Ningún abordaje de las profundidades oceánicas podría estar completo sin incluir a las criaturas más desconcertantes de todas las que merodean en la espesura del fluido salino. Bestias antediluvianas de proporciones dantescas, leviatanes macizos, krákenes que emergen desde la negrura del abismo y trastocan la cordura de los marineros que se cruzan con ellos. En especial si el avistamiento es breve y ocurre durante la tempestad y la dramática silueta se proyecta a través del nervio óptico del espectador como un terror confuso, augurio de una debacle en ciernes. Contornos serpentoides deslizándose entre la espuma del oleaje, pedazos de morfologías desmesuradas, fragmentos de locura zoológica en la vastedad marina.
Motivo de obsesiones y recurrencias literarias. Pistones que hacen girar los engranajes del imaginario colectivo desde que la humanidad se hiciera a la mar. Historias repetidas hasta el estupor alcohólico en las tabernas del siglo XIX. Recuerdos convulsos y maravillosos. Ojos enormes e inquisitivos que tras romper el espejo del agua permanecen unos instantes fuera de la superficie y nos devuelven una mirada a veces inyectada de caos y dolor, otras, de una compasión estremecedora. Podemos encontrar frutos de los desvaríos que han catalizado tales encuentros fugaces en alta mar plasmados como monstruos, serpientes o quimeras, en cualquier mapa o carta de navegación antigua, usualmente ilustrados sobre los márgenes de los océanos menos transitados, o apenas conocidos por aquel entonces. Pero si no queremos dejar la cuestión a los dominios que competen en exclusiva al terreno de la criptozoología,1 en ese caso solo queda especular en cuáles bestias reales podría sustentarse dicho panteón de fieras acuáticas. No hará falta realizar una búsqueda demasiado exhaustiva para dar con algunos candidatos dignos: los cefalópodos –pulpos, calamares, nautilos y sus semejantes–. Un linaje arcaico de depredadores marinos que acechan en las profundidades desde antes de que existieran los peces, los insectos o las plantas con tallo, ya no digamos los mamíferos, y cuya época de oro se remonta al Paleozoico y al Mesozoico. No obstante, en muchos aspectos siguen siendo los monarcas de los mares. O mejor dicho de la Tierra. No olvidemos que este es un planeta en su mayor parte cubierto por agua salada y que aquellos que habitamos en la porción emergida de la roca somos minoría. Nada más lejano de las sagas jerárquicas con las que solemos conceptualizar las distintas épocas como: “la era de los reptiles gigantes”, “la era de los dinosaurios”, “la era de los mamíferos”, cuando en realidad quienes han reinado a lo largo de todo ese tiempo –y muy probablemente lo sigan haciendo ahora que nos extingamos los monos parlantes y el resto de las criaturas peludas– son los invertebrados marinos.
Y es que habrá que reconocer que con esa insólita sensibilidad táctil tan suya, conferida por sus múltiples extremidades y tentáculos recubiertos por millares de ventosas, y con el alto coeficiente intelectual que les otorga contar con un sistema nervioso desarrollado y un cerebro difuso que se propaga a lo largo y ancho de todo el cuerpo –y ya no digamos por esas alucinantes transmutaciones repentinas de color y textura o por la destreza con la que desaparecen ante amenazas eyectando una cortina de tinta densa y oscura, así como por sus tres corazones característicos que bombean sangre azul– los cefalópodos son extraordinarios en toda la extensión del término.
Asumo que todas las personas que hayan observado imágenes de un pulpo soñando2 tendrán que estar de acuerdo conmigo: estamos ante un verdadero prodigio de la zoología. Un portento fascinante y monstruoso como pocos. Enfants terribles –al menos en lo que respecta a su corta expectativa de vida, que dependiendo de la especie suele ser de apenas entre uno y tres años; cinco en el caso de los más longevos: los pulpos gigantes del Pacífico, los octópodos son organismos precoces por defecto– de estética alienígena y curiosidad inquisitiva sin huesos o esqueleto; sin embargo, artífices de una inteligencia abrumadora, sin duda la más destacada de todos los invertebrados y equiparable o superior a la de buena parte de los vertebrados. Estrellas fugaces del ingenio animal, organismos tan brillantes como efímeros. No por nada se suele declarar que si los pulpos no dominan el mundo es solo porque no rebasan el lustro de existencia. Razón por la cual durante décadas no gozaron del mismo reconocimiento que otras mentes prestigiosas de la fauna, como delfines, cuervos y perros.
