Daniel Divinsky, señor de los libros

Daniel Divinsky está detrás de los libros de Quino, Fontanarrosa, Liniers, Caloi y Maitena. Es uno de esos héroes sin internet, los editores latinoamericanos de los años del boom, que imprimían y vendían sesenta mil ejemplares con solo una reseña periodística a favor.
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“Yo fui joven alguna vez”, dice Daniel Divinsky a sus 81 años, y no cuesta demasiado imaginarlo. Lejos de la jubilación, reparte su agenda entre presentaciones de libros, cocteles de premiaciones, reseñas y juradurías en concursos literarios.

Divinsky (Buenos Aires, 1942) está detrás de los libros de Quino, Fontanarrosa, Liniers, Caloi y Maitena. Es uno de esos héroes sin internet, los editores latinoamericanos de los años del boom, que imprimían y vendían sesenta mil ejemplares con solo una reseña periodística a favor. “Con Mafalda hacíamos tiradas iniciales de doscientos mil. Y se vendían”, cuenta quien comandara Ediciones de la Flor, el mítico sello argentino, hasta hace apenas algunos años.

Daniel Divinsky parece haber vivido siempre un paso adelante. Una nefritis lo dejó en cama a los cinco años y dos tías maestras se empeñaron en enseñarle a leer. En la escuela rindió exámenes libres, saltándose años de cursada, y terminó inscribiéndose en la facultad a los quince. “Un disparate”, concede. Aún peor, en una carrera que no le gustaba.

“Con eso no te vas a ganar la vida”, le había dicho su padre médico, cuando le contó que quería estudiar letras: “Me anoté en derecho, el vaciadero de la gente sin vocación. Al final me sirvió”, dice. Sus primeras incursiones en el mundo del libro tuvieron lugar ahí mismo. Primero en una revista universitaria y después en una colección del centro de estudiantes, financiada por la editorial Perrot, cuya dirección tardó poco en asumir.

Como quien entra al futuro, Daniel Divinsky entró a una imprenta. El flechazo fue automático: un ruidoso perfume a tinta, tipógrafos tecleando detrás de unas máquinas gigantescas, las Mergenthaler, “que eran como tranvías”, recuerda. “Yo me iba hasta una imprenta muy barata en el barrio de La Boca para corregir las pruebas de galera, que eran larguísimas. Era todo artesanal. Estoy hablando de la prehistoria del papel impreso. ¡Yo vi los tipos móviles de plomo de Gutenberg!”, y explica que así se imprimió hasta los años setenta: “Se componía la línea, después se armaba la caja, que si se caía había que corregir todo de cero.”

Divinsky soportó la carrera visitando religiosamente la librería de Jorge Álvarez, que le hacía descuentos especiales en sus libros de estudio y a quien había conocido en el Cine Club Núcleo, una parada obligatoria para la inteliguentsia porteña. Fue entre sus anaqueles que Divinsky conoció, por ejemplo, a Rodolfo Walsh, de quien años más tarde editaría Operación Masacre. También a Pirí Lugones, pareja de Walsh por entonces, que se presentaba a sí misma como “la nieta del poeta e hija del torturador” (el día del escritor, en Argentina, se celebra en memoria de su abuelo Leopoldo). Pirí sería clave en la editorial que Álvarez fundó en esa época y en la que Divinsky crearía poco tiempo después.

“Álvarez era como el cafishio de las inquietudes intelectuales de sus amigos”, explica sobre el clima que se vivía en ese lugar. Fueron varias las colaboraciones con que participó en su editorial, como poner en orden la traducción del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce que había hecho Walsh. “Yo hice cut and paste antes de que existiera el cut and paste”, se jacta, y se recuerda recortando el manuscrito con tijeras, línea por línea, para ordenarlas de la “a” a la “z” en un montaje con cinta adhesiva.

En paralelo a sus aventuras literarias, Divinsky se asoció con un amigo abogado y comenzó a ganarse la vida atendiendo casos de parientes. “La abogacía no me gustaba en absoluto, así que empecé un curso para graduados en sociología. En eso estaba cuando se produjo un golpe de Estado. Me quedé sin horizonte. En vez de deprimirme, con mi socio se nos ocurrió poner una librería. Les preguntamos a nuestros padres cuánto dinero nos podían prestar: cada uno, ciento cincuenta dólares. Pero no había ninguna posibilidad de alquilar algo por esa suma.”

