Campion la exploradora

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La aparición en nuestras grandes pantallas de Jean Campion tuvo mucho de exotismo, geográfico más que femenino, habiendo para entonces (fuera y dentro de España) no pocas directoras en ejercicio. Era además la primera neozelandesa que se hacía notar internacionalmente, ganando con El piano la Palma de Oro en Cannes. Corría el año 1993, y la noción o las características de un cine llegado de Oceanía no eran fáciles de fijar; de hecho, y a pesar de haber vivido yo casi nueve años en Gran Bretaña, ella fue la segunda persona que conocía, ligada al arte y nativa de aquel remoto lugar de la Commonwealth, después de haber tratado unos cuantos años al legendario catedrático de literatura española en Oxford Sir Peter Russell, cuyo humor anguloso y su risilla aguda y a trompicones atribuían algunos de sus colegas universitarios al carácter de aquellas islas en las antípodas.

Fui a ver cuando se estrenó El piano, sin sentirme cautivado, pero dejé pasar el tiempo antes de reincidir, no siendo tampoco ella una directora prolífica; sus cortos primerizos y sus trabajos para televisión los he visto ahora, en el ciclo que entre marzo y abril del 2022 le ha dedicado la Filmoteca Española. También recuerdo haberme impacientado en 1996 con su Retrato de una dama. Claro que adaptar esa novela no era tarea fácil; son muy pocos los cineastas que han salido bien librados del hechizo, un tanto mefítico, de Henry James. Por esas circunstancias o por mi dejadez, no vi nada suyo después de aquellos tibios encuentros, hasta que se estrenó hace unos meses El poder del perro, iniciándose ahí un verdadero idilio con la cineasta neozelandesa crecida y formada en Australia y hoy plenamente aceptada por Hollywood, donde ha vuelto a ganar un Óscar (best director), después de las varias nominaciones y el triplete de estatuillas que obtuvo El piano.

El conocimiento casi completo que ahora tengo de la filmografía de Campion me ha hecho, es lógico, cambiar de parámetros, y de esa nueva visión emerge como rasgo esencial y fascinante su condición de exploradora, no limitada, como veremos, a sus remotos confines propios, tan destacados en la trama de El piano y en su anterior y ya muy logrado retablo o trilogía de origen televisivo Un ángel en mi mesa (1990), que recoge la vidade la escritora y compatriota suya Janet Frame. Ese carácter exploratorio de aventurera lírica tiene un soporte nada convencional, ya que a la directora le atraen los paisajes abruptos más que los bellos países, los comportamientos fuera de norma o indómitos, lo callado por encima de lo dicho. Formalmente, la distingue su poder de síntesis y su pronunciado gusto por las elipsis, que marcan de modo tan rotundo como delicado la ya citada Un ángel en mi mesa, una película (posterior a Sweetie, su debut, que no he visto) que yo definiría como un antibiopic, pues más que retratar recompone fragmentariamente a la escritora en sus brotes de esquizofrenia, en su entorno de tragedias e incomprensiones familiares, en sus manicomios; cuando a Frame le llega el éxito inesperado por sus novelas y sus viajes de liberación, el tratamiento no es triunfal, sino misterioso, como lo eran, desde niña, las desdichas de la propia Janet. Campion gusta de la literatura y se muestra en todos sus filmes como buena escritora de guiones, algo que advertimos en las “grandes máquinas” narrativas como la ya citada, o El piano, pero también en las entregas de la serie para televisión Top of the lake, en la que ella escribió los libretos de todos los episodios. Cuando los dirige, como en el capítulo segundo de la segunda temporada, la calidad de su estilo se hace visible, así como las invariantes; la desnudez y el deseo, los cuerpos, mancillados o expuestos, cobran una carnalidad que puede ser, según cada capítulo, tan resplandeciente como peligrosa. Y también dolorosa: la escena del reconocimiento de un cadáver en la morgue (en el citado capítulo de la segunda temporada) está filmada con una mórbida elegancia que la hace bella y conmovedora, sin adherencias macabras o sentimentales.

Hay películas de Campion, sin embargo, prometedoras pero mucho menos logradas. Hablamos antes de Retrato de una dama. ¿Cómo se adapta una novela cuyo arranque es este?: “En ciertas circunstancias hay pocas horas en la vida más agradables que la hora dedicada a la ceremonia conocida como el té de la tarde. Hay circunstancias en las que, se comparta el té o no –es indudable que algunas personas nunca lo toman–, la situación es en sí misma deliciosa. Aquellas en las que pienso al comenzar el desarrollo de esta sencilla historia ofrecían un admirable escenario a un pasatiempo inocente. Los utensilios del pequeño refrigerio habían sido colocados sobre el césped de una antigua mansión campestre inglesa, en lo que yo llamaría el punto perfecto de una espléndida tarde de verano. Una parte de la tarde se había desvanecido, pero aún quedaba mucha, y la que quedaba era de la mejor y más rara calidad” (la traducción es mía). En este setting tan tangible y a la vez tan abstracto aparecen en el libro, al cabo de unas líneas, las primeras sombras humanas; Campion hace una filigrana, introduciéndolas en los títulos de crédito iniciales con imágenes del tea party descrito en el texto, aunque sin voz ni silueta definida. El intenso drama llega a continuación, con una gradación de escenarios (Inglaterra, París, Roma, Florencia) y un reparto de estrellas de alto brillo propio, que a veces se interpone como aria o recital que opaca al conjunto coral. La personalidad enriquecedora, con todo, no desaparece: hay un beso bajo una bóveda florentina en el que John Malkovich (en el papel de Gilbert Osmond) mira sesgadamente como un diablo a la vez que besa, y, hacia el final, el vuelo de una larga falda femenina, la de Isabel Archer (Nicole Kidman), yendo por la escalera en ayuda de un moribundo, da honores de metáfora al adulterio.

