero héroe del libro (como lo ha observado André Arato y Paul Breines) es Soren Kierkegaard. Ampliamente desatendido después de su muerte, excepto por un largo estudio del crítico danés Georg Brandes, de 1877, Kierkegaard adquirió una rápida celebridad en Alemania antes de la Primera Guerra Mundial debido a las traducciones de sus obras publicadas entre 1909 y 1914. Lukács fue uno de los primeros que exploraron su pensamiento.
El ensayo sobre Kierkegaard se titula, significativamente, “El hundimiento de la forma frente a la vida” y lleva este subtítulo: “Soren Kierkegaard y Regine Olson”. El ensayo se ocupa menos de cualquiera de los argumentos teológicos de Kierkegaard que de su renuncia a Regine Olson como paso necesario para convertirse en el héroe ascético, para emprender la búsqueda absoluta de la vida absoluta: “El mundo de la comunión humana, el mundo ético cuya forma típica es el matrimonio, se levanta entre los dos mundos en el alma de Kierkegaard: el mundo de pura poesía y el mundo de pura fe”. Su gesto de renuncia fue “un camino hacia el gran amor, el único amor absoluto, el amor de Dios”.
Kierkegaard, escribe Lukács, “construyó toda su vida sobre un gesto”. Su “heroísmo fue que quiso construir formas a partir de la vida. Su honestidad fue que vio una encrucijada y avanzó hasta el fin del camino que había escogido. Su tragedia fue que quiso vivir lo que no puede vivirse”.
((Estas citas están tomadas de la edición de Merlin Press, traducida por Anna Bostock y publicada en los Estados Unidos por la M. I. T. Press en 1974 bajo el título Sould and form.
))
Escritas en 1909. Estas palabras se convertirían en un gesto de diez años después, y esa afirmación misma puede servir, como veremos, de epitafio de la propia vida de Lukács.
De 1912 a 1915 Lukács fue miembro del círculo de Weber, particularmente en las reuniones del domingo por la tarde, en las que la presencia de Weber dominaba la escena, aunque, como escribió su esposa, “Sólo unos pocos de los huéspedes, como Gundolf o Lukács, eran capaces de expresar sus ideas lo bastante bien como para convertirse en puntos de interés independientes”. Weber se interesó profundamente en los trabajos de estética de Lukács, pero le sedujo sobre todo un relato de Lukács escribió en 1912, Von der Armut am Geiste (Del pobre de espíritu), sobre los reproches que se hace un hombre joven después del suicidio de una muchacha a la que había amado –relato autobiográfico apenas velado. El meollo de la discusión es la idea de “bondad”, que, como la idea de carisma de Weber, significa “haber recibido por gracia el poder de abrirse paso entre las formas”.
Un tono dostoyevskiano corre a lo largo del relato. Como en las Memorias del subsuelo, hay una mofa del comportamiento “orientado a una meta”, “responsable” o “útil” –en una palabra, burgués:
¿Qué le importan a la bondad las consecuencias?… La bondad es tan sin uso como sin razón… la bondad es divina, metapsicológica. Cuando la bondad aparece en nosotros, el paraíso se ha vuelto realidad y la divinidad ha despertado en nosotros… ¿Te acuerdas de Sonya, del príncipe Myshkin, de Alexei Karamázof en Dostoyevski? Me preguntaste si hay algún hombre bueno; aquí los tienes.
El relato revela, más que la mayoría de los escritos de Lukács, las dos almas que había en su pecho: una que buscaba encontrarse entre los pocos elegidos que pueden prepararse para la “bondad” –liberarse de su “determinación psicológica” (es decir de su propio pasado burgués), alcanzar la “necesidad metapsíquica”, el “giro del estado empírico a la vida auténtica” donde los “hombres buenos” son los “gnósticos de la acción”; otra que buscaba la noción formal de la obligación ética, el encuentro con el propio daemon, la aceptación de la idea de deber, y el ser “poseído” por la propia obra, que es la verdadera virtud.
((Que ese episodio y ese dilema absorbieron también a Weber se ve claramente en el hecho de que, según informa Arthur Mitzman, “Weber tenía tan alta opinión del relato, que propuso que se lo enseñaran al amante de una de las amigas de Marianne (Weber), junto con Los hermanos Karamazov, para disuadirlo de la idea de que el comportamiento moral debía juzgarse por sus resultados más bien que por su valor intrínseco.
