Un español de París, un parigot de Barcelona: un retrato colectivo de Picasso

¿Cómo era Picasso? Las impresiones que dejaron sus amigos, rivales, amantes, familiares y colaboradores no alcanzan a definirlo, porque si algo caracterizó al artista fue su capacidad de reinventarse.
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“Las jóvenes generaciones quizá piensan que Picasso era misterioso. No lo era”, afirmó David Douglas Duncan, el hombre que lo fotografió miles de veces y cuyos retratos dejan ver a un artista que trabajaba sin descanso, a un viejo que se divertía con los niños y a una celebridad que parecía disfrutar de los ambientes domésticos. Pero ni siquiera la supuesta objetividad de la cámara es de fiar. Si hemos de creerle a su exhaustivo biógrafo John Richardson, a veces Picasso alimentaba su personaje solo para satisfacer a los periodistas que lo visitaban, pero en realidad era un hombre tímido que buscaba esconderse del mundo. ¿Cómo era entonces? Amantes, amigos, rivales, colaboradores, familiares y escritores han dejado también sus impresiones y es seguro que ninguna alcanzará a definirlo, porque si algo caracterizó al malagueño fue su capacidad de reinventarse y ser de muchas maneras. La presente selección de testimonios busca, antes que nada, rendir homenaje a esa naturaleza múltiple, cambiante y contradictoria del genio por antonomasia del siglo XX.

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En 1899 y, al llegar por primera vez a París, Picasso se encontró con el éxito. Parecía apenas un niño. Sus enormes ojos negros –con una expresión tan tensa cuando miran a alguien, tan socarrones cuando habla, tan tiernos cuando se conmueve– resplandecían vivaces bajo su frente baja, amplia y positiva. Su cabello en ese entonces era tosco, grueso y lacio; hoy, uno que otro hilo plateado brilla en su negrura.

En ese tiempo, Picasso vivía la vida del “provinciano” en París; usaba un sombrero alto y pasaba las tardes en las salas de música. Se había hecho famoso por sus retratos de las actrices de moda. Jeanne Bloch, Otero… ¡Ah, cuántos cambios ha experimentado y cuántos cambios ha habido alrededor de él desde entonces! ¡Qué sorprendente evolución! Fue una suerte que este niño de dieciocho realizara dos pinturas al día y recibiera, en la rue Laffitte, cien francos por cada una. Piénselo, ¡doscientos francos al día antes de la guerra, y en manos de un niño! Esos cuadros son invaluables ahora; los museos más listos los han comprado.

En 1902, cuando regresó de España, tuvo su primer contacto con la miseria. Había vuelto con los célebres cuadros azules realizados sobre madera, pero nadie se los compró. Pobre niño, vivió en el hôtel du Maroc, en la rue de Seine, y el techo de su cuarto tenía una inclinación tan pronunciada que su cama de hierro apenas si cabía.

-Max Jacob, “The early days of Pablo Picasso”

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El círculo de nuestros amigos se ampliaba: Derain, Vlaminck, Braque, Herbin y otros artistas asistían a menudo al estudio. Derain, Vlaminck y Braque eran un trío extraordinario y sorprendente. La gente que pasaba por ahí volteaba a mirarlos ya que los tres eran muy altos, de anchas espaldas y daban la impresión de poseer una extraordinaria fuerza física.

Derain y Braque solían boxear con regularidad. Picasso, en cambio, solo sentía atracción por el boxeo. Disfrutaba y seguía las peleas –incluso le habría gustado saber boxear–, pero odiaba recibir golpes y golpear a cualquier otra persona. Creo que, una vez, tomó una clase en el estudio de Derain, y no pasó de ahí. Cuando los cuatro salían juntos, Picasso era por mucho el más bajo, pero su complexión corpulenta lo hacía ver más fuerte de lo que era. Le enorgullecía, además, que las personas asumieran que era boxeador, debido a la presencia de sus tres compañeros. De hecho, aunque Picasso siempre quiso ser famoso, le habría encantado que su reputación se debiera a logros distintos a su arte. Max Jacob dijo, alguna vez, que Picasso habría preferido ser conocido como donjuán antes que como artista. Amaba que las mujeres le prestaran atención, sin importar de quién se tratara ni de dónde viniera. De hecho, con frecuencia esta atención era lo único que necesitaba, porque su pereza natural y su miedo a los enredos solían acabar de manera abrupta con sus amoríos.