El viejo Álvarez, que ya tenía pruebas de su desempeño, les propuso aportar su crédito y asociarse los tres para fundar un nuevo sello. Nacía Ediciones de la Flor, cuyo nombre ideó Pirí en un brainstorming tras escuchar las ensoñaciones de sus amigos y sus proyectos: “¡Ah, pero lo que ustedes quieren poner es una flor de editorial!”, exclamó y quedó. Más tarde, traduciría allí las cartas de Dylan Thomas o Pomelo, de Yoko Ono, libro que a Divinsky le valió una invitación a la casa que la artista compartía con John Lennon en Liverpool, y que se dio el lujo de rechazar.

Pirí también aportó la innovación del uso del voseo y el lunfardo en las traducciones “al porteño”, algo que a Divinsky, que había crecido padeciendo los españolismos, le pareció una audacia plausible. “Fue una especie de ángel guardián a todos los efectos”, cuenta Daniel, y suma y sigue, porque de ella fue además la idea de una antología clave en el lanzamiento de De la Flor: “Ningún autor argentino consagrado le va a dar un libro nuevo a la editorial de unos pibes jóvenes sin experiencia, como ustedes, pero los escritores son muy vanidosos, y si les preguntan cuál es su cuento favorito y les piden un prólogo explicando por qué, lo harán.” Así fue como consiguieron, en apenas su segundo embate, las firmas de Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, Manuel Mujica Lainez, Abelardo Castillo y David Viñas. Daniel Divinsky tenía veinticuatro años, un título universitario que aborrecía, pero un proyecto que lo justificaba casi todo. Sin oficinas, De la Flor tenía sede en el despacho jurídico. Participaban en ferias callejeras contra viento y marea, mucho antes de que existiera la Feria del Libro de Buenos Aires. Para entonces su catálogo ya era “un cambalache”, en palabras de Divinsky, quien jamás sujetó sus elecciones a otra cosa que su gusto personal y su intuición: “Yo me figuraba que, si me gustaba algo a mí, seguramente les iba a gustar a otros mil quinientos o dos mil locos que tuvieran la misma debilidad que yo.”

Mientras tanto, Álvarez lanzaba una discográfica que haría tambalear la economía de su propio sello, comiéndose las regalías de sus autores. Entre ellos Quino, que terminó por rescindir el contrato a Editorial Jorge Álvarez. “¿Por qué no empiezan a hacer Mafalda ustedes?”, les propuso a Divinsky y su socio en De la Flor, de la que Álvarez ya se había desprendido. “Esa fue la inversión copernicana para una editorial que publicaba poemas de Tennessee Williams y pasó a publicar tiradas de miles de ejemplares que se vendían en una tarde.”

Su socio, ante la expansión de De la Flor, sinceró su desinterés y su parte quedó en cabeza de Kuki Miller, entonces pareja de Daniel y actual directora de De la Flor. A la explosión de Mafalda le siguió otro hit, Paradiso de Lezama Lima. Las cosas marchaban bien, nada mal. Una mañana de esas que se repartían entre su editorial bullente y los tribunales, de camino a firmar un contrato Divinsky se sintió morir: una lipotimia, pero aprovechó el último gramo de conciencia antes del desmayo para preguntarse: “¿Justo ahora que me va bien con la editorial?” Abandonó el derecho no bien se despertó.

“Para encontrar libros, me suscribía a cuanta publicación existiera. Le Magazine Littéraire francés, la revista de libros del New York Times […] Iba curioseando.” Gracias a las clases de idiomas que su padre le había procurado de niño, podía leer en inglés, francés, “más o menos italiano y portugués”. En su catálogo se mezclaban rarezas como Opio, de Jean Cocteau, con la primera traducción de Vinicius de Moraes al castellano, a quien visitó en Río de Janeiro con su máquina de escribir portátil lista para firmar el contrato ahí mismo en el Copacabana Palace, donde lo citó. “En una época, esa máquina era como la extensión de mis manos.” Se la regaló un tío, quien a su vez se la compró a un amigo que la había traído de contrabando. Le fallaba –todavía– la letra eñe.

