El archivo de una vida

El crítico Roberto González Echevarría ha sabido cruzar la áspera frontera entre los departamentos universitarios y las publicaciones no especializadas. Sus memorias dan cuenta de un agudo lector que no rehúye de las opiniones controvertidas ni de los temas ajenos a la literatura.
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Historiador del béisbol en Cuba y piloto profesional, Roberto González Echevarría (Sagua la Grande, Cuba, 1943) es uno de los grandes críticos literarios hispanoamericanos y en sus ochenta años ha decidido hacer memoria poniéndose al resguardo del archivo, la figura retórica y el signo crítico de su obra. No puedo ocuparme de su educación como aviador y mi ignorancia de la “pelota”, como le dicen los cubanos al beisbol, es pendenciera y sistemática; pero, también, curiosamente, la bitácora de la academia estadounidense (ida y vuelta, la suya, a la Universidad de Yale, con unos seis años en Cornell) me es, en muchos sentidos, ajena, pues sigue privando, entre los estudiosos universitarios de la literatura y quienes hacemos crítica en la prensa literaria, una frontera ardua de cruzar. González Echevarría es uno de quienes, con frecuencia, la cruzan, como la cruzó siempre su maestro Emir Rodríguez Monegal, quien venía de la célebre revista Marcha del Uruguay. A Emir, González Echevarría lo ayudó a “bien morir” en un hospital de New Haven, pese a las no pocas guerras departamentales que protagonizaron.

Muy agradables de leer, en parte gracias al ancho español del cubano culto y cosmopolita, son las páginas de formación vividas en Sagua la Grande, La Habana y, una vez exiliada su familia tras el triunfo de la Revolución castrista en 1959, en el sur de la Florida. Una vez más, la próspera vida de aquella familia bajo el régimen de Fulgencio Batista ocurría en un país en pleno desarrollo y no esa edad de las tinieblas que con tanta eficacia inventó la dictadura.

González Echevarría, orgulloso de ser ciudadano norteamericano, se concibe como cubano a secas, desdeñando lo de “cubano-americano” y de las cosas que tiene que arrepentirse es el haber participado, en 1978, del diálogo –una farsa pues ya Fidel Castro y Jimmy Carter habían negociado la liberación de algunos presos políticos– con la dictadura, según confiesa en Memorias del archivo: una vida.

Tras el Marielazo de 1980, González Echevarría perdió toda esperanza en el diálogo con los Castro, enfrentado a la difícil situación sufrida en los Estados Unidos por tantos académicos cubanos. En un medio de izquierdas, fervoroso e ingenuo, personas de talante socialdemócrata, como el autor de Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana (2000), sufrían mucho por su condición de exiliados cubanos. Dado el innoble prestigio de la Revolución, querer dialogar con la dictadura parecía congruente en ese entonces. González Echevarría –quien admite, a diferencia de otros cubanos de la diáspora, conservar amistades y contactos en el gobierno cubano– ha sido publicado en Cuba, pero, paradójicamente, el éxito de La gloria de Cuba. Historia del béisbol en la isla (2004) le cerró las puertas de su país, que todavía pudo visitar, para su historia deportiva, en los años noventa del siglo pasado.

“Propongo que en una Cuba del futuro se prohíba darle el nombre de Martí a nada más”,

{{Roberto González Echevarría, op. cit., p. 428.}}

 afirma el autor, en vista del extravagante culto a quien solo fuera un buen poeta –dice González Echevarría– que comparten los cubanos de afuera y de adentro. Seré muy ignaro pero nunca había leído declaración tan tajante en un escritor cubano, que considere que esa devoción rayana en el fanatismo no es otra cosa que la sagrada función del sacrificio fundador, impropia de un Martí que llamó a la Guerra de Independencia en la que murió en 1895 sin tener una idea clara de lo que podía ser la Cuba del futuro. La “cubanía” martiana expresa una desesperación identitaria que en no pocos países resulta ser frustrante y provinciana.

Lo mejor de Memorias del archivo: una vida es, desde luego, lo que este erudito en el Siglo de Oro tiene que decir de la literatura cubana moderna, una de las más connotadas de la lengua. Admira González Echevarría a Alejo Carpentier como inventor de lo real maravilloso, dice que a Guillermo Cabrera Infante le faltó poco, pero le faltó, para ser un Quevedo, quedándose “al nivel de la ocurrencia y de la invectiva”.

{{Ibid., p. 301.}}

 Pero como cronista de cine, Cabrera Infante no tiene igual, quizá en ninguna lengua.