Fernande Olivier, Loving Picasso.
The private journal of Fernande Olivier

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Durante la época grande del cubismo, los pintores de Montparnasse se encerraban a cal y canto por temor de que Picasso les robase alguna semilla y la hiciera fructificar en su suelo. En 1916, asistí a unos cuantos conciliábulos interminables organizados a puerta cerrada. Teníamos que esperar hasta que los pintores pusieran bajo llave los cuadros recientes. Y también eran desconfiados entre sí.

Jean Cocteau, La dificultad de ser

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No llegué a conocerlo hasta 1917, cuando coincidimos en Roma. Me encantó de inmediato su forma llana y poco entusiasta de hablar, así como su característico acento español en cada sílaba: “No soy músico, no entiendo nada de música”, y lo decía como si no le importara en absoluto. Recuerdo que a Picasso y a mí nos detuvieron una noche en Nápoles por orinar contra una pared de la Galleria. Le pedí al policía que nos acompañara hasta el teatro San Carlo porque allí alguien respondería por nosotros. Satisficieron nuestra petición, y los tres nos dirigimos a los bastidores, donde el policía nos soltó al escuchar que los demás nos saludaban como maestri.

Ígor Stravinski, Memorias y comentarios

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Picasso y Fernande vinieron a cenar; en aquel tiempo él era lo que Nellie Jacott, una compañera de colegio y gran amiga mía, llamaba un limpiabotas bien parecido. Era delgado, moreno, enérgico, con grandes ojos líquidos y modales bruscos pero no groseros. Estaba sentado al lado de Gertrude Stein durante la cena y ella cogió un pedazo de pan. Este pan, dijo Picasso arrancándoselo bruscamente de la mano, es mío. Ella se echó a reír y él se quedó avergonzado. Así comenzó su estrecha amistad.

Aquella noche el hermano de Gertrude Stein sacó una carpeta tras otra de grabados japoneses para enseñárselos a Picasso. Al hermano de Gertrude Stein le gustaban mucho los grabados japoneses. Con aire solemne y obediente Picasso miró uno tras otro y escuchó las descripciones. En voz baja dijo a Gertrude Stein: su hermano es muy simpático pero al igual que todos los norteamericanos, al igual que Haviland, tiene la manía de enseñar grabados japoneses. Moi j’aime pas ça. Como he dicho, Picasso y Gertrude Stein se entendieron enseguida.

Gertrude Stein, 
Autobiografía de Alice B. Toklas

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Picasso es sin duda el hombre en quien he pensado más a menudo, después de mi padre. Él era mi faro cuando yo estaba en Barcelona y él en París. Su ojo era mi criterio. Me he cruzado con él en todas las épocas de mi esplendor, y cuando me embarqué para América él también estuvo presente: sin él seguramente no hubiera podido comprar el pasaje. Lo miraba como el portador de la manzana debía mirar a Guillermo Tell cuando le apuntaba. Pero él siempre apuntaba a la manzana y no a mí. Irradiaba una vida prodigiosa y catalana. Cuando estábamos juntos, donde fuese, aquel lugar de la tierra debía de pesar más de lo normal y la noosfera seguro que adquiría una densidad particular. Éramos el mayor contraste que se pueda imaginar. Yo tenía sobre él una superioridad: la de llamarme “Gala-Salvador-Dalí”, y la de saber que era el salvador de la pintura moderna que él se encarnizaba en destruir, y que él solo se llamaba Pablo. Yo era dos y estaba predestinado. Él se hallaba tan solo y desesperado que experimentó la necesidad de hacerse comunista.