Lo que resulta igualmente claro es que el elemento sexual, que parece encontrarse tras el colapso nervioso de Weber y sus dos decisivas relaciones extramaritales, tenía alguna relación con el hecho de que Weber se identificara con aquella historia.
))
Así es como Marianne Weber recuerda y resume aquellos días y aquellos estados de ánimo, al escribir una década más tarde, a raíz de la muerte de su esposo:
Para Lukács el esplendor de la cultura interior al mundo, particularmente su lado ético, significaba el Anticristo, la competencia luciferina” contra la efectividad de Dios. Pero tenía que haber un pleno desarrollo de ese reino, porque no tenía que facilitarse la elección individual entre él y el reino trascendente. La lucha final entre Dios y Lucifer está aún por venir y depende de la decisión de la humanidad. La meta última es la salvación del mundo, y no, como para Stefan George y su círculo, el cumplimiento en él. (Subrayado en el original).
Lukács esperaba establecerse en la tranquila paz académica de Heildelberg, pero la guerra, junto con el apoyo dado a Alemania por la mayoría de los intelectuales, incluyendo a Weber, echó por tierra esos planes. En 1914-15 Lukács escribió la Teoría de la novela, que es el más concentrado de sus escritos acerca de la novela como forma. El análisis es desapasionado a todo lo largo del libro, hasta las últimas páginas, donde de pronto un brote de pesimismo cultural se abre paso y Lukács declara que “la novela es la forma de la época de la absoluta pecaminosidad, como dijo Fichte, y habrá de seguir siendo la forma dominante mientras el mundo siga bajo la misma estrella”. Sólo en Dostoyevski, proclama Lukács, se ve una vislumbre de un nuevo mundo, captada por un escritor tan grande tal vez como Homero o dante. “Será la tarea de la interpretación histórica-filosófica decidir si estamos a punto de salir de la época de la pecaminosidad absoluta”, o si esas esperanzas serán aplastadas “por el poder estéril de los existente”.
El 1915 Lukács regresa a Budapest, y alrededor de él y de su amigo Bela Balzs se reúne los domingos por la tarde un pequeño grupo para participar en discusiones organizadas sobre el patrón del círculo de Weber. Entre los miembros más jóvenes se cuentan Karl Mannheim, Arnold Hauser, Frederick Antal y Michael Polanyi, hombres que se harán famosos en el mundo anglo-norteamericano: junto a ellos asistía también un grupo de intelectuales húngaros de más edad y hoy menos conocidos. El tema de discusión era escogido siempre por Lukács y se centraba invariablemente en torno de algún problema ético sugerido por los escritos de Dostoyevski y de Kierkegaard. De política y de problemas sociales, según recordó más tarde Arnold Hauser, no se discutía nunca. Además el grupo estableció una “escuela libre” en 1917, donde varios miembros dieron conferencias sobre los temas que les interesaban. Como lo observó Mannheim en una conferencia programática, la tradición cultural con la que los miembros deseaban identificarse comprendía “…en Weltanschauung y actitud ante la vida, a Dostoyevski; en nuestras convicciones éticas, a Kierkegaard…”
El Partido comunista Húngaro se formó el 24 de noviembre de 1918. Lukács ingresó en el partido el mes siguiente, junto con su esposa Yelena Grabenko y Bela Balazs. Los contertulios de los domingos por la tarde, que permanecieron independientes, recibieron la noticia con asombro. En palabras de Lee Congdon: “Habían llegado a conocerlo bien y le habían oído a menudo hablar de Dostoyevski y de Kierkegaad y de los grandes problemas morales universales que definen la condición humana. Pero nunca le habían oído hablar de Marx o de la necesidad del compromiso político.
