Por último: Bob Dylan

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That’s my story, but not where it ends”, canta y afirma y no miente Bob Dylan en la versión de “Key West (philosopher pirate)”: mejor canción en uno de sus mejores discos, Rough and rowdy ways, de 2020. Y, sí, Dylan no miente: esta es su historia, pero no donde termina. Porque Dylan suma y sigue desde hace años, incorporando a nuevas generaciones que lo llevan al primer puesto en las listas y agotan localidades en todas partes. Y lo consigue sin que eso le impida o le prive de la audacia y el placer y el privilegio de ser el único artista en activo de su camada (pensemos en The Rolling Stones, Paul McCartney, The Who, Van Morrison) que no se ve obligado a girar convertido en una suerte de banda de (auto)tributo a menudo más que involuntariamente autoparódica apelando y apoyándose, para no caerse, en el caudal nostálgico de grandes éxitos. Por el contrario, y aunque el 23 de junio algunas personas salieran del Gran Teatro del Liceo de Barcelona desconcertadas por la ausencia de “Blowin’ in the wind” o “Like a rolling stone” o “Knockin’ on heaven’s door”, Dylan se dio el lujo (jamás había hecho nada así salvo en aquellos sermoneantes y apocalípticos tiempos de su etapa como born again christian) de ofrecer repertorio sonando alrededor de la totalidad de Rough and rowdy ways. Esos diez tracks tardíos pero atemporales de los que –en su momento y en sus palabras para The New York Times– dijo: “Sus letras son la cosa auténtica, tangible, sin metáforas. Son canciones que parecen conocerse a sí mismas y que saben que yo puedo cantarlas, vocal y rítmicamente. Son canciones que parecen escribirse por sí solas pero que cuentan conmigo para que las cante.”

Y –trufando el programa– otro puñado de canciones “viejas” pero por siempre jóvenes y que de ningún modo pueden considerarse greatest hits sino parte de (no es lo mismo) su inconmensurable best of (saliendo de su reciente y arqueológico a la vez que novedoso y también muy invocado a lo largo del concierto Shadow kingdom). Y, de golpe, sí, también la inesperada sorpresa de su “Tweedle dee and tweedle dum”; o, por primera vez, la delicadísima apropiación (conmemorando así el día del nacimiento del fallecido Robert Hunter) del “Stella blue” de los Grateful Dead, a quienes, casi desesperado en los ochenta, alguna vez fantaseó con unirse para dejar de ser Bob Dylan, aunque sospechando que eso era imposible.

Fue el primero de los dos conciertos –en la inflamable noche de Sant Joan, sencillo telón iluminado en rojo como única escenografía que le daba a todo el lugar un aire de ampliado Bang Bang Bar de Twin Peaks– que cerraban el largo tramo español de una gira planetaria con fechas programadas hasta entrado el año que viene, el infinito y más.

Y Bob Dylan estaba sentado al piano de cola (que tocó toda la noche y tocó mucho, apenas una ráfaga de armónica en “When I paint my masterpiece”), rodeado de un quinteto (con el infaltable Tony Garnier al bajo y al frente de todo) que lo contemplaba como asomándose a un abismo para ver qué hacía el jefe, y cuando este encontrara un riff en las teclas, seguirlo a muerte y vida en su muy personal filosofía de la canción moderna.

Y el auditorio (desmovilizado por explícita prohibición de teléfonos móviles, pero movilizado por poderosa cobertura y señal de música sin tiempo) hacía lo propio, lo mismo. Y todo arrancó con esa declaración de principios del outsider lejos de todo lo (de)generacional que es “Watching the river flow”, seguida de esa advertencia estilo estás-conmigo-o-mejor-te-vas de “Most likely you go your way (and I’ll go mine)”. Y estaba todo dicho, pero quedaba mucho por cantar –por un Dylan de voz más clara y flexible en directo que en mucho tiempo– hasta cerrarlo todo con ese trío donde confluyen lo poético (“Mother of muses”), lo carnal (“Goodbye Jimmy Reed”) y lo espiritual (una bellísima y tan inspirada como inspiradora “Every grain of sand”).

Pero promediando la velada, siguió sonando una aproximación más o menos reconocible y menos o más desconocida de “Key West (philosopher pirate)”. Y lo que en Rough and rowdy ways (tal vez su álbum más perfecto y perfeccionista y perfeccionado en lo que hace a producción, climas musicales, orden de temas y crescendo dramático hasta rematar con ese monumento funerario por un presidente y una nación y un sueño americano que deviene en pesadilla: “Murder most foul”, única ausente entre las interpretadas y reinterpretadas) es una suerte de letanía de melodía casi líquida e inasible, allí casi tronó como una rumba pantanosa. Pero los versos eran los mismos. Y –sin metáforas– cuentan el viaje de un hombre que finalmente alcanza su propia versión de la Tierra Prometida y se prepara para el adiós pero aún no, no todavía.