En cuanto a Severo Sarduy, del cual fue muy amigo, lo recuerda como un incomprendido, no solo en su peculiar condición de pájaro raro del germanopratense Tel Quel, a propósito del cual González Echevarría, por cierto, es bastante tolerante. Dice deber a las ideas de Michel Foucault la noción de “archivo” y haber sacado mucho provecho de la Escuela de Yale por la que pasó. Protegido por su “historicismo”, González Echevarría no necesitó hacer la cruzada antiestructuralista, pero supo reconocer la tontería aquella de “la muerte del autor” en celebridades como Roland Barthes, a quien conoció merced a Sarduy. Habría preferido no conocerlo por melifluo y aburrido, dice.

De Harold Bloom, también muy cercano al cubano y a quien ayudó en la parte hispanoamericana de El canon occidental (1994), escuchamos decir cosas justas y ciertas verdades. Ese romántico impenitente, desertor en buena hora de la Deconstrucción, admite González Echevarría, fue un gran profesor de inglés, pero solo eso. El políglota cubano recuerda que Bloom únicamente mascullaba, además del inglés, el yiddish familiar. En mi opinión, que creo compartirá González Echevarría, Bloom debió limitar su canon a la lengua inglesa, pues su ignorancia de otras literaturas, no digamos de la española –lo cual es habitual en esos lares– sino de la francesa, era asombrosa. De más calado es la omisión señalada por su colega cubano de los cuatro testamentos veterotestamentarios en El canon occidental, y hace una crítica franca, de buena fe, ante “la angustia de las influencias”, muy romántica, pero que no aplica en el Renacimiento. En aquellos tiempos “los escritores querían imitar a los clásicos, y todos los poetas querían ser Petrarca, y los españoles, Garcilaso. La ansiedad consistía en lograr la imitación más perfecta posible. Con Freud como base, el mundo literario de Harold es contencioso, e irónicamente basado en el resentimiento”.

((Ibid., p. 241.))

Regreso a Sarduy, cuyo barroco, según leemos en Memorias del archivo: una vida, estaba más cerca del sesgo catalán de Eugenio d’Ors, lo cual era difícil de aceptar para las ínfulas neovanguardistas del autor de De donde son los cantantes (1967) y de cuya homosexualidad habla González Echevarría con respeto y simpatía, pero sin ahorrarse franquezas que algún otro editor, actualmente, hubiera preferido omitir. Por desgracia, nada nos dice de la literatura de Reinaldo Arenas, a su manera un archivista,

{{Gracias a Arenas empecé mi Vida de fray Servando, donde por un camino distinto al de González Echevarría llegué a la conclusión de que las memorias del fraile dominico no podían ser entendidas olvidando que, antes que literatura, eran un alegato jurídico escrito para defenderse de las acusaciones de la Inquisición.}}

ni de Virgilio Piñera, pero comparte el vistazo que le dio a la biblioteca de José Lezama Lima; encontró honrados, sabios y cariñosos a los poetas Cintio Vitier y Fina García Marruz, “reliquias vivas de los años de Orígenes” que, sin embargo, “transfirieron” su unción católica al castrismo. Le parece simplista Lo cubano en la poesía (1958), de Vitier, “una teodicea” que culmina en Lezama Lima, y mediocre el Calibán (1971), de Roberto Fernández Retamar. Le da tristeza ese personaje al crítico de Yale, no pudiendo ocultar que Fernández Retamar acaso merecía un camino distinto al de la servidumbre.

A diferencia de otras memorias de profesores, Memorias del archivo: una vida, pese a contar, junto a la bibliografía de González Echevarría, con una lista (para mí, marciana) de las tesis universitarias que ha dirigido, no es un libro solo dirigido a sus estudiantes y maestros. El crítico tenía mucho que decir sobre la literatura cubana y el culto a Martí, la muerte (la de su hijo Carlos, sobre todo), el aprendizaje de las lenguas, la sabiduría de la gramática, los errores políticos (el suyo, en 1978), la generosidad que suele ofrecer los Estados Unidos a los exiliados, sus excentricidades como aviador y su pasión por la pelota. Este acercamiento estoico al final de la vida por parte de Roberto González Echevarría es el de un intelectual que, queriendo decir, como el cantante Pedro Vargas, “muy agradecido, muy agradecido”,

{{Ibid., p. 9.}}

 termina por hacernos sentir, a sus lectores, colmados también de gratitud. ~

Roberto González Echevarría
Memorias del archivo: una vida
Sevilla, Renacimiento, 2022, 458 pp.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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