El desafío de la posteoría

La dimensión estética de la literatura y de las artes consiste en la construcción de valores, testigos de la gran evolución del género humano.
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Decía Fernando Lázaro Carreter en 1985: “Hoy la teoría literaria posee en el mundo –también entre nosotros– una pujanza jamás antes alcanzada.” Lo decía a propósito de la obra de Ortega, “el pensamiento español de un gran español”, que habría venido a compensar el vacío de pensamiento estético-literario que habíamos padecido los españoles en el siglo xix. Al mismo tiempo, Lázaro llamaba papanatas a los conservadores de lo último, especialmente si lo último viene del epicentro del imperio. Cuarenta años después, mi diagnóstico sobre la teoría es muy distinto. Hoy la teoría está conociendo su ocaso, en el mundo –sobre todo en el mundo anglosajón y, en menor medida, también en España–. Y mi intención es mostrar en qué argumentos apoyo este diagnóstico.

En verdad, cuando Lázaro se admira de la pujanza de la teoría esta ya había comenzado su declive. El posestructuralismo y los estudios culturales habían arraigado en el mundo anglosajón. El escepticismo derrumbaba la frontera entre los documentos literarios y los no literarios, la literariedad. Las escuelas formalistas colapsaban. Los impulsos innovadores conocían rápidos desvanecimientos. La narratología, la teoría de la ficción, el cognitivismo, la world literature… han sido iniciativas que o bien nacieron obsoletas o bien pasan tangencialmente por los estudios literarios. En el vacío han aparecido figuras que consiguen atraer el foco pero que resultan efímeras. Son los Slavoj Žižek, Homi Bhabha, Gayatri Spivak, Judith Butler… incluso viejas glorias como Alain Badiou. En el año 2000 la editorial Verso publicó, gracias a un editor avispado, un libro con las intervenciones de Žižek, Butler y Ernesto Laclau: Contingency, hegemony, universality: contemporary dialogues on the left. No llega a ser un diálogo –que era la pretensión de los editores–, pero sí que anticipa la dirección de la teoría en el primer cuarto del siglo XXI. Cuatro años después lo tradujo el fce. En los últimos años ni siquiera aparecen nuevas personalidades. A ese tiempo de desorientación se le ha llamado posteoría en el mundo anglosajón.

Un libro publicado en 2011, The novel after theory de Judith Ryan (Columbia University Press), ofrece la versión ofi- cial en el mundo académico norteamericano de la crisis abierta en los estudios literarios. La teoría literaria –dice Ryan con un elemental estilo académico– se ocupaba de rasgos intrínsecos tales como el estilo, el imaginario, los modos narrativos, el género y otros. Algunos estudios de teoría literaria también se interesaron sobre aspectos extrínsecos de la literatura, tales como la relación con contextos varios, y con ángulos distintos de aproximación que deberían tomarse para comprender textos literarios. En los primeros años setenta comenzó el giro, cuando las ideas desarrolladas en Europa hicieron su labor en los curricula de las universidades angloamericanas. El término “teoría” se expandió sustancialmente más allá de lo que se había entendido previamente por “teoría literaria”. Así vino a naturalizarse en el dominio angloparlante para referirse al reciente pensamiento europeo que no se limitaba al campo literario. Muchas de esas teorías emergieron de la historia y de las ciencias sociales, y no de las humanidades. Venidas de Francia y Alemania, tendieron a usar un lenguaje denso que muchos lectores encontraron alienante e intimidatorio. Los debates sobre ideas y terminología usadas en este tipo de teoría pronto prendieron y los observadores comenzaron a hablar de estas controversias como “guerras teóricas”. Aunque la expresión “teoría literaria” se utiliza todavía en relación a las nuevas teorías, excede muy ampliamente el dominio de lo literario. Esta es la razón por la que “teoría” ha llegado a ser utilizada como una categoría omnicomprensiva. Estas son, traducidas literalmente, las palabras de Ryan. A este fenómeno se le ha dado en llamar posteoría. No se trata de una corriente más o menos estructurada. Es un magma que funciona como un discurso autorreferencial y sustitutivo de su objeto natural. El discurso posteórico se postula a sí mismo como objeto, un objeto que se sirve muy libremente de ejemplos tomados de la literatura y de otros discursos. En cierta medida, este discurso se sitúa en las antípodas de la filología, tan apegada a los textos y tan alejada del ensayismo teórico.

Método, paradigma, interpretación

El ámbito de la teoría literaria está irremisiblemente erosionado. Lo que surgió como una disciplina académica durante el siglo XX se diluye. En el mundo anglosajón la teoría se deshizo del adjetivo literaria. En el ámbito mediterráneo ha permanecido estancada, pero domina el convencimiento de que debe renovarse. Sus temas se empequeñecen y reiteran. Esa renovación mediterránea pasaría, según varias propuestas, por revitalizar la retórica. Mientras que en el mundo anglosajón –especialmente en Norteamérica– la teoría ha girado hacia la ideología, en el ámbito mediterráneo la teoría tiene un perfil formalista. A esta doble deriva cabe sumar la muy débil presencia de propuestas innovadoras. En el ámbito anglosajón esas propuestas suelen ser individuales –a diferencia de lo que pasó en el siglo XX, cuando los movimientos innovadores tenían una conformación como movimientos colectivos en torno a ciertas personalidades.