((En el ensayo “The unespected revolutionary: Lukács road to Marx”, Survey, Londres, primavera-verano de 1974. Lo extraordinario es que el trabajo de Congdon no es ni reconocido ni citado en dos libros recientes que se ocupan de la juventud de Lukács –Arato y Breines: The Young Lukács and the origins of Westerm Marxism (New York, The Seabury Press, 1979), y Michael Löwy: Georg Lukács – Froms Romanticism to Bolshevism (London, NLB, 1979; edición original en francés, 1976) – omisión tanto más sorprendente cuanto que Congdon lee el húngaro y ha trabajado con fuentes primarias mientras que los otros tuvieron que trabajar con traducciones alemanas y francesas. Pero así es la hagiografía: no admite puntos de vista discordantes.
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Los comunistas estaban todavía más desconcertados. En su autobiografía, el escritor proletario Lajos Kassak recuerda la sorpresa que le produjo enterarse de que Lukács estaba escribiendo para revistas comunistas:
…aquel que unos días antes había publicado un artículo en Szabadgondolat (Pensamiento Libre) en el que escribía con énfasis filosófico que el movimiento comunista no tenía una base ética y era por lo tanto inadecuado para la creación de un mundo nuevo. Anteayer escribía eso, pero hoy se sienta en la mesa del personal editorial de Vörös Ujsdag.
En aquel artículo, “El bolchevismo como problema moral”, que se publicó, irónicamente, el mismo mes en que Lukács entró en el Partido, cuestionaba la opinión de que la victoria del proletariado dará fin a la opresión. Si se aceptaran las afirmaciones de Marx, “entonces es necesario aceptar el mal como mal, la opresión como opresión, el dominio de la nueva clase como dominio de clase”. Los bolcheviques en su creencia de que el bien (la sociedad sin clases) puede brotar del mal (la dictadura y el terror) demostraban una fe que era un ejemplo del credo quia absurdum est: y él no se sentía capaz de compartir esa fe, ya que la mejor parte de la sabiduría es uso exclusivamente de medios morales para conseguir fines morales.
Y sin embargo una semana después Lukács había sufrido una conversión. Como Kierkegaard, Lukács exponía ahora su vida entera sobre “un gesto”. En el ensayo de una década antes, Lukács había admirado las “etapas en el camino de la vida” de Kierkegaard, que eran según éste la estética, la ética y la religiosa. Pero estos mundos no eran objeto de un ascenso racional, ya que entre uno a otro sólo podía darse mediante un “salto”, esa decisión existencial que Lukács veía como “la metamorfosis de la existencia entera de un hombre”. Y ahora Lukács había dado también el “salto”, no de lo ético a lo religioso sino de lo ético a lo político –que era en cierto modo lo religioso. Con ese salto, Lukács se convirtió en parte de esa estirpe especial de virtuosos cuyas vidas están atrapadas en una interminable alternancia de pecado y expiación y en la tragedia de no saber nunca si el desenlace será la salvación o la condenación.
El escollo para Lukács había sido el problema del terror y la probabilidad de que la dictadura no se disolviera por sí sola. Había meditado profundamente en Los poseídos de Dostoyevski, había discutido la cuestión con su esposa, Yelena Grabenko, que había pasado un tiempo en las cárceles zaristas por pertenecer al ala terrorista del Partido Social-Revolucionario Ruso, y, a diferencia de la mayoría de los intelectuales que se adhirieron al Partido, tuvo el valor de mirar de frente a la cabeza de Medusa.
En su ensayo publicado en 1919, titulado “Táctica y ética”, Lukács expresó su apología pro vita sua. En la “edad de la absoluta pecaminosidad,” no hay escapatoria para los hombres que quieren preservar su pureza moral. Todos los hombres están atrapados en el dilema de la violencia de la revolución y la violencia sin sentido del viejo mundo corrupto. Sin embargo la elección no es arbitraria si entiende uno la idea de “sacrificio”, que es el sacrificio de la propia personalidad moral. Lukács subraya esto citando las novelas de Boris Savinkov, el terrorista social-revolucionario ruso que fue uno de los asesinos del ministro ruso von Plehve:
El asesinato no está permitido: el asesinato es un pecado incondicional e imperdonable. Sin embargo es ineluctablemente necesario: no está permitido, pero debe cometerse… Savinkov ve, no la justificación de su acto (cosa imposible), sino su más profunda raíz moral en el hecho de que significa no sólo su vida, sino también su pureza, su moralidad, incluso su alma por sus hermanos. En otras palabras, sólo aquel que reconoció sin reservas y sin vacilaciones que el asesinato no puede sancionarse bajo ninguna circunstancia puede cometer el asesinato que es verdadera y trágicamente moral.