Los cefalópodos representan una conciencia que ha evolucionado independiente a la de los vertebrados durante más de quinientos millones de años –para ponerlo en perspectiva, el origen de los primates data de hace apenas unos ochenta millones–. Una mente subacuática poderosa y hábil que constantemente pone en jaque nuestras preconcepciones y que, para hacerle justicia, habría que dedicar un libro entero a su exploración. Manuscrito que, por fortuna, ya existe, así que no me detendré mucho más en el asunto de su inteligencia más allá de citar algunas líneas del libro en cuestión:
Los cefalópodos son una isla de complejidad mental en el mar de animales invertebrados. Debido a que nuestro antepasado común más reciente era tan simple y se encuentra tan lejos, los cefalópodos son un experimento independiente en la evolución de cerebros grandes y conducta compleja. Si podemos hacer contacto con los cefalópodos como seres sintientes no es por la historia compartida ni por el parentesco, sino porque la evolución construyó mentes dos veces.3
Así que mejor concentrémonos en algunos de sus comportamientos más sorprendentes. Por ejemplo, en las notables dotes como escapistas que les confiere tener ese cuerpo resbaladizo y maleable, contorno de grenetina, músculo que es fluido en potencia. Y es que, con la única condición de que el pico bucal, única porción rígida de su anatomía, sea capaz de sortear el diámetro de cierto orificio, los pulpos podrán escurrirse a través de lo que sea. Pensemos en un espécimen de dos metros de largo y un par de kilos de masa comprimiendo su fisionomía para traspasar en medio de una ranura del tamaño de una corcholata. Artimaña que son perfectamente capaces de realizar a lo largo de tubos extensos, tal y como ha sucedido en no pocos laboratorios y centros de investigación alrededor del mundo, en los que los ejemplares escapan de sus tanques por medio de los caños del filtro. Claro que también pueden arreglárselas para utilizar alguna herramienta a su alcance y remover la tapa de la pecera y después arrastrarse fuera del agua hasta alcanzar la libertad u otro tanque de su interés. En al menos dos acuarios se ha observado que los pulpos han aprendido a accionar los interruptores de la luz de sus encierros, prendiéndola o apagándola según sea su agrado.
En el extremo más grande de su clase, que consta de unas trescientas especies descritas hasta el momento, podemos encontrar al pulpo gigante de California, Enteroctopus dofleini, cuyo mayor ejemplar registrado alcanzó una impresionante envergadura de nueve metros de largo y doscientos setenta kilogramos de peso; aunque no precisamente el kraken de las leyendas escandinavas, sí un organismo intimidante. Por el extremo opuesto, en los linderos más pequeños de los octópodos está el pulpo pigmeo, Octopus wolfi, cuyos diminutos adultos miden apenas dos centímetros y medio de diámetro y pesan un gramo. Sin duda alguna los más letales son los pequeños pulpos de anillos azules del género Hapalochlaena, integrado por cuatro especies que habitan en los mares del Pacífico entre Japón y Australia. Estos son del tamaño de una pelota de golf y ostentan coloraciones llamativas con patrones de círculos iridiscentes azulados sobre fondos amarillos u ocres. Su potente veneno neurotóxico, mortal para el humano, contiene entre otros componentes notables tetrodotoxina, el mismo tipo de compuesto presente en el veneno de los peces globo.
Si de profundidad se trata, entonces los conocidos popularmente como pulpos “Dumbo” se llevan los laureles, género Grimpoteuthis, con unas trece especies descritas de aspecto extravagante que merodean en las estepas abisales entre los tres mil y los cuatro mil metros de profundidad –aunque, por lo poco que conocemos sobre aquel entorno y lo frecuente que resultan sus avistamientos durante las inmersiones, sería factible que existan muchas más especies–. Estos pulpos se caracterizan por presentar un cuerpo robusto de color rosado con tentáculos cortos y gruesos y dos aletas conspicuas sobre los ojos que mecen para impulsarse a la manera de las orejas del famoso elefante volador de Disney.