Salvador Dalí, 
Confesiones inconfesables

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Picasso se dice a sí mismo: “No hay poetas. Rimbaud es el único. Cocteau es solo un periodista, Apollinaire era un idiota y Reverdy no tenía idea qué significaba ser católico.” Un reportero llegó justo a tiempo para registrar esas preciosas palabras. Como Pascal, Picasso es una fábrica de frases, pero al menos Pascal tuvo el cuidado de que ninguna de las suyas fuera publicada durante doscientos años.

Max Jacob,
carta a Jean Cocteau

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Una tarde nos reunimos a la entrada del circo en el bulevar Rochechouart. Picasso tenía un lugar frente a la pista. La tarde fue una de tantas: artistas del trapecio, acróbatas, grandes felinos, jinetes vestidas con tutús que giraban en las grupas de los caballos percherones. Nada alucinante. Sin embargo, Picasso estaba encantado, absolutamente feliz de volver a sumirse en la atmósfera circense, de respirar el tibio aroma de los establos y la paja húmeda, el perfume punzante de los animales. Se reía de buena gana con los payasos, disfrutaba sus bobadas mucho más que su hijo, a quien no lo entusiasmaba nada, y su esposa, que estaba distraída y taciturna.

Durante el intermedio, visitamos los establos y Picasso nos habló del circo. Siempre que tenía algo de dinero, cenaba con sus amigos y los traía aquí. Medrano estaba a pocos minutos caminando de su estudio. Max Jacob, Mac Orlan y André Salmon solían acompañarlo y algunas veces Kahnweiler o Braque. El teatro los aburría muchísimo. Casi nunca iban.

-Brassaï, 
Conversations with Picasso

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[Los Beaumont me cuentan que] no han visto a Picasso durante un año, aunque son sus amigos más cercanos. Siempre que lo invitan, él acepta, pero diez minutos antes de que se sienten a comer llega un mensaje de que sus hijos [sic] tienen escarlatina, su esposa está indispuesta o algo por el estilo. De entrada, no contesta las cartas y a las personas que llaman por teléfono se les hace saber que no está en casa. Todos sus amigos han tenido la misma experiencia. Nadie sabe lo que está tramando.

Harry Kessler, Berlin in lights.
The diaries of count Harry Kessler (1918-1937)

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Recuerdo una ocasión –debe haber sido en 1934 o 1935– en que acudimos al Banco de Francia, porque Picasso había guardado ahí algunos lienzos en un cuarto rentado del sótano. Elegimos las pinturas y las dejamos aparte para recogerlas otro día, ya que estuvieran embaladas. Los guardias del banco cerraron la puerta cuando salimos y Picasso me dijo, guiñando el ojo como un niño travieso: “Poseo dos cuartos más. ¿Quieres verlos?” Le dije que sí e hizo que nos abrieran otra habitación blindada.

El segundo cuarto es más grande que el primero. Para mi sorpresa, no hay cuadros en él, solo paquetes, apilados uno arriba del otro, que forman torres de la altura del propio Picasso. Entre los montones de paquetes puede verse una especie de zanja laberíntica que permite alcanzar los envoltorios recargados sobre las paredes. En el momento pensé que se trataba de dibujos o grabados, cartas –quizá los archivos de Apollinaire– o algo de ese estilo.

Picasso se acerca con entusiasmo infantil a uno de estos paquetes, arranca el papel en una de las esquinas y me muestra lo que hay dentro. ¿Quieres saber qué era? ¡Billetes! Sí, señor. Billetes de la denominación más alta que existía entonces en Francia. En lugar de depositar su dinero en una cuenta de banco y ganar intereses, como habría hecho cualquier otra persona en su posición, Picasso prefería tenerlo en paquetes, envuelto en papel periódico. Siempre tuvo algo de campesino no solo en lo monetario. En realidad, no era muy distinto del pueblerino que guarda sus ahorros debajo del colchón.