Y Lukács concluye:
Expresar este sentido de la tragedia humana más profunda en las palabras incomparablemente bellas de la Judith de Hebbel: “Incluso si Dios hubiera colocado el pecado entre mí y la hazaña que me estaba encomendada, ¿quién soy yo para poder escapar de eso?
((En la primera cita, he amalgamado la traducción de Lee Congdon con las de la versión “oficial” de Lukács editada por Rodney Livingston, ya que la de Congdon, traducida directamente del húngaro, es más rica, mientras que la traducción del libro de Livingston está hecha de una traducción alemana. La segunda cita –y su evocación del asesinato de Holofernes por la Judith bíblica– proviene de Livingston. V. Tactics and ethics: George Lukács’ political writings, 1919-1929, editado por Rodney Livingston, London, NLB, 1973
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La primera vez que leí ese pasaje, en 1947, me di cuenta de pronto de que era en Lukács en quien pensaba Weber en las páginas finales de “La política como vocación”; que cuando escribió: “El defensor de una ética de los fines absolutos no puede enfrentarse a la irracionalidad ética del mundo”, era la decisión de Lukács la que había provocado la angustia de Weber.
Muchas imágenes confusas entraban ahora en foco de manera coherente. Mucho antes había discutido yo con Melvin Lasky, mi antiguo compañero de clase del City College, las notables páginas del libro de Franz Borkenay World Communism (1939) en las que aquel ex comunista bien enterado (ángel caído de la Escuela de Francfort) citaba un artículo poco conocido escrito en 1921 por Ilona Duczynska (esposa de Karl Polanyi y una de los fundadores del movimiento comunista húngaro), a raíz de su temprana ruptura con el movimiento comunista, refiriéndose veladamente a Lukács:
Un teórico que era quizá el único cerebro que había detrás del comunismo húngaro me dijo una vez: “El más alto deber para la ética comunista es aceptar la necesidad de actuar de manera inmoral. Es el mayor sacrificio que la revolución exige de nosotros. La convicción del verdadero comunista de que el mal se transforma en bendición a través de la dialéctica de la evolución histórica”.
Y es esa “teoría dialéctica de la maldad” la que se encuentra en el corazón del famoso retrato de Lukács trazado por Thomas Mann en el personaje de Naphta, el dialéctico judío-jesuita de La montaña mágica.
En mi conferencia Hobhouse, dada en la London School of Economics en la primavera de 1977 y titulada “¿El retorno de lo sagrado?”, escribí unas páginas sobre Lukács y las fuentes gnósticas de las religiones políticas.
((Están incluidas en mi libro de ensayos Sociological journeys: 1960-1980, que publicará próximamente en Inglaterra Heinemann Educational Books.
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Pensé entonces en establecer la conexión entre Lukács y Weber, pero no tenía más prueba que las alusiones especulativas y, aunque la historia de detectives moral era fascinante, el excursus hubiera sido una digresión en el hilo de mi argumentación.
En 1979 había iniciado yo una correspondencia con la socióloga húngara Agnes Heller, última discípula de Lukács y su albacea. La señora Heller, su marido Ferenc Feher y su colega Andreas Hegedus habían perdido hacia unos años sus puestos de profesores y eran perseguidos de manera mendaz por plantear públicamente cuestiones en torno a la burocracia, el derecho a la oposición libre y otros problemas semejantes, aunque dentro del marco del socialismo. Finalmente la señora Heller y su marido pudieron partir y conseguir puestos en la enseñanza en Australia. En una de mis cartas planteé a la señora Heller mi creencia de que uno de los hilos ocultos del ensayo de Weber, y la persona en quien pensaba en la parte decisiva que cité antes, era Lukács. Me contestó
En cuanto a Politik als Beruf:
((La política como vocación (N. del T.).
))el pasaje está conectado con conversaciones y debates que tuvieron lugar entre Weber y Lukács, pero no directamente… hay un nexo directo diferente: en enero de 1919 Weber envió una carta personal de advertencia (eine Art von Kassandrabrief)
((Una especie de carta de Casandra (N. del T.).
