Cuando leí, hace ya varios años, Apegos feroces me pregunté, estupefacta, cómo podía no haber oído hablar jamás de Vivian Gornick (El Bronx, Nueva York, 1935). Para decirlo con las palabras de la propia escritora –que opina así de Mujer y autoridad, un nombre ficticio para un texto real que no revela– el suyo “era uno de esos escritos que te dejan mirando al infinito con el libro en el regazo un buen rato después de haber vuelto la última página”. Todo: su prosa, su honestidad, su visión descarnada, su mirada filosa sobre sí misma y sobre su entorno familiar me deslumbraron, como lo han hecho después todos y cada uno de los libros suyos que he leído.
En La situación y la historia, Gornick nos cuenta cómo pasó del periodismo personal a escribir Apegos feroces. Doce años después de haber tenido un fracaso relativo en una crónica sobre Egipto, porque, según sus palabras, “nunca supe quién estaba contando la historia”, descubre que su verdadera vocación es la narrativa personal y se decide a escribir, “sin sentimentalismo ni cinismo”, unas memorias que tienen como principio organizador la figura de la madre y la de una vecina de su infancia, dos mujeres que, en su opinión, fueron las que la hicieron mujer. Y vaya si lo logra.
En ese libro Vivian Gornick, considerada ante todo como una maestra del ensayo autobiográfico, se nos revela como una gran narradora, la misma virtud que ella apreciaba en su vecina de adolescencia, la señora Kerner, que “poseía el don de los narradores natos, es decir, aquellos para los que cada retazo de experiencia solo está esperando que se le dé forma y sentido a través del milagro del discurso narrativo”. Forma y sentido. Eso es lo que encontramos en Apegos feroces, un texto donde ya la autora muestra su interés por temas que atravesarán toda su obra: el amor, la sexualidad, el matrimonio, la conversación intelectual, la escritura. Lo que va emergiendo en las primeras páginas es El Bronx, el barrio obrero neoyorquino donde creció, poblado por migrantes o hijos de migrantes irlandeses, italianos, rusos, polacos; y por judíos como ella, que habitaban casi todos los pisos del edificio donde vivió entre los seis y los veintiún años. Ante el lector se despliega el universo de esta jovencita que bebe de su entorno todo lo que la marcará para siempre. Un mundo rudo, donde los hombres son figuras fugaces, que entran y salen, y las mujeres son casi todas amas de casa condenadas a la domesticidad, exasperadas con sus maridos y con la sexualidad obligada. Mujeres que se quejan ásperamente y sin pudor, que odian, desprecian, esquivan, pero que también parlotean alegremente, entregadas al chisme. Y en medio de ellas la madre, que siente desprecio por ese mundo y por los quehaceres hogareños, que asume, sin embargo, estoicamente. “Sabía que existía otro mundo –el mundo– y a veces pensaba que quería ese mundo. Mal. Se detenía entonces en medio de una tarea, se quedaba mirando durante unos largos minutos el fregadero, el suelo, la cocina. Pero ¿dónde? ¿Cómo? ¿Qué?”
En ese lugar a veces opresivo, a veces desenfadado y alegre, la narradora descubre que tanto su madre como Nettie, su vecina, creen que la única vida posible de una mujer es al lado de un hombre. Las dos tienen romantizado el amor. Su madre, que ha hecho de la vida conyugal la razón de su existencia, hasta el punto de caer en un vacío trágico y plañidero al momento de enviudar, pero también Nettie, que ha hecho de la libertad amorosa su credo. En la trampa del romanticismo grandilocuente también va a caer Vivian hasta que la realidad se le imponga sobre el mito. De eso da cuenta cuando analiza lo que sucedió en su segundo matrimonio. Lo hace en La mujer singular y la ciudad, con un tono entre humorístico y amargo:
Si no era capaz de encontrar al hombre adecuado, me juré, por lo más sagrado, prescindiría de los hombres. […] Una mañana me desperté desolada. Por qué, no sabía decir. Nada había cambiado. Él era el mismo, yo era la misma. Solo unas semanas antes me despertaba feliz. Ahora estaba afligida bajo la ducha mientras unas manchitas de tristeza bailaban en el aire ante mis ojos y la soledad de antes volvía a filtrarse por mi piel.
Quién es ese hombre, pensé.
No es el adecuado, pensé. Un año después, nos divorciamos.
Mucho tiempo después la escritora, que se define a sí misma como una feminista combativa, va a decir: “Estar sola es una postura política.”
