Otras inteligencias

Muchos descubrimientos recientes nos han mostrado los alcances del entendimiento y perspicacia de los animales. De ahí que se haya vuelto imprescindible no solo redefinir nuestra idea de la inteligencia, sino también dejar atrás esa mirada antropocéntrica que coloca al ser humano como una criatura superior.
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A la genial Jane Goodall le debemos muchas cosas, por ejemplo, buena parte de lo que sabemos sobre nuestros parientes vivos más cercanos –los chimpancés, que Jane estudió diligentemente a la largo de setenta años ininterrumpidos de trabajo de campo desde su llegada en 1960 al parque nacional de Gombe, Tanzania, y con quienes célebremente consiguió ser aceptada dentro de su tropa, lo cual forzó a que tuviésemos que reconsiderar nuestra propia historia evolutiva–, de igual modo, su aproximación particular hacia sus sujetos de estudio –a los cuales ponía nombre de pila– resultó trascendente para virar hacia una visión más humanista y sensible de cómo hacer ciencia y, sin duda, también fue importante la labor pionera que desempeñó para ensanchar el sendero de una disciplina académica marcadamente patriarcal –hoy en día, sin ir más lejos, como mínimo en Occidente hay más mujeres que estudian biología que hombres.

Pero quizás su legado más significativo, o cuando menos el que marcó la pauta para todo lo que vendría después, sea el haber demostrado que los chimpancés también empleaban herramientas. Entre estas: varitas y pajillas para pescar en busca de termitas en los montículos de los termiteros, ciertos tipos de piedra impactados contra superficies específicas para abrir nueces, palos afilados para cazar mamíferos más pequeños (así es, la dieta de dichos primates incluye carne) y varias otras instancias que Jane fue la primera persona en registrar.

Ahora bien, decir que también usaban herramientas es central, ya que hasta bien entrados los años sesenta del siglo XX se asumía que tal tecnología estaba reservada solo para los nuestros, que era una habilidad exclusiva del grandilocuente y vanidoso Homo sapiens; de hecho, no era infrecuente que se citara precisamente dicha destreza para desmarcarnos del resto y, así, sustentar nuestra supuesta superioridad sobre los animales. Pero entonces llegó esta fabulosa primatóloga con sus hallazgos desde lo profundo del África y puso al mundo de cabeza. Al respecto, su mentor, Louis Leakey, el célebre paleontólogo dedicado a buscar nuestros orígenes en el registro fósil, declaró: “Ahora debemos redefinir la herramienta, redefinir al hombre o aceptar a los chimpancés como humanos.”

Pronto se sumaron los descubrimientos de otras de las protegidas de Leakey –amigas y colegas de Jane–, Diane Fossey con los gorilas en Ruanda y Birutė Galdikas con los orangutanes en Borneo. No mucho después tuvo que aceptarse que, en el caso de estos tres grandes primates, es factible hablar incluso de rasgos culturales. Y por supuesto que no solo en el mundo de los changos sucede esto. Tampoco es que haya resultado una faena del todo sencilla, digamos que nunca ha sido fácil cambiar la mente conservadora de la vieja guardia –esa postura antropocentrista que insiste en mantener al humano sobre un pedestal, como si fuésemos un organismo de algún modo superior al resto–, no obstante, las evidencias fueron apilándose poco a poco hasta que no dejaron lugar a dudas: no solo los primates, sino también los cuervos, los elefantes y los pulpos emplean herramientas.