))a Lukács, que se había adherido recientemente al comunismo, cuyo contenido esencial es: el experimento ruso, demasiado audaz, desacreditará moral y sociológicamente el socialismo para cien años. Era ésta una salida inesperada de parte de Weber: preocuparse por el socialismo. Este es básicamente el trasfondo.
Dostoyevski, tiene usted razón, fue esencialmente “importado” dentro de este complejo de problemas por Lukács. (En sobre separado, mi marido Ferenc Feher le enviará su ensayo Am Scheideweg des romantischen Antikapitalismus,
((En la encrucijada del anticapitalismo romántico (N. del T.).
))que contendrá la historia “secreta” de un libro sobre Lukács-Dostoyevski, la revolución rusa, etc.) Pero de manera muy específica ese pasaje es altamente injusto
((En el pasaje sobre los medios y los fines a que se refiere la señora Heller, Weber dice: “…incluso durante la guerra los socialistas revolucionarios (facción de Zimmerwald) profesaban un principio que podríamos formular de esta manera impresionante: ‘Si tenemos que escoger entre unos años más de guerra y de revolución y una paz inmediata sin ninguna revolución, escogemos… ¡unos años más de guerra!’ Ante la pregunta consiguiente: ‘¿Qué puede traer esta revolución?’. Todo socialista científicamente preparado tendría la respuesta: No puede hablarse de transición hacia una economía que pudiera llamarse socialista en el sentido que nosotros damos a esa palabra; reemergerá una economía burguesa, simplemente despojada de los elementos feudales y de los vestigios dinásticos. Por este muy modesto resultado, están dispuestos a aceptar ‘algunos años más de guerra’… Con el bolchevismo y el espartaquismo, y en general con cualquier clase de socialismo revolucionario sucede precisamente lo mismo. Por supuesto, es absolutamente ridículo que los políticos del poder del antiguo régimen sean denunciados por utilizar los mismos medios, por muy justificado que esté el rechazo de sus fines”.
))y definitivamente no es ninguna respuesta a Lukács. Es injusto (a) porque amalgama a Lenin con Rosa (Luxemburgo): Lenin tenía en efecto la creencia de que “noch einige Jahre Krieg und Revolution anstatt jetzt Friede und keine Revolution”.
((Ética de la violencia (N. del T.).
))Rosa definitivamente no tenía esa creencia. La referencia al espartaquismo a este respecto y en ese preciso momento –el momento histórico de su masacre– no es del todo agradable. (b) Lukács nunca representó una ética del amor que se transforma en simple (maquiavélica) ética de la violencia “final”. Pero es cierto que Lukács dio a entender de muchas maneras a Weber que la ética personal del Gran Inquisidor y la ética colectiva de los revolucionarios rusos tenían muchos rasgos importantes en común y que, en el contraste entre la (impotente) ética de amor del Jesús de la parábola y la Gewaltethik
((Mejor algunos años de guerra y revolución antes que paz ahora y ninguna revolución (N. del T.).
))materialista del Inquisidor, se expresa la antinomia moral básica del periodo.
Eso era pues, Weber, en su propia angustia al ver a los jóvenes que habían estimulado su vida en su vejez volverse hacia la revolución, había tratado de detenerlos, o por lo menos de responderles ante la Historia. En lo inmediato su esfuerzo fue inútil. Pero ¿hay alguna caridad en todo esto? Toller se había retraído a un pacifismo absoluto y al suicidio. Lukács había ido a través del valle de lágrimas hasta el amargo final, racionalista cósmico empujado por un romanticismo fáustico al pacto con el demonio que lo ató hasta el fin de sus días.
