¿De qué nos reímos?

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En los tiempos que corren, caracterizados por una vigilancia permanente de las “buenas conciencias”, un registro audiovisual continuo y multitudes de jueces anónimos dispuestos a emitir veredictos inmediatos en redes sociales, preguntarnos de qué podemos reírnos aún resulta pertinente. Para reflexionar al respecto, partiré de la esfera de lo político, que de tanta materia ha provisto, durante siglos, al humorismo nacional.

Quienes a lo largo de los sexenios desarrollamos el hábito (yo diría que terapéutico) de reír de los sinsentidos y embustes de los gobernantes, sabemos que desde 2018 el humor político se ha reconfigurado. Buena parte de quienes, mediante la risa, critican al oficialismo actual, no son quienes solían hacerlo antes. Por otro lado, muchos de quienes hace unos años lanzaban con envidiable puntería los dardos de su humor en contra de funcionarios de todos los niveles, hoy se han convertido en sus fervientes defensores.

La reacción de los interpelados tampoco es la misma. Sin embargo, afirmar que la falta de sentido del humor (y de tolerancia a la crítica) es privativa de un solo partido político y de sus seguidores sería absurdo. En todos los credos políticos y en todas las ideologías existe siempre un sector que confunde lo importante con lo sagrado y que reacciona mal, e incluso con violencia, a las críticas expresadas mediante el recurso de lo cómico.

Aristóteles

{{Aristóteles, Poética, 1451 b, pp. 1-15}}

 lo mismo que Platón,

{{Platón, Leyes, XI, 936 a, pp. 3-5.}}

 rechazaban la risa de quienes, como resultado de su propia ignorancia, se consideraban mejores que aquellos de quienes se reían. Esta postura ha sido retomada a lo largo de la historia. Baudelaire, por ejemplo, censuraba a quienes se mofaban de quien terminaba en el piso como resultado de un tropiezo, pues le repugnaba que se sintieran tan vanamente superiores a este.

((Charles Baudelaire, “De la esencia de la risa y generalmente de lo cómico en las artes plásticas”, trad. de Nadia Cordero Gamboa, FILHA, [S.l.], V. 1, n. 1, agosto de 2018, p. 6.))

Pensemos, por un momento, que este llamado a la moderación es conveniente y que no debemos reírnos del gobernante que se equivoca (porque, a fin de cuentas, nosotros no somos gobernantes y, en caso de serlo, probablemente nos equivocaríamos también). Renunciemos a reír de posturas con las que no concordamos, así parezcan las más absurdas (como la de un mestizo que se identifica con el nacionalsocialismo o la de un político conocido por ser corrupto que se queja de la corrupción), y abracemos, únicamente, el sentido del humor amistoso, que no denigra al otro ni degrada a quien lo ejerce. En un escenario tal, parece claro que solo podemos reírnos de aquello que no resulta ofensivo para nadie y de lo que estamos seguros que no podría, en un momento dado, achacársenos como una falla propia.

El universo de lo risible queda así muy acotado, pues todos podemos fallar, incluso en las actividades más inocuas, ya no digamos en las más sesudas. Pero, además, queda claro que cualquier broma sobre cualquier tema, puede, en la actualidad, encender la furia no de uno, sino de millones, pues incluso los comentarios entre nos han perdido su calidad de netamente privados y han adquirido, en cambio, una proclividad a ser extraídos de un contexto en el que sí son tolerados y hasta celebrados, para ser insertados en un escenario donde resultarán reprobables por donde se los mire.

Lo interesante es que, como resultado de este giro, quien mira con vana superioridad moral no es ya quien utiliza el sentido del humor para provocar la risa (no necesariamente a costillas de alguien más), sino quien juzga al bromista desde una postura que se pretende sin mácula.

Las redes sociales facilitan este absurdo y dan cabida a otros mayores, pues, por un lado, al enjuiciado le es imposible hurgar en el historial (digital y de vida) de sus jueces con el objetivo de evidenciar sus contradicciones e hipocresía y poner en duda su pretendida pureza. Por otro lado, sucede que quienes consideran que pueden resultar perjudicados (jefes, familiares, autoridades, etcétera) como consecuencia de estos juicios mediáticos optan por tomar medidas que eviten o mitiguen el daño a su imagen, sin importar si hay o no justicia en la sanción mediática infligida.

La risa como castigo social –censurada por Aristóteles y descrita, siglos después, por Bergson

{{Henri Bergson, La risa. Ensayo sobre el significado de la comicidad, trad. de Guillermo Graíño Ferrer, Madrid, Alianza Editorial, 2016.}}

– ha cedido, así, su función como reguladora de vicios sociales en favor de la crítica exacerbada, vertida, principalmente, en las redes sociales, pero también en los lugares donde la vida cotidiana transcurre.

Actualmente, todos podemos aparentar ser ejemplos morales sin preocuparnos de que eso no sea ni remotamente cierto. Basta con asumirse parte de alguna causa progresista, de la corriente que detenta el poder político, o simplemente haber consumido cantidades ingentes de videos y memes respecto de cierto tema, para asumir el papel de juzgadores.

¿No es esto, en sí mismo, digno de risa?

Lo es, sin duda. Pero, al llamar a reírnos de estos absurdos, ¿no caemos en el mismo vicio que las grandes mentes occidentales han censurado?

Por supuesto que sí. Inevitablemente. Nuestras humanas limitaciones nos garantizan que, tarde o temprano, sin importar el grado de convicción que poseamos en cuanto a cierto tema, caeremos en un error, tanto o mayor que aquel del cual nos reímos.

El problema no consiste en ser falibles, sino precisamente en no aceptar nuestra falibilidad y en no ser capaces de reírnos de ella. Esto aplica para cualquier ser humano, sea cual sea su ocupación o la causa que enarbole.

¿De qué podemos reírnos? De lo que nos hemos reído siempre –y opino, incluso, que deberíamos hacerlo con mayor frecuencia–, pero bajo la condición de reírnos, primero, de nosotros mismos; de no tomarnos tan en serio que censuremos la opinión y la risa de los demás, y de no caer en el narcisismo que hace de cualquier postura (política, académica, científica, etc.) un dogma y que engendra fanatismos que no solo son peligrosos, sino también ridículos y altamente risibles.

Entre más difícil sea una época, mayor debiera ser la capacidad de los ciudadanos para reírse de sí mismos, de las circunstancias y de sus líderes, pues el sentido del humor engendra crítica y la crítica genera cambios. No es casualidad que la risa haya estado antes del lenguaje: posee propiedades vinculantes que siempre han sido menospreciadas, cuando no temidas. Ni tampoco es casualidad que haya sido, desde el principio de los tiempos, enemiga de los dogmas, tal como actualmente lo es de los regímenes autocráticos. ~

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es escritor y filósofo


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