Aunque tuvo que pasar medio siglo desde aquellos primeros registros que hiciera Jane con los chimpancés para que finalmente se alcanzara el consenso generalizado. En 2012 se promulgó la Declaración de Cambridge sobre la conciencia, la cual abrió las puertas intelectuales zoológicas para dotar de tal cualidad a varios mamíferos (cetáceos, paquidermos, primates, caninos, felinos y porcinos), ciertas aves (cuervos, loros y rapaces) y cefalópodos (hasta ese momento, específicamente pulpos).1 Claro, todo esto todavía bajo la premisa –o, quizás mejor, bajo el paradigma– de que la prodigiosa conciencia humana (eso dicho por sí misma al contemplarse en el espejo, desde luego) representa la vara de medición contra la cual comparar las particularidades de los demás. Es decir, aún con un franco sesgo antropocéntrico. O sea, si el otro hace las cosas o resuelve los dilemas de un modo parecido a como yo lo hago, pues debe ser porque es inteligente, ¿no? O si me obedece, aprende a acatar mis comandos y preferiblemente si es entrenable, cuando no domesticable, entonces debe ser porque es inteligentísimo, ¿cierto? Supongo que el tropiezo cognitivo es evidente.2

¿Pero qué sucedió cuando comenzamos a abrir el encuadre y los estudios etológicos empezaron a incorporar una diversidad mayor de organismos? Lo esperable para todas aquellas personas que no ignoran que la dichosa experiencia humana es parte de un continuo biológico y no una cualidad completamente aislada del resto de la fauna; y que, al igual que los demás caracteres adaptativos, es producto de un largo linaje de prueba y error a la luz de las distintas presiones del entorno y la selección natural.3 Digamos que si bien es recomendable no dejarse llevar del todo por los espejismos del antropomorfismo (asumir que los demás animales poseen cualidades análogas a las humanas), tampoco hay que irse hasta el otro extremo e incurrir en antroponegacionismo (vedar al resto de organismos de los elementos que constituyen nuestra experiencia sintiente).

El caso es que peces, reptiles, abejas, hormigas y sepias (parientes de los calamares) también pasan la prueba del espejo, lo que significa que cuentan con autoconciencia o están al tanto de su individualidad dentro de un grupo de sus semejantes. Las lagartijas aprenden de sus congéneres por imitación, los dragones barbudos emplean herramientas –al igual que los abejorros–, y las tortugas cuentan con diferentes estados de humor. Moscas de la fruta, peces, langostas y moluscos sienten dolor y, por ende, sufren, y cada vez queda más claro que buena parte de los integrantes de la fauna se distinguen por una experiencia sintiente, cuando no cuentan directamente con una mente propia. Un alud de estudios animó a diversos grupos de científicos prominentes para clamar en 2024 la necesidad de actualizar la Declaración de la conciencia y ampliar la lista de especímenes comprendidos hacia anfibios, reptiles, insectos, crustáceos, arácnidos, etc.4

Y es que se necesita ser realmente bastante miope a los procesos que imperan en la floresta como para no plantearse que las especies eusociales –es decir, aquellas que, al actuar de manera coordinada, conforman un superorganismo– operan guiadas por algo más que por mero automatismo. Pensemos, por ejemplo, en el caso de las hormigas arrieras o cortadoras de hojas, género Atta y Acromyrmex, que edifican hormigueros sumamente complejos habitados hasta por ocho millones de hormigas. O sea, salvo por la Ciudad de México, en el país no contamos con ninguna otra urbe con población semejante. Estas habitantes de la hormigópolis cuentan con división del trabajo, a veces repartida entre unos treinta morfotipos diferentes, que van desde las diminutas cuneras que atienden los huevos, de apenas unos milímetros de largo, hasta las poderosas soldado que llegan al par de centímetros y poseen mandíbulas prominentes. Todas ellas hermanas entre sí, laborando de manera sincronizada para atender y defender su atesorado cultivo de hongos; así es, dichos insectos –que aquellos paladares versados en las delicias de la entomofagia probablemente conozcan como hormigas chicatanas– fueron los verdaderos precursores de la agronomía, pues llevan varios cientos de millones de años cultivando micelios. De hecho, las hojas que cargan diligentemente a cuestas en su infatigable forrajeo vegetal no están destinadas a saciar su apetito, sino el del hongo que mantienen a punto dentro de su hormiguero y del cual se alimentan ellas. Y como si el cultivo no fuese ya suficiente aporte, también ponen en práctica la farmoquímica y la medicina, ya que, ante el ataque de plagas, algunas de las jardineras que atienden el cultivo exudan azúcares sobre su exoesqueleto que favorecen la proliferación de ciertas bacterias con cualidades antibióticas y antifúngicas.