En un viaje de placer a Hawái con su esposa y Quino –autor y amigo, amigo y autor, que para Divinsky no tiene contraindicación alguna–, las noticias que vieron en un televisor de hotel no prometían nada bueno. Al regresar, los editores fueron sorprendidos por policías que llegaron en un Ford Falcon con una orden de detención por la publicación de Cinco dedos, un libro infantil en el que unos dedos descubren que uniéndose en puño son más fuertes que solos. “Kuki y yo estuvimos presos en un lugar que había sido de tortura. Al menos permitían que nuestra familia nos trajera comida y libros.”

Por ser “contumaces en la publicación de libros que alteraban el orden público”, la dictadura decretó la clausura de la editorial. La madre de Kuki quedó a cargo, y también cuando los liberaron tras el reclamo organizado de escritores y editores de todo el mundo, con firmas como la de Gallimard y hasta la presión de un embajador francés que se negaba a acordar los derechos de transmisión televisiva del Mundial del 78 si no los ponían antes en libertad.

Deciden irse a Venezuela, aprovechando la invitación que les habían mandado de la Feria de Frankfurt. “Como faltaba todavía mucho para la feria, yo desdoblé el pasaje para salir antes y hacer el recorrido que hacía cada año por toda Latinoamérica hasta Nueva York, vendiendo títulos de De la Flor en librerías”, cuenta Divinsky, el peregrino. Se quedaron en Caracas por algunos años durante los que, lejos de cerrar la editorial, trabajaron a distancia traficando manuscritos y pruebas de galeras con amigos viajeros.

Con la vuelta democrática, la familia retornó a Argentina. La oficina volvió a ser lo que era, un pleno reverdecer. Una de las incorporaciones fue la del escritor Daniel Link, por entonces recién graduado de letras: “Divinsky se movía por la editorial dando pasitos cortos, todo lo veía, nada se le escapaba y sus comentarios eran siempre breves, agudos y socarrones: como latigazos. De él aprendí a lidiar con los caprichos autorales (una pesadilla) y a anticiparse al próximo trimestre, o semestre, o año”, cuenta. Al principio, no lograba entenderlo: “Me pareció que tomaba decisiones caprichosas y completamente alejadas de lo que en ese momento se esperaba. Bien pronto entendí que su criterio no se dejaba llevar por las modas del momento y estaba fundado en un conocimiento profundísimo.”

En esta especie de segundo round, Divinsky hizo espacio a una tradición de humoristas gráficos inédita, autores que primero fueron sus lectores. “Daniel está entre mis editores formativos preferidos”, dice Miguel Rep, “para mí era el editor de Quino, de Fontanarrosa. El lugar donde yo quería alguna vez publicar”.

El escritorio repleto de papeles, un libro encima del otro y todos abiertos, una biblioteca llena de adornos, portarretratos y regalos; Divinsky está sentado en uno de sus libreros, pequeñito, a la escala de los libros, con una flor blanca entre las manos. Su pintura presidió hasta la primavera de 2015 la oficina de dirección en Ediciones de la Flor. “Para Daniel Divinsky, señor de los libros y guardián de los tesoros”, la firma Decur, y agrega: “Todos mis héroes nacieron en esa editorial.”

“Alguien dijo una vez que era editor porque su curiosidad superaba su profundidad. Estoy de acuerdo. Soy mucho más curioso que profundo, y tengo una diversidad de intereses que puede caracterizarse como dispersión. Pero, en principio, levantar la tapa de cualquier libro me interesa”, dice Divinsky mientras merienda en el café del Museo Evita. “Esta es mi oficina ahora.” Su vigorosa inteligencia se evidencia incluso antes de que emita palabra. Sus ojos, ágiles como flechas, le dan ese aire de pájaro sabio que, tras recomendar el libro de una escritora ignota que acaba de leer, exclama: “Me gustaría vivir veinte años más para ver que se va a consagrar como una grande.”

“La del editor es una función de mediador. Una especie de celestino que va a reunir a una persona con una lectura”, dice después. Afuera comienza a atardecer, pero él no se cansa de contar la misma historia, como si contarla la convirtiera en una aventura otra vez: la aventura de su propia vida y la de las bibliotecas que desparramó por todo el continente. “Es que yo entro a cada libro como si empezara el mundo de nuevo”, desliza antes de tomar su taza de té. ~

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(Bahía Blanca,
Argentina, 1985) es escritora y periodista.
Ha publicado libros de poesía, de no
ficción y de relatos; los más recientes son
Emociones lentas (Antílope/UANL, 2023)
y El color favorito (Gris Tormenta/
Universidad Veracruzana, 2023)


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