Christian Zervos, en conversación con
Roberto Otero, Forever Picasso

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[Nuestra hija] Maya nació el 5 de septiembre de 1935. Picasso me dijo: “Me divorcio mañana [de Olga Khokhlova]”. Se la pasaba diciéndome me quiero divorciar, me quiero divorciar, me quiero divorciar. [Cuando empezamos a vivir juntos,] todo el día estaba en casa, él era el que lavaba la ropa, hacía la comida, se ocupaba de Maya, todo hacía salvo, quizá, las camas. Pero a mí la vida parisiense me aburría, no la soportaba, no tenía jardín, no tenía nada. Yo veía que Picasso salía un poco… Y lo comprendía, así que pensé que mejor me iba al campo y el 20 de diciembre de 1937 me mudé a casa de [Ambroise] Vollard, en Le Tremblay-sur-Mauldre. Picasso venía de viernes a domingo. Trabajaba, trabajaba. Como un ángel. Así fuimos felices durante años. Solos. Éramos los dos y nada más que los dos, ni siquiera con niños, ni siquiera con Maya. A mí me daba lo mismo que fuera célebre, además yo era más célebre que él porque era yo la que estaba en los cuadros. Se pasó la vida diciéndome: “No te rías, cierra los ojos.” No quería que yo fuera alegre.

Marie-Thérèse Walter,
en conversación con Pierre Cabanne,
“Picasso et les joies de la paternité”, en L’Oeil.

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Picasso venía aquí [a Le Tremblay-sur-Mauldre] todos los fines de semana, dejándome sola en París. A veces, yo tomaba un taxi para venir. Para ver lo que podía. Es decir, nada. Y, sin embargo, detrás de las paredes yo sabía que Picasso estaba con ella [Marie-Thérèse] y con la niña [Maya]. No hacía de eso ningún misterio. Me acuerdo de una noche, después de una recepción en casa de Marie-Laure [de Noailles]. Me sentía sola, tomé un taxi y le pedí al chofer que me sacara de París. Los árboles eran como globos listos para volar en el amanecer. Debía parecer muy raro, una mujer joven, en traje de noche, sollozando en el asiento de atrás a las seis de la mañana, en pleno campo. Y después de dejar atrás Le Tremblay, el chofer me dijo: “Por favor, no llore. Me recuerda la muerte de mi mujer”.

Dora Maar, en conversación con
James Lord, Picasso & Dora.

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En una ocasión, cuando Picasso estaba por concluir el Guernica, lo visité acompañado de Henry Moore. La discusión entre nosotros giró hacia el viejo problema de cómo vincular la realidad con la ficción de la pintura. Picasso desapareció en silencio y regresó con un enorme rollo de papel de baño. Luego lo pegó en la mano de la mujer que aparece a la derecha del cuadro, aquella que entra en escena aterrada pero curiosa por saber qué ocurre. Como si hubiera sido interrumpida en un momento crítico, tiene el trasero desnudo y, debido a la urgencia, no parece haberse dado cuenta de ello. “Listo”, dijo Picasso, “esto no deja dudas acerca de cuál es el más común y el más primitivo efecto del miedo”.

Roland Penrose,
Picasso. His life and work

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[Yo era el censor literario alemán durante la Ocupación y] Jean Paulhan me introdujo en casa de Picasso, en junio de 1942. El pintor sabía que estaba considerado por los nazis como el principal representante del “arte degenerado y negroide”; sin embargo, se había negado a expatriarse a Estados Unidos cuando había tenido la posibilidad. Se había vuelto a instalar en su taller de la calle des Grands-Augustins en septiembre de 1940 y no se movió de allí durante la guerra, trabajando encarnizadamente. Cuando, tras subir la pequeña escalera de caracol, nos encontramos frente a su puerta, mi corazón se salía del pecho. Llamamos y nos abrió el mismo Picasso. Reconocí su silueta familiar. Pequeño, achaparrado, envuelto en una especie de abrigo ceñido al talle con un cinturón de cuero, una boina con pompón sobre su cráneo calvo y su mirada fija en nosotros. Muy amable, muy sencillo, nos hizo entrar en el apartamento, y después en los vastos desvanes de vigas de roble. Por doquier había cuadros apilados, colgados, superpuestos, volteados. Nos los mostró uno por uno, sin hablar mucho, esperando nuestras reacciones. Yo me sentía como si estuviera ebrio.