Ahora bien, para terminar de elaborar el argumento, sería importante aclarar que esa idea decimonónica de que la reina gobierna el hormiguero cada vez queda más desbancada. Más bien, se trata de una organización bastante más igualitaria y distribuida entre todas las habitantes del hormiguero, que en ocasiones toman la decisión de moverlo de sitio e incluso de remplazar a la reina o de agregar un par más de las susodichas jerarcas a medias para aumentar la tasa reproductiva. ¿Cómo comprender esa toma de decisiones sociales que no sea bajo la noción de algún tipo de inteligencia colectiva? ¿Cómo entender su lenguaje particular de feromonas y rastros bioquímicos, desde nuestra modesta condición sintáctica y fonética, que no sea por medio de la especulación literaria a lo Ursula K. Le Guin?

Caso semejante es el de las termitas, cuyos laboriosos montículos no son más que sofisticadas torres de ventilación para controlar el clima al interior de su termitero que, al igual que en el caso de las hormigas, incorpora a millones de habitantes en la colonia y es una edificación que también desciende hacia los subsuelos. Y cuando digo controlar el clima, me refiero a enfriar el interior, a veces decenas de grados más fresco que el exterior y cuya humedad también se mantiene constante. Estos termiteros, sin ir más lejos, representan las más antiguas edificaciones animales conocidas aún en uso. En Sudáfrica existen algunos de tales artificios arquitectónicos zoológicos que llevan habitados la impresionante cifra de treinta mil años y que todavía efervescen en actividad. Y no olvidemos que estamos hablando de treinta mil años para generaciones mucho más breves que las nuestras –las obreras y los soldados viven entre uno y dos años, mientras que las reinas y los reyes pueden vivir hasta dos décadas–. Eso sí que es legado, y no los fugaces brillos de las civilizaciones homínidas, que en su expresión más antigua todavía en uso alcanzan los nueve mil años en la ciudad de Jericó, Palestina, y me parece que no hace falta recalcar la situación actual en tales coordenadas geográficas para constatar que su perseverancia como el asentamiento humano más longevo pende de un hilo. En ese sentido, más que de nuestra inteligencia, cobra relevancia hablar de la enorme estupidez y crueldad humana. Aunque ese no es el motivo de nuestro presente artículo.

Así que, retomando el cauce, para aquellas personas que sigan con dudas o que muestren reservas ante lo contado hasta aquí, yo recomendaría ampliamente ponerle un ojo al libro ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?, donde el destacado primatólogo y autor Frans de Waal elabora una revisión argumentativa del tema, basada en estudios de campo y que involucran un bestiario diverso de animales; cuyo texto de solapa (que estoy viendo mientras tecleo esto) dice lo siguiente que viene muy a cuento: “Por fortuna, han quedado atrás los tiempos en que los animales eran considerados meras máquinas que solo respondían mecánicamente a los estímulos del laboratorio, pero este libro, además, nos obliga a replantearnos nuestras viejas ideas acerca de la naturaleza y los mecanismos de la inteligencia, tanto humana como animal.” También vale la pena ojear La inesperada verdad sobre los animales, donde la docta en la materia y siempre divertida Lucy Cooke se encarga de desbancar mitos propagados por los documentales de la televisión: “Este libro nos desvela cómo proyectamos sobre los animales nuestras creencias, cómo les atribuimos actitudes y roles que son traslaciones de nuestra visión del mundo. Y así, seducidos por las imágenes de un célebre documental sobre pingüinos, los convertimos en un dechado de virtudes familiares, fidelidad y responsabilidad. Entrañable. Pero ¿realmente son así? Pues resulta que más bien no…”