((El nadir de esto fue la degradante “confesión” que hizo Lukács en Moscú en 1934 ante la sección filosófica de la Academia Comunista, cuando repudió el libro que había hecho su reputación, Historia y conciencia de clase. Como dijo él entonces:
“…Empecé como discípulo de Simmel y de Max Weber (estaba entonces bajo la influencia de las tendencias filosóficas alemanas, las Geisteswissenchaften*) y evolucioné, filosóficamente, desde el idealismo subjetivo hasta el objetivismo, desde Kant hasta Hegel… entré en el Partido Comunista Húngaro en 1918 con un panorama del mundo que era netamente sindicalista e idealista El libro que publiqué en 1923… era una suma filosófica de esas tendencias…
En la esfera intelectual, el frente del idealismo es el frente de la contrarrevolución fascista y de sus cómplices los fascistas sociales. Cada concesión al idealismo, por insignificante que sea, significa peligro para la revolución proletaria…
Con la ayuda del Comintern, del Partido Comunista Unificado y de su dirigente, el camarada Stalin, las secciones del Comintern lucharán por esa férrea implacabilidad ideológica y por el rechazo de todo compromiso con cualquier desviación del marxismoleninismo… (Subrayado en el original). (Cit. en “Georg Lukács: An intellectual biography”, Soviet Survey (Londres), abril-junio, 1958.)”
Puesto que las novelas de Boris Savinkov fueron los textos que convencieron a Lukács de dar “el Salto” al abismo revolucionario, tal vez no está desplazado incluir también su historia. Savinkov, nacido en 1870, se adhirió al movimiento revolucionario a la edad de veinte años y pronto se convirtió en una figura dirigente dentro del ala terrorista del Partido Social-Revolucionario, donde organizó el asesinato de von Plehve, del Gran Duque Sergio, y docenas de otras acciones, entre ellas un atentado abortado contra la vida del Zar en Kronstadt.
Al iniciarse la Primera Guerra Mundial, Savinkov, que estaba entonces en Francia, se enroló en el Ejército, pero al estallar la revolución en Rusia regresó allá para convertirse en ministro adjunto de la guerra en el Gobierno Provisional. Como escribe uno de sus biógrafos: “Muchos lo consideraban como el futuro hombre fuerte de Rusia. Empezó a sentirse un nuevo Napoleón.” Fue esa ambición, aparentemente, la que lo llevó, en un asombroso acto de oportunismo, a apoyar la acción contrarrevolucionaria de Kornikov contra el Gobierno Provisional, acción que allanó en parte el camino a la victoria bolchevique. Después de la Revolución de Octubre, Savinkov fomentó conspiraciones terroristas contra Lenin (él fue quien le dio el revólver a Dora Kaplan, que disparó contra Lenin en 1918). Apoyó, sucesivamente, los movimientos de Alekseyev, Kaledin, Kolchak, Deninkin y Wrangel contra los bolcheviques, y cuando todos ellos fracasaron, huyó a París.
En agosto de 1924, fue llevado de nuevo a Moscú, con engaños, por la G.P.U., que se habían infiltrado en su pequeño grupo, y fue arrestado. Procesado en Moscú, confesó sus acciones y proclamó su conversión al bolchevismo: “Reconozco incondicionalmente vuestro derecho a gobernar a Rusia… Pero añado esto: antes de venir aquí a reconocernos, he pasado por peores sufrimientos que los peores que podáis infligirme.”
Savinkov fue sentenciado a muerte; la sentencia, sin embargo, venía acompañada de una recomendación de indulto. Dzershinsky, jefe de la G.P.U., buen amigo suyo antes de la Revolución, le dijo que sería indultado, y se le preparó un departamento especial en la cárcel de la G.P.U. La prensa rusa divulgó ampliamente su conversión al régimen soviético. El 7 de mayo de 1925, Savinkov escribió una carta a Dzershinsky solicitando ser liberado con el argumento de que, como viejo revolucionario, merecía mejor suerte, y pidiendo que se le encomendara algún trabajo positivo. “No puedo soportar la existencia a medias”, escribió. Al día siguiente su cuerpo se precipitaba al patio. ¿Suicidio? ¿O, como alega ahora Solzhenitsyn, asesinato? ¿Lo sabremos algún día?
(Savinkov contó su vida en Memoirs of terrorist, New York, Albert&Charles Boni, 1931. Los últimos detalles son relatados por el traductor, Joseph Shaplen, en un epílogo.)
))
Como dijo el predicador Koheleth:
((En el Eclesiastés.
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“En mi vacía existencia lo he visto todo, desde el hombre recto que perece en su rectitud hasta el hombre malvado que envejece en su maldad. No seáis demasiado rector y no seáis demasiado sabios.”
