Sergio González Rodríguez
Teoría novelada de mí mismo
Ciudad de México, Literatura Random House, 2017, 250 pp.
Ensayo literario, autobiografía intelectual, reminiscencias de una familia, una ciudad, un país, perdidos y recuperados en la memoria y la escritura, Teoría novelada de mí mismo invita a explorar dimensiones ocultas de la realidad, sin perder consciencia de aquella en la que convivimos. A través de una reflexión introspectiva, Sergio González Rodríguez deja constancia en esta obra de su talento para cruzar y borrar fronteras entre erudición y cotidianidad, disciplinas, ámbitos de conciencia y (falsas) clasificaciones de lo que constituye lo real. Sueños, fantasmas, cuartos de hotel, adquieren igual consistencia que una casa abandonada a medias, un edificio construido y caído, una familia en continua reconfiguración que enfrenta y supera la adversidad.
El autor de Huesos en el desierto y La pandilla cósmica conjuntó en su obra publicada, antes de su partida el 3 de abril de 2017, una aguda y amplia visión de lo político y de la vida pública mexicana desgarrada por la violencia extrema, así como una imaginación abierta a los estímulos y avatares de la “ultramodernidad”, a los rastros de tradiciones ocultas, y a las fisuras por las que se cuela y materializa la presencia del mal.
En este libro, una de sus últimas entregas, González Rodríguez devela lo que llama “teoría novelada”: “el reverso de sí”, que podemos leer como develación de ámbitos de su pensamiento y su vida interior apenas percibidos antes en el ensayo De sangre y de sol y en derivaciones extrañas en algunas de sus ficciones. Como también sugiere, este “desvío de lo previsto” remite a un pensamiento dinámico que igual entrelaza música, escritura y fotografía (pasiones de su vida), que sueño, escritura, fantasía y presencia espectral, en un todo complejo, y a ratos denso, coherente en su extrañeza. Las voces y otras efímeras presencias, malignas o benéficas, que en otro universo literario aparecerían como elementos fantásticos, son aquí indicios, o pruebas de dimensiones de la vida que han quedado opacadas o marginadas por el predominio de la racionalidad y el imperio de lo visual.
Sueños, fantasmas, imágenes difusas de cuartos de hotel adquieren, a través de la escritura, igual materialidad que los fragmentos de un pasado autobiográfico evocado desde la vigilia, el ensueño o las hondonadas oníricas. Si las imágenes de la infancia, la adolescencia o la juventud del autor iluminan un mundo afectivo marcado por la pérdida y la resiliencia, constituyen también un marco temporal en que contrastan pasado y presente –de la ciudad y del autor– y un conducto fluido entre lo vivido y lo evocado, entre las presencias perdidas y recuperadas, en la memoria y en las fisuras del tiempo o de la realidad. La comunicación con los seres queridos más allá de la muerte se da por igual en el sueño que en la memoria, en el instante lúcido en que coinciden llamado y premonición.
Como cabría esperar de un pensador igualmente atento a la ficción que a la teoría política y las indagaciones en lo transhumano, González Rodríguez da muestra aquí de una originalidad conceptual capaz de retomar a clásicos y contemporáneos y darles un giro propio, inesperado. Así, el sueño no es solo manifestación de deseo o temor, o cruce de vivencias oníricas, a lo Borges; es un ámbito de conocimiento, un espacio de encuentro con otros, conocidos o desconocidos. El fantasma es presencia espectral que no remite únicamente al más allá, sino que aparece como pasado actualizado, como interrogante sobre el propio ser y el mundo. Es a la vez signo del paso del tiempo, desfamiliarización, revivencia de un vínculo afectivo, percepción de las huellas que dejan otras presencias en un mismo espacio.
Sueño y fantasma son también, como la memoria del viaje, del pasado o del cuarto de hotel, material de escritura, fuente de creación. Las teorías del sueño, del “oneirograma” o del fantasma nos guían a través de un trayecto intelectual y afectivo que culmina en la afirmación de la vida como “ser para los otros”, y cobran así un profundo sentido existencial y conceptual. No son meros divertimentos ni elucubraciones de una mente lúdica. Lo que les da mayor consistencia, sin embargo, es su estrecha relación con el acto de escribir. Escritura que es a la vez trazo, estilo, medio de reflexión y creación, música, letra y silencio, memoria y anclaje en el presente.
En el centro de este libro imaginativo y memorioso, inserta entre las disquisiciones sobre los sueños y la teoría del fantasma vivo, la crudeza de la violencia extrema nos recuerda que quien escribe es y ha sido un lúcido y valiente observador de una realidad que no admite más sueño que la pesadilla; que crea en los desaparecidos presencias espectrales, y transforma a las víctimas en muertos vivientes, en seres marcados por la abyección de una crueldad casi inimaginable –lo que el autor ha denominado la anamorfosis de la víctima–. Nos recuerda también, en la unión de autobiografía y evocación del mal presente, que quien representa el impacto de la violencia extrema como una grieta vivió él mismo el horror de ese instante que separa para siempre el antes y el después. A través de ese capítulo de “pesadillas”, González Rodríguez remite a esa dimensión cada día menos desconocida, más indecible, aunque más gráfica, de la barbarie y reafirma su convicción de que hemos de enfrentarla en todo su horror, como compromiso ético. Aquí confirma también su confianza en la cultura y la palabra contra la barbarie, aun cuando la cultura esté también impregnada de mal. La escritura como vehículo de memoria, preservación del pasado y crónica del presente, como trazo de una “tragedia tan personal como colectiva”, es lo que permite estar adentro de la violencia, vivirla y salir de ella.
Afantasmado en su último ensayo, González Rodríguez sigue siendo hoy una voz imprescindible para pensar nuestro tiempo. Con este libro nos invita también a abrir imaginación y empatía a otros mundos y al mundo, concreto, de los otros. ~