Y claro, todo lo anterior, a la luz de una aproximación si no antropocéntrica ni mamiferocéntrica o vertebradocéntrica, como mínimo animalocéntrica, puesto que el aprendizaje, la resolución de problemas e incluso la percepción del mundo, desde luego que no se limitan a los metazoarios. Ahora sabemos, por ejemplo, que las plantas no solo perciben sonidos, sino que emiten sus propios ruidos, a veces destinados a repeler a los rumiantes que las mastican o para atraer a sus polinizadores particulares, y de forma análoga a la negación histórica que los nuestros adjudicaron a los sonidos vegetales durante siglos, podríamos pensar en la inteligencia botánica. ¿Las plantas sacan conjeturas de su medio y alteran su comportamiento en respuesta a los estímulos que las rodean? O mejor: ¿las plantas aprenden y recuerdan? La respuesta es categóricamente afirmativa, como lo han demostrado numerosos estudios.5

En terrenos fúngicos la cosa se pone aún más complicada de entender para nuestras limitaciones mamíferas, pero pongamos sobre la mesa que nos hemos valido de sus disposiciones somáticas para resolver algunas cuestiones de infraestructura sobresalientes, como la extensa red del metro de Tokio. Y es que resulta que los llamados slime molds o mohos mucilaginosos, que en términos filogenéticos parecen estar más emparentados con las amibas que con los hongos, son capaces de poner en marcha una inteligencia enjambre, que los dota con la peculiaridad de resolver problemas complejos como encontrar el camino más corto a través de un laberinto, creando una red similar a la de un sistema de transporte, tal cual como el trazado de la compleja red del metro japonés ya mencionada. Y volvemos a la pregunta fundamental: ¿cómo entender tales dotes evolutivas que no sea bajo la especulación de algún tipo de inteligencia? Y es que, si esperamos estupefactos a ver nuestro reflejo sobre el espejo del resto, me temo que nos quedaremos muy solos conforme nos extinguimos. ¿No sería ya momento de sacudirnos un poco de esa vanidad que nos ha caracterizado hasta ahora y comenzar a apreciar realmente a los entes con los que compartimos este fabuloso viaje a través de la improbable existencia orgánica? ¿Por qué no darnos cuenta de una buena vez de que la nuestra, aun siendo tan maravillosa, es tan solo una más de las múltiples expresiones posibles de la inteligencia en el inconmensurable árbol de la vida? No sé ustedes, pero a mí me parece que, si lo vemos de este modo, de aquí en adelante todo es posibilidad. ~

  1.  The Cambridge Declaration on Consciousness, se puede consultar en línea (fcmconference.org).
    ↩︎
  2.  Y si no, se recomienda ampliamente escuchar la miniserie dedicada a la inteligencia animal del genial podcast Radiolab, “G: The World’s Smartest Animal” (www.radiolab.org).
    ↩︎
  3.  Y que, por supuesto, nuestro sofisticado cerebro no representa la cúspide de nada. Es solo una más de las múltiples maquinaciones de la infatigable evolución, y para el caso, ni siquiera queda claro que sea una solución del todo efectiva, o cuando menos a juzgar porque los orgullosos monos parlantes no llegamos a juntar ni medio millón de años de existencia como especie y ya nos estamos metiendo en serios aprietos como para pretender doblar dicha cifra (y aun si lo conseguimos, sería una existencia bastante modesta en términos geológicos).
    ↩︎
  4.  Véase “A New Declaration of Animal Consciousness”, de Dan Falk, The Atlantic, 27 de abril de 2024 (www.theatlantic.com).
    ↩︎
  5. Véase “Plants ‘can think and remember’” de Victoria Gill, bbc News, julio de 2010, disponible en línea (www.bbc.com) o “Can a plant remember? This one seems to–Here’s the evidence” de Robert Krulwich, para National Geographic, diciembre de 2015 (www.nationalgeographic.com). ↩︎


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