Y, por último, habría que traer a colación una de las posibilidades más desconcertantes de las que disponen los octópodos: estirar sus extremidades para arrastrarse fuera del agua y desplazarse a lo largo de decenas de metros sobre la tierra en búsqueda de presas o para alcanzar pozas de agua distantes. Comportamiento puesto en práctica por diversas especies, y que ha sido atestiguado por homínidos estupefactos tanto en Australia como en el continente americano4 y que me recuerda otra vez al libro de Godfrey-Smith citado unas páginas atrás: “This is probably the closest we will come to meeting an intelligent alien.”5
Regresando al plano mitológico en el que se han consagrado estos animales dentro de diversas cosmovisiones y tradiciones literarias, además del kraken escandinavo ya mencionado, podríamos agregar al titánico Akkorokamui del folclor nipón, una bestia milenaria oriunda de la bahía de Funka en Hokkaidō, Japón, la cual, según las leyendas, mide más de treinta metros de largo y de la que se dice que también ha sido avistada en Corea y Taiwán, o a deidades ancestrales como el Na Kika, un dios pulpo de las islas Gilbert al que se le atribuye haber creado los archipiélagos del Pacífico Sur, similar en apariencia y dotes creacionales al Kanaloa de la cultura hawaiana. Imposible no remitirse también al terrorífico Cthulhu de H. P. Lovecraft.
Ya que estamos entrando en los terrenos de los monstruos marinos es momento de dejar a los pulpos de lado y dedicar nuestra atención a los calamares, los verdaderos titanes entre los cefalópodos, cuyos mayores ejemplares en términos de masa corporal son los calamares colosales, Mesonychoteuthis hamiltoni, y en lo referente a extensión, los gigantes del género Architeuthis, conjunto taxonómico del que aún queda a debate si se encuentra integrado por una sola especie o hasta por ocho. De cualquier manera, se trata de los animales invertebrados más grandes de nuestros tiempos y, hasta donde sabemos, los más grandes que jamás hayan existido; aunque prevalece la discusión entre expertos sobre los récords registrados para ambos grupos, pues al igual que sucede en el caso de otros monstruos reales –serpientes gigantes, cocodrilos, tiburones y peces de agua dulce– las exageraciones suelen ser la norma. Problema que se acentúa en el ámbito de los calamares debido a su elusiva naturaleza y a la vastedad del entorno en el que habitan –casi todo el océano–, lo cual ha llevado a que prácticamente todo lo que sabemos sobre ellos sea por medio de inferencias gestadas a partir de especímenes muertos, y en no pocas instancias incompletos, que son arrastrados hasta la costa por la corriente o atrapados por casualidad en redes de pesca. De hecho, hasta hace pocos años, los científicos nunca habían conseguido verlos o filmarlos con vida.6
El consenso a la fecha, basado en ejemplares examinados por la academia, ronda los quinientos kilogramos de peso, más o menos lo mismo que pesa un oso polar, y los trece metros de largo, constituidos por un cuerpo de poco más de dos metros y el resto por los extensos tentáculos. No obstante, de acuerdo con un método indirecto basado en parámetros anatómicos comparativos extrapolados a partir de los picos hallados en los estómagos de cachalotes –por si fuera necesario aclarar: Moby Dick y sus semejantes muestran una predilección marcada en su menú por estos calamares–, es factible que existan organismos de hasta veinte metros de largo y una tonelada de peso. Lo que es seguro es que poseen los ojos más grandes del reino animal, con un diámetro de unos treinta centímetros –más grandes que un balón de baloncesto–, así como unas de las células más largas de la historia natural –neuronas con axones gigantes, gruesas como un mecate y observables a simple vista– y también uno de los huevos más masivos.7
Claro que si se es un calamar no es necesario ser uno titánico para figurar como uno de los depredadores más temibles de las profundidades; lejos de ello, los colosos mencionados ni siquiera son los que mayor fuerza física presumen, sino los de Humboldt, Dosidicus gigas. También conocidos como “diablos rojos” por su coloración basal en tonalidades bermellón profundo, aunque, como el resto de los cefalópodos, son capaces de cambiar de color de manera vertiginosa, estos calamares habitan desde el norte de California hasta Tierra del Fuego, entre los doscientos y los setecientos metros de profundidad, y llegan a medir dos metros de largo, que tampoco es un tamaño precisamente pequeño. Pero quizá el rasgo más llamativo de la especie sea que cazan en manada. En el golfo de California, por ejemplo, se han reportado tropas de más de mil individuos alimentándose al unísono, para lo cual emplean sus diestros tentáculos recubiertos por unas doscientas ventosas equipadas con dientes filosos como bisturíes. Y pese a que existen reportes de comportamiento agresivo hacia buzos y equipos de filmación subacuática, congregándose notoriamente alrededor de los faros de los submarinos, esto solo sucede en el poco afortunado incidente de topárselos mientras se alimentan. No es un encuentro en el que uno quisiera verse inmiscuido, al contrario, representa material digno de las pesadillas más cruentas.