En el ámbito español la tendencia al eclecticismo es dominante, aunque el papanatismo seguidista de lo anglosajón tiene una presencia creciente entre los jóvenes. Confieso que yo fui uno de esos papanatas. Leí en mi juventud a Lukács, a Goldmann y a Bajtín, que me entusiasmaban. También leí a Foucault, que me decepcionaba. Y solo en la última década he leído a uno de los mejores pensadores españoles de todos los tiempos, Jesús Mosterín. Me temo que sus lectores entre nosotros son menos de los que han leído a los autores del foco papanata.

Para comprender qué está pasando con la teoría literaria y los estudios literarios es necesaria una mirada más amplia que alcance al conjunto de las humanidades. Las humanidades están atravesando una profunda crisis fruto del choque entre dos tendencias opuestas que emergieron en el siglo xix. La primera es la tendencia a la autonomía de las disciplinas, que buscan establecer una metodología propia de cada una de ellas. Las disciplinas recurren a procesos endogámicos, en los que el único objetivo es crear un discurso que permita sostener la autonomía de la disciplina respecto a los retos y al curso de la dinámica cultural. Ese proceso da lugar a corrientes bibliográficas, en las que el investigador suele sumergirse y acomodarse. La segunda es la demanda de un saber transversal, holístico que contradice la tendencia a la autonomía –y a la fragmentación– de las disciplinas. Esta dinámica holística reclama un paradigma que resuelva las contradicciones de las metodologías particulares, los métodos de escuela de cada disciplina. En el siglo xix afloraron las nuevas disciplinas. Y también una corriente de pensamiento transversal, representada entre otros por Tocqueville, Marx y Nietzsche, y sobre todo por Darwin y Engels. El siglo XX inclinó el pulso entre ambas tendencias en favor de la primera, a la que se tenía por científica. La segunda llegó al límite de la desaparición, aunque la obra de Edgar Morin representa su más alto nivel de consciencia. En el siglo XXI, el choque entre ambas tendencias sume a los investigadores en una gran confusión y dispersión. Eso es lo que ocurre hoy con la teoría literaria y con los estudios literarios. Hoy, la resistencia de los estudios literarios a perder su autonomía como disciplina se expresa en tres actitudes básicas: el conservadurismo, la erudición y la charlatanería, que, a menudo, suelen cruzarse. El conservadurismo repite los mismos principios sobre los que se viene sosteniendo la filología desde hace doscientos años. La erudición trabaja por aflorar nuevos datos y mantener la excelencia de los estudios literarios. La charlatanería tiene hoy más impacto que nunca y explota la confusión generalizada. Las tres actitudes admiten distintos grados de excelencia. Y, sobre todo, distintas valoraciones. El conservadurismo se resiste numantinamente a retirarse. Tiene modelos en los que inspirarse. En las facultades de derecho todavía resisten los tomistas. La erudición es cada vez más rara. Pero sigue ofreciendo necesarias lecciones magistrales. La charlatanería es y será cada vez más descarada.

La teoría literaria como disciplina es un producto de la fragmentación de los estudios literarios. La corriente hegemónica de los estudios literarios durante el siglo XX se funda en dos principios: el de la suficiencia de la lectura literal y el de la necesidad de la aproximación histórico-cultural. El primero de esos principios es falso. El segundo se interpreta erróneamente, en clave coetánea, horizontal, mecanicista. Además aparece un tercer frente: la querella entre culturalistas y esteticistas. Los culturalistas buscan la clave de la evolución histórica en otras disciplinas –la psicología, la economía, la sociología, la historia política, etc.–. Los esteticistas apelan a la autonomía del arte. La teoría literaria apeló, en un primer momento, a la libertad interpretativa, debida a la diversidad de métodos factibles (Wellek y Warren, Frye). Pero su apelación a la libertad encubría su alejamiento –cuando no rechazo– de una perspectiva histórica. El rechazo de la historia era una demanda de la obsoleta aproximación estilístico-retórica, presta a encerrarse en los límites del texto. A mediados del siglo XX, Eric Auerbach alertó de que una aproximación histórica era imprescindible en los estudios literarios modernos. Sin embargo, la dualidad de las disciplinas prevaleció, enfrentando la historia literaria a la teoría, con un tercero al fondo: la literatura comparada.

