Debajo de la tiara

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En “Mi corazón se amerita” (1917), poema importante, López Velarde fantasea con sacarse el corazón de la oscuridad del tórax para llevarlo a pasear y que mire de cerca al día, del alba a la noche, que es cuando mejor se miran las estrellas y cuando mejor se amerita “el perímetro jovial de las mujeres”. Una vez cumplido ese paseo, con el ánimo sacrificial de la apoteosis, lanzaría su corazón sumariamente “a la hoguera solar”.

El corazón “es la mitra y la válvula”, dice con escrúpulo de anatomista, pero también con ambigüedad de poeta. En efecto, entre las varias que le dan ritmo al corazón se halla la mitral, válvula que los científicos llaman bicúspide o atrioventricular, terminajos menos maculados por voces intrusas como la tal mitra. La válvula mitral se llama así por laboriosa analogía, pues su forma se asemeja a la mitra que ostentan los obispos oficiantes. Algún cardiólogo pionero detectó esa semejanza, bautizó de cura a la valvulita y López Velarde enfatizó con ella la jefatura del corazón, ese obispo ritualista del deseo.

Es una palabra cargada de sístoles y diástoles etimológicas. Pudo nacer en Mitra, potente divinidad solar de la India pérsica que generó una amplia progenie en las religiones subsecuentes. Los comparatistas argumentan que Mitra era el dios de las alianzas y los pactos, y que uno de sus fonemas, mit, da a luz a amitié y amistad y largo etcétera. Corominas, más escueto, arraiga la voz en el griego para significar “cinta para ceñir la cabeza […] especie de tiara o turbante de los persas”.

La información litúrgica no aporta mayor dato, fuera de que es una suerte de diadema bicorne disparada hacia lo alto para significar la voluntad de salvación. En The shape of the liturgy, el sabio Gregory Dix fecha su estreno en el siglo X, cuando el papa León IX le adjudica un gorrito distintivo a algún influyente y, por algún motivo no especificado, lo llama mitra. Dix desdeña la idea de que la mitra sea aditamento femenino por haber sido las diaconisas medievales las primeras en emplearla y, por tanto, las responsables de haberla deslizado por la puerta trasera hacia la liturgia vestimental.

Pues sí, pero es difícil no asociar ese gorro dividido en dos, bicorne, con signos previos, con el toro, por ejemplo, tan solar y mitraico. Y también puede verse como un paréntesis, es decir, como un signo que pone en evidencia la nada que hay entre esos dos picos: una icónica boca abierta en busca de anzuelo.

Otro sabio, más permeable, Austen Layard, detectó en sus Discoveries among the ruins of Nineveh and Babylon (1853) a un dios de tercer grado llamado Dagon, que es una suerte de Aquamán palestino-babilónico sirenoide de largas barbas que cuando se pone peatón para visitar la tierra, para no echar de menos su mundo subacuático, se cubre con una capa de pez portátil, cuya cabeza busca anzuelos.

En la imagen, el hombre Pez y su colega Pájaro reverencian, por cierto, a la enigmática hendidura asiria: otra historia, no menos complicada… Por lo pronto, que nade el pez en ese bosque de símbolos cachondos explica que el antecedente visual de la mitra acabara de munición antipapista.

Le gustaba a López Velarde imaginarse con su mitra oficiando en su íntima iglesia apóstata que no es ni carne ni pescado. En otro poema, luego de escuchar a Grieg, cifra que “Monseñor, encargado de la Mitra, / apostató con la Danza de Anitra”. Y poco antes de morir señaló que “en mí late un pontífice / que todo lo posee / y todo lo bendice; / la dolorosa Naturaleza / sus tres reinos ampara / debajo de mi tiara…”. ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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