Decapitar es una palabra inclemente: su fonética incluye la guillotina que desciende, decapi, y el golpazo ¡ta! que cercena la testa. (Sí, es un tema sombrío, y más en el México actual. Perdón.)
Decapitar me llenó la cabeza desde que muy niño miré los grabados del propedeuta Gustave Doré en el Infierno, esos que muestran al cuerpo del pobre Bertran de Born sumariamente apartado de la suya. En el primero, el cuerpo que lleva su cabeza por los pelos, “como si fuera una linterna” (que es a la vez espeluznante y gracioso):
Cuando la cabeza mira a Dante y a Virgilio ulula “¡Ay de mí!” y reta a los morbosos que respiran, vivos, y vienen a ver muertos, a que digan si a lo largo de su paseo por el infierno han visto un castigo más atroz que el suyo. Tiene razón en ese campeonato, y el gesto que hace Dante en el grabado parece coincidir. El motivo se aprecia más en el otro grabado:
Al niño que yo era esta imagen le produjo pesadillas sublimes, no solo por su violencia visual sino por la paradoja: el musculoso Bertran mira su ausencia de cabeza con su propia cabeza, lo que me generó una comprensible iniciación en el espejeante vértigo del círculo vicioso. Procesado el primer golpe, me intrigó el gesto de espanto con que los ojos miran su propio cuerpo remoto, un espanto proporcional a la piedad con que sus brazos autónomos, decapitados, cargan su excabeza como si fuera un bebé.
Bertran, explica el florentino, “eran él y su lámpara” a la vez; eran “dos en uno y uno en dos”. Y como la contradicción es insoportable y Dante es un ser racional, se pregunta “¿Cómo puede ser esto?” y no tiene más remedio que responderse: “solo lo sabe Él, el que manda”. Es decir, la paradoja lo intriga a tal grado que prefiere disolverla con un acto de fe: una prueba más del inescrutable poder de Dios.
Los cefalóforos –pues así se llaman quienes andan con su cabeza en las manos (pero no al revés)– abundan en la mitología y en sus hijastras, las religiones. Pululan en la hagiografía, de san Pablo apóstol para abajo y todos (y todas) siguen una narrativa similar a la del famoso san Dionisio, el parisino Saint Denis, a quien los malvados romanos dividieron en dos en Montmartre, monte de mártires. Apenas decapitado, en un pasmoso ejercicio de coordinación motriz ojos-manos, Denis recogió su cabeza, que comenzó a predicar de inmediato, y caminó así cinco leguas hasta llegar a su tumba, donde por fin calló y cayó. ~
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.