Crónica íntima de Nicaragua

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Sergio Ramírez

Antología personal. Cincuenta años de cuentos (1963-2013)

Ciudad de México, Océano, 2017, 308 pp.

 

La fidelidad que el flamante Premio Cervantes, Sergio Ramírez (Masatepe, 1942), tiene por el género del cuento puede constatarse en el voluminoso Cuentos completos, editado por el Fondo de Cultura Económica en 2013, y ahora en esta cuidada selección de Océano. Me acerqué a los cuentos de Ramírez de la mano de Miguel Donoso Pareja, el legendario maestro, quien nos dio a leer los dos tomos de su antología para la imprescindible colección SepSetentas, Prosa joven de la América Hispana. En ella se encontraban dos cuentos de Sergio Ramírez: “Charles Atlas nunca muere” y “A Jackie, con nuestro corazón”. En ambos textos su autor se instalaba con maestría en los temas y la mirada que en su obra posterior se volverán marca de casa: un retrato sentimental pero nunca sensiblero de Nicaragua; una crónica de lo sucedido en el espacio imaginario de algunos de sus personajes más conspicuos, por más comunes, como un soldado, un tipografista que se vuelve adivino, un joven aprendiz de periodista; y la mirada que tienen esos personajes de un país sin tiempo, o con el tiempo muerto de las dictaduras. Esta nueva selección de sus cuentos nos brinda la oportunidad de revisar la narrativa breve de Sergio Ramírez en su octava década de vida.

¿El cuento es un género de excepción, como la poesía? ¿El cuentista trabaja con la forma, con el canon, y acaso halla a lo largo de su vida uno o dos textos capaces de entrar en una hipotética antología universal? Si es así tres de los cuentos de este libro merecen ese pedestal, los ya referidos “Charles Atlas nunca muere” y “A Jackie, con nuestro corazón”, a los que añadiría “El centerfielder”. Pero el cuento, ese género tan complejo, no puede ser solo búsqueda y fugaz encuentro. De allí que Ramírez explore en esta selección las distintas formas del relato breve: la fábula, la minificción, la parodia satírica del tratado medieval, el cuento clásico –a la Chéjov, uno de sus maestros–. En recientes entrevistas Ramírez ha insistido en que su empeño ha sido ser un cronista de su país. El cuento –las diversas formas del género– le ha permitido, con toda seguridad, hacer una crónica sentimental de lo que es ser nicaragüense, latinoamericano, en la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI. Se puede pensar que la declaración de nuestro autor es solo una muestra de humildad, pero creo entrever que se trata, también, de un intento de conducir la lectura posterior de su obra. No es un autor del boom –aunque algunos críticos, y a veces él mismo, lo llamen hermano menor de esa generación de narradores–, estaría más cercano a José Emilio Pacheco o Manuel Puig. Y este último me permite penetrar en lo que creo que es la constante de los cuentos de Ramírez: un uso ejemplar de lo popular (el cine mexicano, el box, el futbol, el beisbol, las historietas populares e incluso la radionovela). Allí donde el autor de Boquitas pintadas utiliza los recursos estilísticos de los géneros que retrabaja, Sergio Ramírez se apoya en el sentimentalismo y sus representaciones. Más preocupado por el alma de sus personajes que por piruetas de estilo, lo que discursivamente utiliza Ramírez es el periodismo local, la crónica de sociales, la crónica política que nos instala en el mundo de León o de Granada, de las zonas populares de Managua. Lo que le permite, sin embargo, ir más allá de la parodia o del uso provechoso de un lenguaje y sus convenciones estilísticas, es que hay una intención de fondo que podríamos llamar moral, en el sentido de costumbre: ¿cómo revelar las costumbres de unos seres que vienen de la miseria, de la pobreza, de la clase apenas media en algunos casos, para quienes el adulterio, la estafa, pero también la convicción y el optimismo, son sus únicas monedas de cambio?

El especial jubileo que representa esta antología personal implica también, para el lector, la oportunidad de ir de ese juvenil libro titulado con el género –¿en símbolo de respeto?– Cuentos (1963) a Flores oscuras (2013). Solo un cuento de ese libro inicial (“Felis Concóloris”) ha merecido conservarse. En cambio, hay cuatro de su colección más reciente: “La puerta falsa”, “La colina 155”, “No me vayan a haber dejado solo” (una joya en sí mismo) y “Flores oscuras”. ¿Por qué el autor es implacable con el joven aspirante y en cambio magnánimo con su última producción? ¿Por qué no incluyó el otro cuento que, a mi parecer, podría rivalizar con los tres de aquella hipotética antología universal que mencioné al principio (“Catalina y Catalina”, del libro homónimo de 2001) y en su lugar colocó dos que, en mi opinión, no están a la altura (“Shakira y La Mosca” y “La suerte es como el viento”)? Me parece que la razón es el afán de hacer de esta antología un libro representativo de su obra, más que una selección marcada por el puro rigor.

Sin embargo, tenemos en dos de los textos de De tropeles y tropelías (1971), “De las propiedades del sueño (i)” y “De la afición a las bestias de silla”, muestras de uno de los libros más olvidados y más necesarios de Sergio Ramírez; el equivalente nicaragüense a La feria, de Juan José Arreola, como ha observado el crítico Daniel Chávez, cuyo libro sobre Ramírez se publicará este año en la editorial universitaria de Purdue.

Siempre puede haber cierto capricho en el placer del antologador de cercenarse y de perdonarse y eso hace quizá también más interesante un libro como este, pues muestra cómo se lee quien escribe, desde dónde se lee, también. Creo entonces que Sergio Ramírez se lee desde el longevo cronista de su pueblo. De allí que en esta recopilación pondere ese rasgo de su obra breve. Es también sumamente esclarecedor el prólogo en el que insiste en que hay solo unos cuantos temas para lo literario y que se cuentan con los dedos de una mano; que las narraciones son semillas envenenadas que viajan por el tiempo sembrando esos temas: el amor, la locura, la muerte y el poder (que es la locura máxima). El abuelo de Sergio Ramírez era un ebanista laborioso y paciente. De él conserva la mesa en la que trabaja, en la que descansan su computadora, los libros que consulta y sus libretas de apuntes. Esa mesa le recuerda siempre todo lo que de fábrica, de artificio, tiene el acto de narrar. Pero también la paciencia y el oficio que va de escoger el árbol a ensamblar, lijar, pulir y barnizar. El adolescente que mandó un día un cuento a escondidas a La Prensa Literaria –el suplemento dirigido por Pablo Antonio Cuadra– que parecía una versión de Masatepe de una tradición folclórica, el que leyó a los doce años un cuento en la Radio Mundial, ha pasado ya los años de madurez literaria. Sin embargo, a nosotros, sus lectores, nos queda la esperanza de que aún no se jubile (si es que cincuenta, jubileo, significa el franco retiro) y que mientras sigue publicando su saga policiaca con el expolicía Dolores Morales, nos regale al menos un nuevo libro de cuentos. Es en este género en el que mejor cumple su minucioso y humilde trabajo de cronista, quizá la más imperecedera de las labores. ~

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