Para no olvidar

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Eider Rodríguez

Un corazón demasiado grande

Barcelona, Literatura Random House, 2019, 288 pp.

No podía dormir la noche que terminé de leer Un corazón demasiado grande. Como el insomnio no me es ajeno, suelo recurrir a un pequeño transistor con auriculares y me entretengo con esos programas de madrugada en los que, a veces, dicen cosas interesantes. Esa noche una científica explicaba la diferencia entre el cristal y el vidrio a nivel molecular. Decía que el vidrio es amorfo en su estructura, mientras que en el cristal las moléculas están ordenadas siguiendo un patrón, y que lo interesante era estudiar los fallos de esas estructuras cristalinas. Lo vi claro: para mí la literatura es el cristal con sus fallos, y todo lo demás, aunque se publique y tenga muchas páginas, es vidrio, el que a la científica de la radio le parecía ininteresante.

Eider Rodríguez me había conmovido, y removido. Desde que conocí a Bernardo Atxaga, hace muchos años, me quedó la idea de que tenía que resultar complicado ser escritor y ser vasco al mismo tiempo, sobre todo si escribías en euskera y te autotraducías al español. Eider Rodríguez nació en Rentería en 1977, tan solo unas semanas antes de las primeras elecciones democráticas en España (se podría decir que es hija de la democracia), y sus padres no hablaban euskera. Ella vive en Hendaya y trabaja como profesora en la Universidad del País Vasco, así que el bilingüismo, incluso el trilingüismo, forman parte de su estar en el mundo.

El libro incluye veinte cuentos, seis del libro de relatos que le da título y algunos de los textos publicados en Y poco después ahoraCarne Un montón de gatos. En el primer cuento, el que da título al libro, Ixabel, la mujer que cuida de su exmarido enfermo, decide llevarse al perro a su casa: “Mientras recorría el pasillo descubrió que las juntas del papel no coincidían exactamente, que había un desajuste de un par de milímetros, y como si aquella distorsión la hubiera llenado de valentía, dijo sin pensar: -Llevaré al perro a Hendaya. Tenemos un poco de hierba en la parte trasera de la casa, e Iñaki lo cansará en la playa con mucho gusto. Yo no puedo venir todos los días. No puedo, tengo trabajo. Los fines de semana te lo podrá traer Madalen de visita.” Ese desajuste de un par de milímetros recorre el libro de principio a fin. Por esa fisura, por esa leve frontera entre lo real y lo fantástico, entre dos países, entre seres humanos que no dejan de ser extraños se vislumbra más de lo que querríamos ver.

Hierba recién cortada” es uno de mis preferidos. La narradora descubre el secreto de su amiga Arantza. Ese secreto, que le produce “asco” y “fascinación”, ayuda a la narradora a reajustar su propia vida y la relación con su marido. Genial. Eider Rodríguez ha nombrado como referentes de su literatura a Munro, Cortázar y Carver. “Mi vocación, lamentablemente, es querer contarlo todo”, ha dicho, sin explicar ese “lamentablemente”. Algunos cuentos, como “La muela”, “¿No notas nada raro?”, “Paisajes” y “Actualidad política”, me recuerdan a Elvira Navarro, que en su fascinante libro La isla de los conejos explora territorios parecidos. De ambas autoras se ha dicho que subvierten la realidad, que abren las grietas de las buenas apariencias para mostrarnos lo que hay debajo. En palabras de Navarro sobre Rodríguez, “leerla es conocernos, y alivia y duele”.

En ese querer contarlo todo Rodríguez no elude ningún tema, por complicado que sea, y es capaz de ponerse en la piel de la Tigresa, Idoia López Riaño, integrante de eta que nos tenía seducidos allá por los años noventa. Tampoco elude las primeras experiencias sexuales, contadas con maestría en “El verano de Omar”, o la distancia insalvable entre vecinos, que los gatos de ambos consiguen anular durante un corto periodo de tiempo.

En las relaciones familiares no se muestra complaciente ni sentimental, aunque se trasluce un profundo desamparo que a mí me parece muy bello porque está lleno de amor: “Sopesé el grado de responsabilidad que pude tener yo en aquel alejamiento, las veces que jugué, por fidelidad a mi madre, a menospreciar a mi hermano”, dice la narradora de “¿No notas nada raro?”. Y también dice: “Era valiente, ya que sabía de sobra que con aquellas palabras estaba desafiando el nihilismo salvaje de nuestra familia.” Huyendo de los estereotipos se enfrenta a la cuestión de la maternidad, sobre todo en el cuento “Semilla”, donde se atreve a decir: “Imposible negar que me siento engañada.”

Muy valiente hay que ser para enfrentarse al dolor y a las propias contradicciones. También para decir lo que se tiene que decir, aunque escueza. Muy valiente para vivir en la frontera, en esos milímetros de desajuste que nombra en el primer cuento y que, paradójicamente, la llenan de valentía. ~

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es escritora. Entre sus obras están Naturaleza infiel (RBA, 2008), Tejidos y novedades (Xordica, 2011) y Nieblas altas (Olifante, 2018)


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