El cielo se acumula en las ventanas

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El mundo se ha enrarecido tanto que ya nadie conoce el camino de vuelta a la vida.

Enrique Vila-Matas

Todo el mundo sabe que la verdadera historia de la muerte de Francisco Franco sucediรณ a manos de Nacho, un mesero mexicano harto de que los refugiados espaรฑoles le arrebataran la paz de su cafรฉ. Nos lo cuenta Max Aub en un libro que lleva ese nombre y no hay por quรฉ desconfiar. Durante veinte aรฑos, Nacho jamรกs pidiรณ vacaciones. Era feliz atendiendo mesas en un silencioso y apacible cafรฉ del centro de la Ciudad de Mรฉxico. Hasta que llegaron los espaรฑoles y comenzaron a serruchar el aire con sus ces, zetas y lles y todo el suelo se cubriรณ de aserrรญn. De tanto escucharlos, Nacho se vuelve experto en la Guerra Civil espaรฑola y comprende que el causante de su aflicciรณn es un tal Franco. En un intento por recuperar la paz de โ€œun idรญlico cafรฉ sin espaรฑolesโ€ decide viajar a Madrid y asesinar al susodicho.

La humorรญstica ucronรญa del relato de Aub nos recuerda al elegante ataque de Borges en โ€œLas alarmas del doctor Amรฉrico Castroโ€: โ€œno he observado jamรกs que los espaรฑoles hablaran mejor que nosotros. Hablan en voz mรกs alta, eso sรญ, con el aplomo de quienes ignoran la dudaโ€. Quizรก se piense que estas son ficciones o ensayos y la realidad es muy distinta. Seguramente. Pero permรญtanme disentir con un ejemplo en carne propia. Desde que lleguรฉ a Barcelona, hace cuatro aรฑos, advertรญ la presencia de un misterioso ser que habita los umbrales de los bares del Gรณtico y de Gracia, donde la ciudad se disfraza de pueblito. No es el cadenero. Tampoco cobra la entrada al recinto. Sus palabras amables no corresponden con su rostro roรญdo, subrayado, casi siempre, por una cadenita de oro en el pecho. Es el hombre que calla… a los demรกs. Lo juro. A eso se dedica. A pedir silencio al que sale a la calle a fumar, a tener una conversaciรณn privada, a tomar el fresco. ยกY recibe un sueldo por eso! Y seguridad social y vacaciones y todo conforme-a-la-ley. Los espaรฑoles podrรกn molestarse, pero saben que sus decibeles son mรกs altos de lo normal. De lo contrario, no habrรญan inventado este empleo digno de El club de los negocios raros, de Chesterton. Shushea a todo mundo. Se acerca, despacio, y โ€œes que los vecinosโ€, explica; โ€œluego la policรญaโ€, se justifica; โ€œcomprรฉndanme-es-mi-trabajoโ€, suelta de un tirรณn. Es Sรญsifo, solo que no lidia con rocas, sino con borrachos. Pero no se queja. Sabe que es afortunado: en cualquier otro paรญs del mundo serรญa un desempleado. A veces pide clemencia y junta las manos como en oraciรณn. Cuando no le hacen caso, abre los brazos como crucificado. Y ahรญ uno comprende que se ha molestado y es preciso partir.

Pero quรฉdense tranquilos que tambiรฉn existe un efecto desproporcional. Todo lo que callan los espaรฑoles en los bares durante las noches, lo reponen al dรญa siguiente, con creces, en cualquier tren que cruce su geografรญa.

(( En este caso, los de Renfe decidieron prescindir de los servicios del hombre que calla. En cambio, en cada uno de sus trenes han dedicado un vagรณn entero al dios silencio. Los รบnicos que parecen no haberse enterado de dicho compartimento son los pasajeros.
))

Los ejemplos anteriores podrรญan parecer una broma, una exageraciรณn. Y lo son. Pero tambiรฉn, en este momento, adquieren el matiz del homenaje. Permรญtanme explicarme. Barcelona ha enmudecido. Un silencio se ha posado sobre la ciudad y todo el barullo parece haber quedado encerrado. Y no se trata simplemente de la ausencia de turistas. Como dice la poeta Andrea Alzati, las ciudades son extensiones de los cuerpos que las habitan, y esto es un reflejo no del estado de alarma sino del estado de incertidumbre de sus habitantes. No es de sorprenderse que el F. C. Barcelona, sรญmbolo refractario de Cataluรฑa, estรฉ irreconocible.