A pesar de su simplicidad y su amabilidad, me sentía un poco aplastado por el personaje y sobre todo por la obra. Recuerdo haber sido invitado por un amigo a casa de un abogado que vivía en los muelles, cerca de la plaza de Saint-Michel; a pesar del atractivo de la maravillosa vista sobre el río, apenas podía permanecer en la habitación donde estábamos; me sentía desgarrado, fulminado por los dibujos de Picasso que cubrían las paredes. Jünger también se sintió atrapado por esa especie de fuerza mágica que irradiaban ciertas obras de Picasso (él veía una relación con las operaciones de la alquimia). Me decía: “Debemos aprender a domesticar las fuerzas misteriosas de esos cuadros.” A eso me inició Paulhan. Para aquellos que no han tenido esa formación, una obra tal permanece cerrada, repulsiva, quizás incluso demoniaca. Varios años después, vi en Roma, en una exposición de Picasso, a un sacerdote detenerse en el umbral de una sala, aterrado, y hacer la señal de la cruz, ¡como para alejar el demonio!

-Gerhard Heller, Recuerdos de
un alemán en París 1940-1944.
Crónica de la censura literaria nazi

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–Dígame, Picasso, ¿es cierta esta anécdota que anda en boca de todo el mundo? Un día, un oficial de la Gestapo, esgrimiendo una reproducción del Guernica, le preguntó: “Usted hizo esto, ¿no?” Y se supone que usted le respondió: “No. Fueron ustedes.”

–Sí –responde Picasso riendo–, es cierta, más o menos es cierta. A veces los bolcheviques vienen a verme, fingiendo admirar mis cuadros. Y yo les doy postales del Guernica diciendo: “¡Llévense una! ¡Souvenirs, souvenirs!”

-Simone Téry, “Picasso n’est pas
officier dans l’armée française”,
en Les Lettres Françaises

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Estamos revisando todas las esculturas de Picasso, con él y el editor, a fin de elegir aquellas que incluiremos en su libro. Entre las esculturas se encuentra El pájaro: un monopatín oxidado, torcido y sin llantas –que le sugirió la idea de un ave, así como el asiento y el manubrio de una bicicleta le sugirieron la cabeza de un toro–. El pequeño estribo del monopatín se convirtió en el cuerpo; el manubrio, en su largo cuello; y la horqueta de la llanta delantera, en su pata. Picasso le añadió una pluma roja como cola. Observamos, sin mayores incidentes, el resto de las esculturas, pero, cuando llegamos a El pájaro, el editor me susurra al oído: “No te molestes en fotografiarla. Es más un objeto que una escultura.” Picasso, que escucha y entiende todo, de pronto se voltea y, señalando a El pájaro, dice con firmeza: “¡Insisto en que esta escultura aparezca en el libro!” Cuando, una hora después, el editor se va del estudio, Picasso sigue enfurecido.

–¡Un objeto! ¡Así que mi ave es un objeto! ¡Quién se cree para decirme a mí, Picasso, qué es y qué no es una escultura! ¡Tiene que ser un atrevido! Tal vez yo sepa algo más que él. ¿Qué es una escultura? ¿Qué es una pintura? Todos siguen aferrados a ideas viejas, definiciones obsoletas, como si el papel del artista no fuera precisamente ofrecer ideas nuevas.

Brassaï, 
Conversations with Picasso

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Una mañana de febrero o marzo [de 1946] nos citamos enfrente del estudio de Picasso, el 7 de la rue des Grands-Augustins, Rodolfo [Usigli], Miguel de Iturbe y yo. A la hora indicada entramos en el inmueble donde estaba el estudio, atravesamos la gran cour y por una escalera subimos al primer piso. En realidad, no era un estudio sino una suerte de gran bodega.

