Cuatro décadas sin la agudeza de Cortázar

Cortázar nos enseñó a reinventarlo todo, incluso el número de mitades de las cosas, y a comprobar la solidez de la realidad.
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En febrero de 1984 Julio Cortázar murió en París, apenas dos meses después de su último viaje a Argentina, tras las elecciones que marcarían el final de la dictadura. Antes de morir a causa de una leucemia, a los 69 años, pudo despedirse del país en donde residió la mitad de su vida y a cuya nacionalidad nunca renunció, a pesar de haber obtenido también la francesa. Prolífico cuentista y novelista, fue profesor, periodista y traductor, y trabajó para la Unesco y la Cámara Argentina del Libro. A él debemos magníficas traducciones de las Historias extraordinarias de Edgar Allan Poe; de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, o de Mujercitas, de Louisa May Alcott, por mencionar algunas. Pero, sin duda, su legado más valioso fue el mostrarnos una cara nueva de la realidad por medio de una serie de ficciones en las que lo imposible trastoca territorios que creíamos inamovibles.

Mitad argentino, mitad francés, mitad belga –nacido en Bruselas–, Cortázar nos enseñó a reinventarlo todo, incluso el número de mitades de las cosas. También a desobedecer a los maestros y a leer capítulos salteados de las novelas; nos dejó instrucciones para subir escaleras, para cantar, para llorar y para dar cuerda a los relojes. Nos hizo darnos cuenta de que lo habíamos hecho mal todo este tiempo, porque para hacer bien las cosas hay que hacerlas a conciencia y desmenuzarlo todo, incluso las acciones más triviales. Así, la lectura de un libro desde la comodidad de un sofá se vuelve una actividad arriesgada, no solo porque un asesino puede estar al acecho, sino porque en cualquier descuido podemos abandonar el plano de lo real y convertirnos en personajes de un relato, como queda claro en “Continuidad de los parques”. En sus cuentos, el terror no es solo físico, pues provocan un vértigo intelectual y llevan al lector a cuestionarse si alguien lo estará escribiendo a él, en un juego metaléptico infinito.

El salto de tigre que da Cortázar –un tigre encerrado en un bestiario– es el de lo fantástico a lo neofantástico, porque el primer término no le satisfacía para denominar sus creaciones. Él decía que casi todos sus relatos pertenecen al género llamado fantástico “por falta de mejor nombre”. Así que la categoría también tuvo que reinventarse, y un compatriota suyo, Jaime Alazraki, creó lo neofantástico para complacerlo póstumamente, porque a un escritor de su talla no se le podía encasillar en el mismo término que a sus predecesores. Gracias a ello, aprendimos a distinguir el miedo que nos provocan los relatos de fantasmas de la angustia que nos daría, un día cualquiera, comenzar a vomitar conejitos. Conejos pequeños, como los de chocolate, pero vivos y recubiertos por una pelusa blanca, como los describe el narrador de “Carta a una señorita en París”. Se trata, claramente, de temores distintos.

Cortázar nos enseñó también a comprobar la solidez de la realidad y que nuestra aparente vigilia quizá sea el sueño de nuestro yo real, que vive en otro país y en otro siglo, como ocurre en “La noche boca arriba”. Nos demostró que las obsesiones pueden derivar en metamorfosis o en la transmigración de las almas, como lo ejemplifican las transformaciones de los protagonistas de “Axolotl” y “Lejana”. Este último cuento, por cierto, da nombre a una revista húngara de crítica literaria, que sigue las huellas de Alina Reyes, la protagonista del relato, quien abandona su Argentina natal para encontrarse con una mujer en un puente sobre el Danubio, río que separa los barrios de Buda y Pest.

El legado del escritor argentino es tan vasto como su influencia en las vidas de sus lectores. Hordas de cronopios visitan el Jardin des Plantes de París en busca del acuario de los ajolotes, otros tantos viajan a la capital húngara preguntándose en cuál de los puentes Alina dejó de ser ella misma y comenzó a sentir la nieve a través de sus zapatos rotos (¿el de la Libertad, el de las Cadenas?). Muchos más miran a los ojos a su amada bajo la luna mientras le dicen: “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano”, e imaginan que son Horacio Oliveira aterrizando en el capítulo siete de Rayuela.