Si algo llama la atenciรณn del latinoamericano reciรฉn llegado a la ciudad es descubrir, a las once de la maรฑana, gente reunida alrededor de una caรฑita o vermut por cualquier terraza. Y, ademรกs, quejรกndose de una crisis que parece eterna. Pero a ellos les gusta. Y a nosotros nos gusta observar su tradiciรณn. Es como si trasladaran al lenguaje cotidiano el quejรญo del cante jondo.

En este escenario soleado, desde cualquier esquina, se escuchan los buenos dรญas, ยกlos nombres propios!, los โ€œhola, don Manoloโ€, โ€œยฟquรฉ tal, Raquel?โ€, โ€œยฟlo de siempre, doรฑa Concha?โ€, โ€œte has fijado que…โ€, โ€œpero bueno, ยฟquรฉ me estรกs contando?โ€, โ€œhombre, ya, vale-vale-valeโ€, โ€œque-sรญ-que-sรญโ€, โ€œbueno, hasta maรฑanaโ€. Escuchรฉ una vez a un borracho despedirse del dueรฑo del bar, luego de azotar el vaso sobre la mesa como quien marca la salida de su jornada laboral.

Precisamente en la รบnica crรณnica que Ibargรผengoitia dedicรณ a Barcelona registrรณ su molestia tras haber sido despertado por dos seรฑoras que discutรญan a gritos el precio de la fruta debajo de la habitaciรณn de su hotel. Bonita tradiciรณn que no se ha perdido. Porque, a pesar del volumen, estos encuentros son refugios de cordialidad entre personas que se han vuelto familia a base de azares geogrรกficos, costumbres alcohรณlicas o charlas sobre las generalidades de la vida a lo largo de sus dรญas. ยฟAcaso el mismo don Quijote no fue recibido en la playa de Barcelona โ€œcon grita, lililรญes y algazaraโ€ en la vรญspera de San Juan?

En medio de las grandes ciudades, Espaรฑa aรบn conserva esos bellos destellos rurales. Esos gritos de acera a acera que serruchan el aire y decoran las calles de alegre aserrรญn. Esos brazos abiertos de los viejos veinte segundos antes de alcanzar el abrazo. Esos barrios de los que de pronto brotan placitas con todo y sus iglesias y bancas y cafรฉs y que invitan a los vecinos a congregarse. Esas anรฉcdotas que solamente pueden tejerse si se vocean de balcรณn a balcรณn como personajes de Mercรจ Rodoreda. Esas ganas intrรญnsecas de contar lo del fin de semana y que se entere el que estรก cuatro mesas mรกs para allรก: โ€œPaโ€™ que me escuche toa Espaรฑaโ€, dice C. Tangana. En toda esa vocinglerรญa resuena aquella pregunta que ya se hacรญa Larra en 1835: โ€œยฟpor quรฉ serรก que en tan alta voz contamos nuestras tragedias y gozos?โ€

Sin embargo, el bullicio, el cachondeo, la faena, han quedado en pausa. Es como si la ciudad hubiese sido alfombrada y se amortiguaran las pisadas y las voces de sus habitantes. Y no se les culpe. Ellos lo estรกn intentando. Cansados de arrastrar la vida y acumular cielos en sus ventanas, cada vez se encuentran mรกs personas en las terrazas. Con desgastada prudencia, tratan de avanzar filas y reclamar territorios. Pero si uno las observa con detenimiento, se podrรก advertir su esfuerzo, porque se rรญen mucho, mucho mรกs que antes, aunque casi nadie sonrรญa. ~

 


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