En La mujer singular y la ciudad Gornick se concentra en la relación con la madre, quien es caracterizada ya en Apegos feroces como un personaje complejo, lleno de aristas. A las dos las ata un nudo tenso, y los desencuentros se nos revelan a través de las conversaciones que sostienen mientras pasean. Las descripciones son de una precisión deslumbrante, y enorme la capacidad de percepción del otro, como cuando la autora escribe que su madre sabía “ser amable y sarcástica, histérica y generosa, irónica y criticona, y, en ocasiones, lo que ella consideraba cariñoso: aquel comportamiento hosco y avasallador que adoptaba cuando se veía invadida por la ternura que tanto temía”. O cuando se refiere a los sentimientos mutuos en una relación definitivamente mala: “Estamos atrapadas en un estrecho canal de familiaridad, intenso y vinculante: durante años surge por temporadas un agotamiento, una especie de debilitamiento entre nosotras. Después la ira brota de nuevo, ardiente y clara, erótica en su habilidad para llamar la atención.”
Como Annie Ernaux, Didier Eribon y Édouard Louis, Vivian Gornick nos deja ver la historia del desprendimiento de su clase social a partir de su pasión por el intelecto y la escritura, que la lleva primero al City College y luego a hacer su doctorado en el departamento de literatura inglesa de la Universidad de Berkeley. “Vivía entre los míos, pero había dejado de ser uno de ellos.” Allí descubrió “que las ideas transformaban a las personas y que las conversaciones intelectuales podían ser tremendamente eróticas”. De hecho, Vivian se va a definir, entre muchas otras cosas, como una apasionada de la conversación, una mujer de palabras. Que son, como toda su literatura, mordaces y afiladas. Parte del desequilibrio de su primer matrimonio, nos cuenta, tuvo que ver con que su marido era silencioso mientras ella usaba las palabras como un arma: “Nada más abrir la boca el poder era mío: tenía la facultad de rebanar, cortar y trinchar; de arremeter, machacar y hostigar.”
De sus paseos por Nueva York está constituido La mujer singular y la ciudad, un libro donde ella es el clásico flâneur del que habla Benjamin a propósito de Baudelaire: el ciudadano que deambula libremente por las calles, sin objetivo, recreando su mirada en la multitud que lo rodea. ¿Por qué se llama a sí misma “la mujer singular”? Según declaraciones suyas, el término se lo inspiró la novela The odd women, de George Gissing, donde se reconoció como tal, pues “odd women –escribe– puede traducirse como ‘mujeres sin pareja’, ‘mujeres singulares’”, y yo añadiría también como “mujeres raras”, “mujeres atípicas”.
En este libro, y en todos, destaca la capacidad de observación de Gornick, su oído atento a las conversaciones pasajeras, a las escenas a veces ridículas, o duras y estremecedoras. Como aquella en que un joven padre habla a señas en el metro con su pequeñito monstruoso, “de cabeza enorme y contrahecha”, con tal dedicación y cariño del padre que la escritora concluye, emocionada: “Estos dos se están humanizando el uno al otro de un modo asombroso.” Y es que la no ficción, que se centra en el yo singular del que escribe, exige –como explica en otra de sus obras– una mirada empática que le permita “encontrar al otro en sí mismo”, única manera de generar la dinámica necesaria en la narración.
La estructura de este libro es fragmentaria, y la constituyen relatos breves, visiones fugaces, referencias críticas muy amenas a escritores que tuvieron una relación más o menos agridulce con Nueva York. El hilo que tenuemente la sostiene es el de la relación de Vivian con Leonard, un amigo gay con quien comparte “la política del daño”, que surge de la conciencia “de haber nacido en una injusticia social preestablecida”; conciencia que los hace mantener una conversación perenne aunque con largos intervalos y que les permite regodearse en su negatividad, pues ella se reconoce como hipercrítica, “siempre haciendo hincapié en los defectos, en lo que falta, en lo que no es como debería”. Visiones tan crudas de sí misma abundan en su obra. Porque si algo sabe hacer Gornick es, para usar uno de sus títulos, “mirarse de frente” mientras lleva a cabo una inmersión en sí misma, una investigación en su yo cambiante que, como escribe en La situación y la historia, la “no ficción” siempre exige.
Esa mirada implacable toca también, por supuesto, a los que la rodean. Especialmente dura resulta su visión de la universidad y de las ciudades universitarias, donde se ha desempeñado como profesora visitante por temporadas. En esos lugares, nos cuenta, la impacta cómo impera el silencio, y cómo las horas pueden resultar larguísimas, al punto de que un fin de semana puede parecer eterno. Ahora bien: ese silencio no es solo físico. “Al ser acogida –escribe en Mirarse de frente–he aprendido una cosa, al ser rechazada, otra. Pero siempre sin falta, en todos los casos, me pasma el espacio abierto en el que cae el intercambio diario, el silencio zumbón que rodea la charla seria. Es la historia de ese silencio lo que he aprendido en la universidad.” La caracterización que hace de algunos profesores o de las reuniones universitarias nos hace sonreír, o definitivamente nos arranca sonoras carcajadas, sobre todo a los que hemos pasado una vida en la academia: “Descubrí que la gente sacaba temas para mencionarlos, no para discutir sobre ellos. Había tres minutos de titulares de prensa, siete de viajes por Europa, dos sobre el concierto del viernes por la noche. Las cuestiones inmobiliarias podían durar sus buenos diez o quince minutos, al igual que los impuestos o las tasas de escolarización infantil. Nunca se hablaba de libros ni tampoco de alumnos.”