[Picasso] era pequeño pero la penetración de su mirada, la vivacidad de su rostro y la animación de sus palabras hacían olvidar inmediatamente su estatura. ¿Cómo era y cómo estaba vestido? No podría responder con exactitud: veo una ventana alta que filtra una luz fría cayendo sobre una figura obscura y cálida. Una sensación más mental que visual: electricidad, vitalidad, inmensa y comprimida vitalidad, un dínamo que emitía breves descargas convertidas en frases, gestos, risas, boutades… La voz era baja, veloz, burlona, vehemente; el acento era español, la sintaxis y el vocabulario, franceses. Un español de París, un parigot de Barcelona. No percibí nada malagueño en su persona. Se dijo algo sobre la situación internacional –vivíamos ya en la Guerra Fría– y el movimiento de la paz. [Su secretario] Sabartés se dio cuenta de que estos temas no nos interesaban demasiado y desvió la conversación hacia los asuntos hispanoamericanos. Gabriela Mistral acababa de obtener el Premio Nobel pero Picasso confesó que no había leído nada de ella. Saltamos a México y la República española.

Los mexicanos estábamos complacidos. Se habló de los republicanos españoles y Usigli, de pronto, aprovechó un momento de silencio para decirle que le traía una carta de Manuel Rodríguez Lozano.

–¿Se acuerda usted de él?

La respuesta fue un ademán sonriente y un ininteligible murmullo que, más o menos, quería decir: “Uhm, no me pregunte eso, han pasado tantos años…”

Me atreví a preguntar:

–¿Y de Diego Rivera?

El mismo murmullo pero ahora más lejano e incomprensible, como el bufido de un toro en una plaza fantasmal. En seguida, con una sonrisa ancha:

–No conozco bien la pintura mexicana. Estamos tan alejados… La guerra y todo lo demás…

Silencio. Entonces, como para consolarnos, dijo:

–Pero me han hablado de uno… muy interesante. Vi unos grabados suyos hace poco. Creo que ha hecho una exposición en Austria. Unos grabados muy buenos… Un poco alemanes.

Después de una pausa y mirando a Sabartés:

–¿Te acuerdas tú? ¿Cómo se llama?

Volví a la carga:

–Diego Rivera vivió muchos años en París. Entre 1910 y 1920. Fue muy amigo de muchos amigos suyos. Modigliani le hizo un retrato y…

Me interrumpió:

–Tuve un amigo mexicano que quise mucho. Un hombre inteligente, fino, culto. Muy amable y excelente persona. También era pintor.

–¿Quién era? ¿Cómo se llamaba?

Alegre al fin de poder dar un nombre, Picasso contestó:

–Ángel Zárraga. Un caballero. Un honnête homme. Era muy mundano y un poco cursi. De esos que en el salón tienen un vaso de cristal con un pétalo de rosa flotando en el agua. Sí, Ángel Zárraga…

No se habló mucho más. Habían pasado unos veinte minutos, Sabartés veía la hora y Picasso movía la cabeza:

–¡Qué lata! Tengo que recibir una delegación de mujeres del Uruguay. Imagínense. Son del movimiento de la paz. No hay más remedio: hay que hacerlo…

Oímos voces afuera: la delegación uruguaya había llegado. Nos despedimos.

Bajamos la escalera con prisa. Ya en la calle, Usigli me dijo furioso:

–¿Cómo es posible que solo recordara a Zárraga? ¿Y lo de Diego? Me pareció abominable.

–No sé. Tal vez no estima a Diego y no quiso ofendernos. Porque no es creíble que no se acordase de él.

–O han llegado a sus oídos los improperios de Diego contra la escuela de París y contra él mismo. Prefirió callarse, ignorarlo.

–No sé. Los ataques de fuera le deben parecer zumbidos de mosquitos… Lo único que sabemos de cierto es que Picasso no es de fiar.

–Tampoco Diego.

-Octavio Paz, 
Sombras de obras

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Un día me dijo: “Quiero mostrarte mi museo.” Me condujo a una pequeña habitación junto al estudio de escultura. A la izquierda había una caja de cristal de dos metros de alto por metro y medio de ancho y treinta centímetros de fondo. Tenía cuatro o cinco repisas con todo tipo de objetos artísticos. “Estos son mis tesoros.”