De Holy smoke (1999), por el contrario, decepciona aquello que más nos gusta en Campion, su aventurerismo, sus ganas de ver nuevos mundos, o desenterrarlos. En este vodevil psicodélico la parte lejana (el norte de la India con sus rickshaws, sus gurús y sus parsimoniosas vacas sagradas) tiene color local, sin amenaza, y la confrontación entre ese mundo y el de la jovencita burguesa de Sidney (Kate Winslet) seducida por un santón desemboca no en un cisma sino en melodrama familiar de poca monta, mejorado en la parte final por la presencia cómica de un recuperador de “colgados” que se convierte él en colgado de la jovencita, papel interpretado con su habitual maestría por Harvey Keitel. O el fracaso de Bright star (2009), sorprendente a esas alturas de su filmografía: el territorioamoroso es la Inglaterra de los primeros años del siglo xix, donde se sitúan los amores del poeta John Keats con Fanny Brawn, estando todo muy bien revestido, pero en un romanticismo programado que no le corresponde a esa pareja de amantes ni a Campion, que sabe desempeñarse mucho mejor de abogada de los descarriados.

Las geografías parlantes, vociferantes en muchas de las escenas, así como los caracteres mudos o incomprensibles de El piano y el gran taciturno Phil Burbank (Benedict Cumberbatch) en El poder del perro hacen de estos títulos separados por casi treinta años sus dos obras maestras. La primera ha ganado en poso, en profundidad, en resonancia y vigencia (quizá era yo el superficial en 1993). Y tampoco la recordaba de aquel entonces tan exquisitamente elaborada (sin amaneramientos) en la composición de los planos, en las escenas de playa y en las de jungla. Lo esencial, creo yo como espectador actual, son las figuras que pueblan y descubren esos lugares, tan rudas y cortantes, unas y otros, temperados ambos por un piano; pocas veces ha dado el cine tanta prestancia y tanto protagonismo a un objeto, dotado, eso sí, de voz propia. Un instrumento que actúa, incluso cuando no extraen música de él; unas veces a modo de orquesta, otras como tótem de un poder extraño desafiando el embate de las olas en una playa inacabable (y qué oportuna esta vez, y qué inspirada, la partitura de Michael Nyman). Se trata de una de las imágenes de más potente lirismo que ha dado el cine de finales del siglo XX. El piano como encantamiento, incluso de los nativos maoríes que se expresan con sus tatuajes. La voz humana en los intersticios de uno de los escasos filmes que con su voz narradora, nunca superflua, nunca farragosa, dota de un sentido dramático a una escritura mágica.

Aunque también la enfermedad y el contagio recurren en la obra de Campion, su última película, El poder del perro, puede engañarnos por su pertenencia a un macroclima que todo lo devora y lo marca, el western. ¿Es el primero con un subtema queer hecho por una mujer? Es, en cualquier caso, un salto vertiginoso: al estado de Montana, al cine de vaqueros y domadores, a la epidemia animal que lo sobrevuela y produce su trágico desenlace, a la homosexualidad masculina. La curiosidad de esta cineasta transeúnte parece no tener límites.

El piano de El piano tiene su equivalente semántico en El poder del perro, o yo se lo veo, cazador como trato de ser en casos de persistencia temática cinematográfica; lo que antes se llamaba cinéma d’auteur. En esta obra última de la directora una parte de la personalidad del joven afeminado Peter son las flores que pinta a mano, bellas y frágiles. El primer acto de odio, de rechazo humillante y de oculto amor del soberbio Phil Burbank, un hombre fuerte debilitado por su vergonzante pasado en el terreno sexual, es destruirlas en una escena corta y contundente. Peter, que es el hijo adolescente de la viuda Rose (Kirsten Dunst) casada con el otro hermano Burbank, no parece angustiarse por ello. Se ha dado cuenta de que su suavidad femenina subyuga al macho prototípico que encarna Phil; casi se diría que el chico ha calado en el secreto escondido del hermano de su padre adoptivo. En ese marco viril de los grandes espacios del rodeo y la dominación de los temperamentos rebeldes la trama subterránea de El poder del perro adquiere retorcidos y muy sutiles tintes jamesianos. Y la película acaba siendo el retrato de un altivo vaquero de Montana víctima de una venganza sibilina fundada en una serie de metonimias: unos guantes blancos, una cuerda infectada, un lazo criminal. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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