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Mis penas tempranas, fortuitas como eran, habían llegado al enterarme de Kronstadt. Ese conocimiento, combinado con mi temperamento, hizo de mí un menchevique de toda la vida –alguien que escoge, casi siempre, el menor mal.
Habiendo vivido –como observador, gracias a Dios, más que como víctima– a través de las purgas stalinistas y los paroxismos nazis, el Holocausto y el Gulag, las medidas fríamente calculadas para diezmar a una clase educada en Camboya y la alegre matanza de diferentes tribus en Uganda, todo lo cual ha hecho de este siglo el más pavoroso de la historia humana, hace mucho tiempo que empecé a temer a las masas en la política y a aquellos que fustigan las pasiones de las muchedumbres “en nombre del pueblo”, como en otro tiempo se hacía en nombre de Dios.
Siempre me he creído socialista en economía, en la medida en que he defendido el principio de que los recursos de la comunidad, a la manera de una primera incautación, deben usarse para satisfacer las “necesidades básicas” de todos (y el concepto de “necesidad básicas” no es tan ambiguo; es aquello que está por debajo del “ingreso discrecional” del presupuesto de la clase media). Y porque aprecio profundamente los hilos de continuidad que puede proporcionar una tradición, en oposición al sincretismo que mezcla indiscriminadamente todas las culturas, soy conservador en la cultura. En cuanto a la política: si hay alguna lección que aprender de este espantoso siglo, es que la política ideológica, la política a ultranza –la política proclamada en nombre del pueblo que, como observó una vez Groucho Marx, pide el poder para aquellos que gritan “el poder al pueblo” – destruye al pueblo y muchas veces también a aquellos que proclaman esa política. La ética de la responsabilidad, la política de la civilidad, el miedo al ultra y al fanático –y al hombre moral que quiere sacrificar su moralidad en la decepción egoísta de la total desesperación– son las máximas que han gobernado mi vida intelectual.
Y sin embargo, como dijo Hegel, la historia no enseña nada a aquellos que creen que pueden cambiar “su” curso. (“Los ejemplos de virtud elevan el alma y son aplicables a la instrucción moral de los niños.”) El romanticismo corrupto de la “Revolución” – ¡equivalente moral de la guerra! – ejerce su fascinación constante y renovada. Contra la vulgaridad de la vida burguesa, como en Alemania, o la pereza del desaliento burocrático, como en Italia, los nuevos jóvenes terroristas, como la banda Baader-Meinhof de Alemania o las Brigadas Rojas de Italia, recurren a las bombas y a las ejecuciones para derrocar al “Estado represivo”. Y sin duda, cuando se publiquen sus cartas y se lean sus diarios, tendremos también sus reflexiones angustiosas sobre el asesinato y la moralidad. El lenguaje está hoy hueco y rancio, autoindulgencia del alma adolescente. Hace setenta años, entre los jóvenes terroristas rusos, cada acto era emprendido en el terror y temblando, porque el joven idealista reconocía que estaba cometiendo un asesinato y la mayoría de las veces se sacrificaba de manera suicida en el acto. Hoy, en la expansión del terrorismo, el sentido individual ha quedado anestesiado y el terror se ha convertido en un catecismo de los Calibán.
Estoy demasiado cansado para escuchar, demasiado enojado para oír. Pero en mi mente perviven las conminaciones de Max Weber: “Quien busca la salvación del alma, de la propia o de la de otros, no debería buscarla en los caminos de la política.” Fue con esta cita con la que terminé mi monografía de 1952 sobre El marxismo socialista en los Estados Unidos. Puesto que la muerte del socialismo es el acto político más trágico –y menos reconocido– del siglo XX, es una conminación a la que debe atenderse hoy más que nunca. ~
Publicado originalmente como “First love and early sorrows” en Partisan Review,
Vol. XLVIII, No. 4 (1981), 532–551.
Traducción del inglés de Tomás Segovia.
Daniel Bell (Nueva York, 1919 - Cambridge, Massachusetts, 2011) era sociólogo. Entre sus libros destacan 'El advenimiento de la sociedad post-industrial' o 'Las contradicciones culturales del capitalismo'.