Me llevó al centro de la vitrina y señaló un sorprendente pie de madera en una de las repisas. “Ese pertenece al Antiguo Reino”, comentó. “Todo Egipto está en ese pie. Con un fragmento como ese, no necesito el resto de la estatua.”

En la repisa más alta había cerca de diez esculturas muy delgadas de mujeres, de treinta a cincuenta centímetros de alto, en bronce. “Esas las tallé en madera en 1931”, dijo. “Y mira allá.” Me empujó levemente hacia el otro extremo de la caja frente a un grupo de pequeñas piedras con perfiles femeninos tallados, la cabeza de un toro y de un fauno. “Hice estas con esto” y sacó de su bolsillo un pequeño cuchillo marca Opinel, con una hoja plegable. En otra repisa y junto a una mano y un antebrazo de madera que evidentemente provenían de la isla de Pascua, noté una pequeña pieza de hueso plano, de unos diez centímetros de largo. A los lados, tenía unas líneas que imitaban los dientes de un peine y, en el centro, podían verse dos insectos en combate frente a frente, uno a punto de devorar al otro. Le pregunté a Picasso qué era.

“Es un peine para piojos”, me respondió. “Te lo daría pero no me parece que lo necesites.” Recorrió con sus dedos mi cabello, y miró las raíces. “No –dijo–, parece que estás bien en ese departamento.”

Françoise Gilot
Life with Picasso

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En La Californie, en Cannes, habíamos encontrado dos caracoles arrastrándose por la balaustrada de la escalera. La primera preocupación de Picasso fue: “No van a encontrar comida aquí. ¡Se van a morir de hambre!” Así que los atrapó y les puso lechuga fresca en una jaula del comedor. Cada domingo les rociaba agua en las conchas. “Tal vez crean que es lluvia”, decía. En otra ocasión escuchamos el chillido de un búho que vivía en un torno de alfarero abandonado en el estudio. Cualquiera que lo fuera a ver recibía a cambio una mirada de odio, pero no Picasso. A él le chasqueaba el pico de un modo alegre, chispeante, y le hacía un baile seductor desde su percha hasta que el Maestro le permitía sentarse en su mano. Las palomas bebé en el balcón del tercer piso no hacían nada cuando Jacqueline Roque o cualquiera de los otros estábamos cerca. Pero al momento en el que aparecía Picasso, enloquecían, batían las alas desnudas, intentaban caminar y gorgoreaban desde lo más profundo de sus pequeños cuerpos desaliñados. Picasso acariciaba y acurrucaba a los polluelos como si de verdad fuera su madre.

David Douglas Duncan,
The private world of Pablo Picasso

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La colección personal de Pablo, acumulada a lo largo del tiempo por los intercambios de obras que se hacían entre artistas, era… sin palabras. Contando cuadros, dibujos, grabados, bocetos, cuadernos, cerámicas, esculturas, en fin, de todo, era muy importante en cantidad y, sobre todo, en calidad. “¿Y este tan grande… dónde lo colgamos?” Colgar no estaba prohibido, “pero mejor no”, decía Pablo. “Eso lo hacen los ricos catetos que quieren presumirles a sus amigos. A nosotros las obras no nos adornan, nos acompañan. Por eso viajan por toda la casa. Cuando una está cansada de un lugar, nos lo susurra y nosotros la llevamos a otra parte. Eso lo hacemos nosotros, los que entendemos de estos asuntos. Las obras que dejamos descansar en el suelo, por ejemplo, descansan mejor. Descansan de las miradas. Las miradas cansan a las obras. Nadie mira al suelo porque lo que está en el suelo no debe de ser una obra, piensan. Sabemos que ahí van a estar mejor, más apartadas, más tranquilas. Y claro, contra alguna se acaba uno tropezando y a veces las dañas. Pero no pasa nada, Miguelito, algún día alguien las va a maltratar o las va a olvidar, así que mejor que se rompan antes.”