Vivian Gornick es honesta, descarnada, valiente. Capaz, para usar las palabras de Annie Ernaux, de valerse de la escritura “como cuchillo”. De exponer su sexualidad sin tapujos, sus fragilidades, sus dudas y también sus virtudes, que nombra sin falsa humildad. Es consciente de su experiencia, su conocimiento, su lucidez, su agudeza. De su mal carácter, de sus incapacidades. Sin embargo, en entrevista para la revista Quimera, dice: “No soy sincera, nunca escribo sobre nada en lo que me pueda sentir vulnerable, tengo que asegurarme de que no me voy a inmolar ni a destruir en el intento.” En eso creo que difiere de Ernaux, mucho más expuesta y dispuesta a sacrificar su imagen. Y es que Gornick, me parece, se acerca a sí misma y al mundo de una forma más distanciada, incluso más intelectual. En ella late siempre su vocación de ensayista, que se expresa en forma brillante en obras como Cuentas pendientes, El fin de la novela de amor y La situación y la historia. El arte de la narrativa personal.
En estos tres libros Vivian Gornick se revela al lector, primero que todo, como una lectora perspicaz, inteligentísima, con una capacidad de relacionar e iluminar envidiable; como una maestra generosa, que entrega a otros su saber sin caer en la pedantería, el tedio o la rigidez que predomina en la academia; y como una ensayista original, de prosa exquisita, y mirada penetrante y abarcadora. De El fin de la novela de amor podríamos decirque es un recorrido por una serie de libros o de vidas de escritoras en que el amor es protagonista, pero donde ya empieza a vislumbrarse un cambio de perspectiva en relación con la visión romántica del mismo. La escritora examina las historias, las relaciones sentimentales de sus personajes o de sus autoras, y detecta en cada una de ellas el momento en que se va quebrando la fe en el amor. Cada tanto, Gornick expresa su pensamiento con la contundencia que la caracteriza. Por ejemplo, al inicio del capítulo titulado “Hannah Arendt y Martin Heidegger”,comienza de esta manera rotunda: “La cosa se reduce a lo siguiente: quien no entiende sus sentimientos se pasa la vida vapuleado por ellos, a su merced; quien los entiende pero no es capaz de procesarlos está abocado a años de dolor; quien niega y desprecia el poder que tienen está perdido.” De ese modo, su acercamiento no es solo a la novela de amor, sino al amor mismo, el gran tema de toda su obra.
En uno de los últimos capítulos aborda a tres escritores norteamericanos, Raymond Carver, Richard Ford y Andre Dubus, bajo el título de “Hombres tiernos de corazón”,en cuya obra examina cómo “la desolación que provoca la vida estadounidense” renueva la vitalidad de sus historias, pero también la desesperación que les provoca entender que ya las cosas no serán nunca iguales entre hombres y mujeres. Al llegar a este punto, la visión crítica de la feminista se impone: “Pero, desde mi punto de vista, la dura realidad es esta: que la pregunta sobre por qué las cosas no son como antes hay que hacerla desde la sinceridad, no desde la retórica.” Y concluye: “tal vez entonces la obra de escritores tan buenos como Andre Dubus, Raymond Carver y Richard Ford sería sabia y no solo potente”. En el último ensayo del libro, sobre La edad del desconsuelo, de Jane Smiley, su conclusión es brutal: “Hoy, el amor como metáfora, a mi entender, es un acto de nostalgia, no de revelación.” Ahí está pintada de cuerpo entero, como decimos, Vivian Gornick. Con todo su brillo, su perspicacia, su rigor y su poder de provocación.
En Cuentas pendientes, que lleva como subtítulo Reflexiones de una lectora reincidente, examina su experiencia como lectora y como relectora, en un ejercicio que tal vez no sea otra cosa que una reflexión sobre cómo el tiempo nos transforma, y a veces, incluso –cuando repasamos los subrayados que hemos hecho en nuestros libros–, nos convierte en unos desconocidos para nosotros mismos. Como en todos los escritos anteriores, su voz es original, casi íntima. La situación y la historia. El arte de la narrativa personal, el último libro de Vivian Gornick que leí y releí, es una gran lección sobre el ensayo autobiográfico y las memorias, en la que, como siempre, mezcla su propia experiencia con ejemplos de muchos autores que han trabajado estos géneros. “Somos lo que hacemos”, escribe, y esa frase me da pie para terminar este breve perfil intelectual de esta escritora admirable, que a través de sus libros nos muestra todo lo que la constituye: su origen judío, su apasionamiento, su condición de caminante, de hija, de lectora, de feminista, de amante y, sobre todo, de escritora absolutamente consciente de su oficio. En efecto, una mujer singular. Una voz imprescindible. ~