Los relatos de Cortázar permiten seguir sus pasos por el mundo y viajar de París a Buenos Aires o a México, que visitó varias veces, la última de ellas pocos meses antes de su muerte. Una de sus visitas a nuestro país la hizo acompañado de su segunda esposa, la fotógrafa y escritora estadounidense Carol Dunlop, quien murió en 1982 dejándolo “deshabitado”, como él confesó. En la primavera de ese año, la pareja emprendió un viaje en combi por Francia, cuyo resultado fue el libro Los autonautas de la cosmopista (cuyos derechos de autor fueron destinados al pueblo sandinista de Nicaragua). Este diario, complementado por dibujos y fotografías, describe su paso desde la capital francesa hasta Marsella por la Autopista del Sur, que el escritor inmortalizara en el cuento homónimo. Se narran las peripecias de los viajeros, quienes se interpelan como Lobo y Osita, mientras que al receptor se le alude como “pálido lector”. Este libro autobiográfico permite conocer parte de la intimidad del escritor durante sus últimos años, en los que él y su pareja luchaban contra sendas enfermedades –acaso una sola–, sin dejar de mostrar unas tremendas ganas de vivir y la energía propia de las almas jóvenes.

La autobiografía de Cortázar está en todos sus textos y en ninguno. Su afición por la fotografía es la piedra angular del cuento “Las babas del diablo”, con sus distintos planos narrativos y sus diversos encuadres de una realidad poliédrica. La melomanía del escritor argentino le dio al mundo el regalo de “El perseguidor”, relato breve inspirado en la vida de Charlie Parker, uno de los más famosos saxofonistas estadounidenses, quien durante algún tiempo vagabundeó por las calles de París envuelto en una bruma de alcohol, jazz y mariguana. En “Las ménades” la protagonista es la música clásica europea y sus líneas capturan los estallidos de la orquesta, la efervescencia de los palcos y el delirio de un público que, entre aplausos y alaridos, se bambolea en una escena rocambolesca.

El volumen La vuelta al día en ochenta mundos permite asomarnos y contagiarnos de su pasión por diversas expresiones artísticas y culturales. Músicos como Clifford Brown, Carlos Gardel o Louis Armstrong –a quien llama “enormísimo cronopio” tras asistir a un concierto suyo en el Théâtre des Champs-Elysées, en noviembre de 1952– son objeto de sus apreciaciones y reflexiones. Los escritores Victor Hugo, Balzac, Hugh Walpole, Cavafis, Lezama Lima y Borges, entre muchísimos otros, son ejemplo de sus lecturas e influencias literarias. En el mundo del arte, Diego Velázquez, el dibujante suizo Adolf Wölfli, el pintor Bautista Mazo o Marcel Duchamp son algunos de los grandes que componen su recorrido, así como Buster Keaton y Chaplin en el ámbito cinematográfico. Dentro de la cultura popular, el box tiene un lugar estelar, y dio título a uno de sus libros, Último round, así como el material para su entrañable relato “Torito”. En sus artículos, alaba la grandeza de Gene Tunney o Sugar Ray Robinson, y alude a la entropía de sus sucesores, entre los que se encuentra, en sus palabras, “ese triste mamarracho que escribe versos, Cassius Clay”.

Todo ello y mucho más es Cortázar. Sus preocupaciones políticas y sociales plasmadas en sus textos sobre Nicaragua, Vietnam o Argentina; sus vasos de cuba libre, sus Gauloises, su imponente estatura y su conversación hilarante; un cuarto de juguetes, un tablero con noticias insólitas, una vida digna de un cronopio de los de antes. Pablo Neruda escribió que por Federico García Lorca pintaban de azul los hospitales. Julio Cortázar no tuvo un amigo poeta que le dedicara una oda, pero sí una legión de cuentistas que, inspirados por su genialidad y desde distintas latitudes, han descompuesto el universo en modelos armables para tratar de entenderlo; admiradores que peregrinan hasta su tumba, en Montparnasse, como quien hace el Camino de Santiago, para ofrecerle flores, libros, dibujos; que, a su salud, se han convertido en famas y esperanzas incapaces de conformarse con las palabras existentes; que tratamos de colorearnos para caerle en gracia en otro mundo y dejar de ser, un día, pálidos lectores. ~

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es escritora e investigadora. Doctora en letras por
la UNAM, en donde imparte clases de literatura, e investigadora posdoctoral en El Colegio de México. Su más reciente libro de cuentos es Los desterrados (FCE, 2023).


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