Otros calamares de fisionomía propia de terrores nocturnos, pero de tamaño manifiestamente más pequeño, ya que no suelen rebasar los treinta centímetros de largo, son los denominados Vampyroteuthis infernalis, literalmente traducido como “calamar vampiro del infierno”. Habitan entre los seiscientos y los novecientos metros de profundidad, y exhiben una de las apariencias más surrealistas del reino animal: por la cara exterior son negros, grises o púrpuras con destellos bioluminiscentes y tienen una forma parecida a la de una campana, con las extremidades unidas entre sí por una membrana translúcida con dos aletas natatorias sobre los ojos. Hasta aquí quizás aún no suene como un aspecto demasiado excéntrico, pero cuando el organismo se siente amenazado, entonces se voltea sobre sí mismo, envolviéndose con sus brazos y dejando al descubierto su boca, para mostrar al mundo su extraña cara interior recubierta por picos y que le dan una textura como de piña o de estrella marina dentada. No obstante, lo que resulta distintivo de esta especie es que se trata del único tipo conocido de cefalópodos que no es depredador, en lugar de ello, extienden dos filamentos largos y mucilaginosos que arrastran tras de sí conforme flotan en la corriente para recoger plancton, zooplancton y demás material orgánico disperso en el agua.8
Para cerrar, simplemente señalemos que, aunque pulpos y calamares dominen la impresionante gracia de la transmutación vertiginosa de color, las verdaderas maestras del artificio camaleónico son las sepias, las cuales pueden desaparecer de golpe ante el espectador tornándose casi invisibles. A manera de epílogo agreguemos solo a un integrante más: al delicado argonauta, sin duda uno de los cefalópodos más enigmáticos y estéticos de todos. En ocasiones denominados como “nautilos de papel”, los argonautas en realidad son pulpos. Pero unos pulpos muy singulares, pues en época reproductiva las hembras confeccionan una concha calcárea similar en apariencia a la de los nautilos, pero de mayor ligereza y como apergaminada, la cual emplean para proteger a sus crías. Esta especie presenta también un marcado dimorfismo sexual, los machos son diminutos en comparación con las hembras –ellos miden apenas unos dos centímetros de largo; mientras ellas, más de veinte– y, durante el cortejo, la fecundación ocurre gracias a un brazo modificado del macho, llamado hectocótilo, que se quiebra en el interior de la hembra y permanece en su interior como visitante parasítico pero que aporta las semillas para perpetuar la especie. ~
- La criptozoología es la disciplina pseudocientífica que se aboca a probar la existencia de las entidades animadas registradas en el folclor de diversas culturas alrededor del mundo, tales como Pie Grande, el monstruo del lago Ness, el chupacabras, el mokèlé-mbèmbé, etc. ↩︎
- Video realizado por la cadena PBS, disponible en YouTube.
↩︎ - Peter Godfrey-Smith, Other minds: The octopus, the sea, and the deep origins of consciousness, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 2017. [Traducción propia. Existe traducción al español: Otras mentes. El pulpo, el mar y los orígenes profundos de la consciencia, traducción de Joandomènec Ros, Barcelona, Taurus, 2017.]
↩︎ - Para observarlos en plena acción véase “Extraordinary octopus takes to land” de la serie Earth de la bbc, narrada por el inigualable David Attenborough y disponible en línea. O bien, consúltese “Land-walking octopus explained”, artículo escrito por Katherine Harmon Courage en 2011 para Scientific American.
↩︎ - “Esto es probablemente lo más cerca que estaremos de conocer a un alien inteligente”. [Traducción propia.]
↩︎ - Para ver algunas de estas grabaciones se puede consultar “How we found the giant squid” de la célebre bióloga marina Edith Widder, aludida ya varias veces a lo largo de este texto, y disponible en la plataforma Ted.
↩︎ - Para atestiguar uno de los pocos encuentros con estos exóticos y casi poéticos huevos se puede consultar el video “Divers stumble upon giant squid egg and capture surreal moment on film”, en TwistedSifter.
↩︎ - 8 Una vez más las palabras se quedan muy cortas para describir el extravagante aspecto de estos calamares, si es que la curiosidad persistiera sobre su conspicuo semblante y peculiares adaptaciones se recomienda buscar el video “What the vampire squid really eats” del Monterey Bay Aquarium Research Institute (MBARI) y disponible en línea. ↩︎