Miguel Bosé, 
El hijo del Capitán Trueno

*

¿Mi abuelo? No se nos permite llamarlo abuelo. Está prohibido. Tenemos que llamarlo Pablo, como todo el mundo. Un “Pablo” que, lejos de difuminar las fronteras, nos confina en la angustia. Demarca una línea entre el inaccesible demiurgo y nosotros.

–¡Buenos días, Pablo! –dice mi padre yendo hacia él–. ¿Has pasado una buena noche?

Él también debe llamarlo Pablo.

Pablito y yo corremos a tirarnos a su cuello. Somos niños. Necesitamos un abuelo. Nos acaricia la cabeza como se acaricia el cuello de un caballo.

–Marina, cuéntame. ¿Te has portado bien? Y tú, Pablito, ¿cómo vas en el colegio?

Preguntas que no esperan respuesta. Un viaje obligado para amansarnos en el momento en que le convenga.

Nos lleva a la habitación en la que pinta: taller que ha escogido por un día, una semana o un mes antes de ocupar otro, y luego otro, según lo lleve la casa. Según lo lleve la inspiración. Según su capricho.

Ninguna prohibición. Podemos tocar sus pinceles, dibujar en sus cuadernos, embadurnarnos en pintura. Eso le divierte.

–Os voy a dar una sorpresa –dice riéndose.

Arranca una hoja de su cuaderno, la dobla y la vuelve a doblar a una velocidad increíble y, como por arte de magia, de sus poderosos dedos nacen un perrito, una flor, una gallinita de papel.

–¿Os gusta? –nos pregunta con su voz atronadora.

Pablito se calla y yo balbuceo.

–Es… ¡es bonito!

Nos gustaría cogerlas y llevárnoslas a casa, pero no podemos… Es la obra de Picasso.

-Marina Picasso, 
Grand-père~


Traducciones del inglés de Pablo Duarte
y del francés de Aloma Rodríguez.

Referencias: 1. Max Jacob, “The early days of Pablo Picasso”, en Vanity Fair (mayo de 1923); 2. Fernande Olivier, Loving Picasso. The private journal of Fernande Olivier (Harry N. Abrams Inc, 2001); 3. Jean Cocteau, La dificultad de ser (trad. de María Teresa Gallego Urrutia, Siruela, 2006); 4. Ígor Stravinski y Robert Craft, Memorias y comentarios (trad. de Carme Font, Acantilado, 2013); 5. Gertrude Stein, Autobiografía de Alice B. Toklas (trad. de Andrés Bosch, Lumen, 2000); 6. Salvador Dalí y André Parinaud, Confesiones inconfesables (trad. de Ramón Hervás Marco, Bruguera, 1975); 7. Citado por John Richardson, Life of Picasso. Vol 3: Triumphant years, 1917-1932 (Alfred A. Knopf, 2007); 8. Brassaï, Conversations with Picasso (The University of Chicago Press, 1999); 9. Citado por Richardson, Op. Cit.; 10. Citado en Alicia Dujovne Ortiz, Dora Maar. Prisionera de la mirada (Vaso Roto, 2013); 11. Citado en Ibid.; 12. Roland Penrose, Picasso. His life and work (University of California Press, 1981); 13. Gerhard Heller, Recuerdos de un alemán en París 1940-1944. Crónica de la censura literaria nazi (trad. de Juan Carlos Durán Moreno, Fórcola, 2012); 14. Roberto Otero, Forever Picasso. An intimate look at his last years (Harry N. Abrams Inc., 1975); 15. Citado en Gijs van Hensbergen, Guernica. La historia de un icono del siglo XX (trad. de Francisco Ramos Mena, DeBolsillo, 2018); 16. Brassaï, Op. Cit.; 17. Octavio Paz, Obras completas 4. Los privilegios de la vista (FCE, 2014); 18. Françoise Gilot, Life with Picasso (New York Review Books Classics, 2019); 19. David Douglas Duncan, The private world of Pablo Picasso. The Intimate Photographic Profile of the World’s Greatest Artist (The Ridge Press, 1958); 20. Miguel Bosé, El hijo del Capitán Trueno (Espasa, 2021); 21. Marina Picasso, Grand-père (Folio, 2003).

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.


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