Y, sí, viéndolo y oyéndolo uno no podía (aunque no quisiera) sino pensar en que tal vez esa era la última vez en que oía y veía a Bob Dylan. Los años son los que son y Dylan, patriarca octogenario, ya ha superado esa edad a la que autoriza y ordena la Biblia. Y, sí, el póster de la gira muestra un esqueleto con jeringa bajo una advertencia donde se lee que “Things aren’t what they were: las cosas no son como alguna vez fueron, pero por suerte Dylan sigue siendo como nunca dejó de ser: imprevisible. Como imprevisible fue que –en un momento del concierto y entre canción y canción– soltara un inesperado “I love you” que sonó tan sincero y sentido que resultaba difícil imaginarlo haciendo otra cosa que no fuera eso. Y nada alcanza o alcanzará para explicarlo del todo. Ni biopic por venir (luego de la muy dylaniana de Todd Haynes, ahora la que se anticipa más bobby de James “Logan/Indy” Mangold); ni nueva biografía por editarse (otra de Clinton Heylin y van…); ni recopilación de ensayos acerca de su sombra más que de su figura (el último que me he comprado es Dylan at 80: It used to go like that, and now it goes like this); ni investigación sobre su encandilador crepúsculo (Dylan como invitado a Los últimos días de Roger Federer y otros finales del gran Geoff Dyer, donde –entre las idas y vueltas de otros artistas de la idea del gran final– Dyer es uno de los nuestros y de los de Dylan cuando postula y predice: “Estaré escuchando a Dylan, versiones nuevas y antiguas de canciones que he estado escuchando durante más de cuarenta años, con un asombro maravillado e irreductible, hasta el fin de mis días, con suerte después de que Dylan ya no esté, cuando el hecho increíble de que exista, de que podríamos ir a verlo tocar en algún lugar esta noche, ya no sea cierto”); ni box retrospectiva/revisitadora de algún tramo de su obra y vida que vaya a aclarar del todo su genio. Y está bien que así sea. Dyer de nuevo: “La canción ‘Key West (philosopher pirate)’ es como oír la confesión de un ahogado cuya vida pasa ante sus ojos, acosado por los fantasmas de su pasado (que también es, siempre, un pasado compartido): la historia avanza lentamente desde los escombros de la cronología. Tal vez eso debería estar ‘ahogado’ en lugar de ahogarse; la canción flota en un espacio liminal de duración inconmensurable, infinitesimal y oceánica, entre el fin de la vida y un nuevo comienzo… Lo extraño es que una vida como la de Dylan quede tan fuera de nuestra comprensión que parece casi sin sentido: el resultado de una enmarañada extrapolación de la forma en que sus canciones han dado tanto sentido a las vidas de personas que han pasado mucho tiempo tratando de comprender lo que podrían significar.”

Lo único que parece más o menos cierto y, sí, decodificable es que todo parece indicar que a Dylan le gusta tocar en directo. Sin entenderlo como épica porque, como explicó –entre pirata y filósofo, en una de sus muy contadas entrevistas– la alternativa sería mudarse a Miami a beber whisky frente al televisor. Y amplió diciendo: “La razón por la que lo haces es porque es la manera perfecta de seguir siendo anónimo a la vez que sigues perteneciendo a algún tipo de orden social. Te conviertes en el dueño de tu destino. Manipulas la realidad y te mueves a través del tiempo y del espacio con la actitud que corresponde. No es un camino fácil de recorrer, no hay juegos ni diversión, no es Disney World. Es un espacio abierto con pilares de cemento y suelo de hierro, con obligaciones y sacrificios; es un sendero, y el destino nos pone a algunos en él, en esa situación. No es algo para cualquiera.” Cuando Pete Townshend le preguntó por qué sigue y no se detiene, Dylan (alguna vez cantándole a ser forever young y ahora, noche tras noche, al forever old que no deja de cruzar el Rubicón privado con altas probabilidades de lecho de muerte en hotel más que en hospital) le respondió: “Soy un folk singer. Y un folk singer es únicamente tan bueno como lo sea su memoria. Y yo no quiero perder mi memoria.”

Y, sí, esta es una buena forma de apreciarlo y de admirarlo y recordarlo: el inolvidable Bob Dylan como alguien que no quiere olvidarse de sí mismo, ese Bob Dylan que ahora, en “Key West (philosopher pirate)”, canta que “Such is life, such is happiness”.

¿El último Bob Dylan? ¿Últimamente Bob Dylan? Mejor: un “Por último: Bob Dylan”.

Un muy definido Bob Dylan más definitivo que final.

Así es la vida, así es la felicidad.

Pues eso. Y, ojalá, hasta el próximo Bob Dylan.

Hasta la posible próxima última vez nuestra que no será más que otra segura vez para el primero y único y último Bob Dylan. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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