Una propuesta

Hoy la posteoría ha roto ese panorama. Lo ha roto mal. El eje del pensamiento posteórico consiste en que no puede haber una frontera entre lo literario y lo no literario (lo documental), porque todo texto tiene una forma verbal y una ideología. Lo estético no sería, según la posteoría, sino una forma de encubrir los intereses ideológicos. Pero, siendo cierto que hay que contemplar lo literario a un nivel más profundo que lo meramente compositivo, si lo reducimos a lo ideológico negaremos la entidad de lo literario. Esto es algo solo aceptable para el escepticismo más grosero, el que niega la existencia de cualquier valor. La dimensión estética de la literatura y de las artes consiste precisamente en la construcción de valores, testigos de la gran evolución del género humano. Y esto nos lleva al segundo paradigma moderno, el que Edgar Morin llama paradigma perdido. En verdad, no es tan perdido, más bien ha vivido en los márgenes. Hoy emerge con fuerza gracias a éxitos editoriales divulgadores, los de Yuval N. Harari, Jeremy Rifkin o, incluso, el actual –y disparatado– de David Graeber y David Wengrow. Pero quiero subrayar que no se trata de una ocurrencia más del papanatismo. Este año se celebra el 150 aniversario de Pío Baroja. Su novela más leída, El árbol de la ciencia, contiene un alegato del paradigma evolucionista y una referencia directa a su mejor argumentación: la de Friedrich Albert Lange, la Historia del materialismo. En los diálogos con Iturrioz, Andrés Hurtado propugna una simbiosis de ciencia y filosofía que sea, en primer lugar, una cosmogonía y, finalmente, una investigación sobre el lugar del género humano en el mundo. A esa doctrina se oponen, entre otros, los profesores de retórica.

El rasgo más llamativo de este paradigma, en lo que ahora nos importa, es que ve la literatura como un dominio particular de lo simbólico –y, por eso, no autónomo–, sujeto a la evolución (histórica) de figuras, géneros, símbolos y motivos. En otras palabras, la gran evolución de las formas estéticas, las formas de la imaginación. En esta frase está inserta la clave de esta propuesta: la forma estética no es abstracta, formal, sino un acontecimiento histórico que responde a demandas culturales de cada etapa civilizatoria. En muy breve síntesis las claves de una estética literaria serían:

1) La literatura y las artes están constituidas por objetos distintos de las ideas y de las cosas. Las distingue su forma interior, que no es accesible directamente por los sentidos y que requiere una investigación para llegar a ella. Esta noción fue formulada por vez primera por Schiller en Sobre la gracia y la dignidad.

2) La forma interior o forma estética es un instrumento para la reflexión (Schiller, Benjamin, Bajtín). Esa reflexión es la forma que adquiere la comunicación entre generaciones y épocas. Y su objeto es materializar la unidad cultural de la humanidad, materializar su cualidad primordial: la imaginación.

3) Esa reflexión se da en forma de series históricas, series estéticas, que se expresan en géneros y que históricamente se han visto enmarcadas en la cultura popular o en la cultura letrada (sabia). Esto significa que una comprensión estética de la literatura solo puede darse como un panorama evolutivo de gran alcance: en el gran tiempo.

Es evidente que una exposición aunque fuera mínima del alcance de esas claves requeriría un curso entero. En cuanto disciplina, la vida de la estética literaria viene siendo problemática. Hay varias razones para que haya sido así –y lo siga siendo–. En primer lugar, la hegemonía de las aproximaciones retóricas –es decir, formalistas– ha hecho que su manifestación haya resultado problemática y marginal, a pesar del éxito pasajero y superficial de algunos de sus representantes (Benjamin y Bajtín). En segundo lugar, se ha entendido que una estética literaria debería ser una parte de una estética general. Y que esta debería ser una especialidad de la filosofía. Pero ocurre que la estética general ha cosechado fracaso tras fracaso, hasta el punto de que los teóricos más conocidos vienen defendiendo una filosofía del arte sin estética (Danto) o la inestética (Badiou). Quizá sería más acertado invertir esa lógica y pensar que la estética debe desplegarse sobre las artes y que, entre las artes, la literatura es el dominio primordial, porque el arte de la palabra es y ha sido siempre el primero y el único incluso en culturas que han condenado o limitado las artes plásticas (el islamismo). Por último, ocurre que la estética literaria precisa para su despliegue una conciencia global –el gran tiempo– y aquí tropieza con la crisis general de las humanidades.

Pero sí que puedo concluir señalando que el siglo XXI no va a ser una prolongación del siglo XX. Al contrario, está poniendo sólidas bases para un giro radical, no solo en los estudios literarios sino en el conjunto de las humanidades. Ese giro viene alentado por la crisis civilizatoria y la revolución tecnológica y social. En su primera etapa este giro presenta un panorama vacío, la posteoría, pero, como suele suceder con los momentos de crisis aguda, ofrece grandes oportunidades a propuestas transformadoras. Ese es el desafío que nos depara nuestro tiempo. 

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Luis Beltrán Almería es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Zaragoza. En 2021 publicó 'Estética de la novela' (Cátedra).


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