El hombre que perdió Afganistán

El hombre que perdió Afganistán

El último presidente demócrata de Afganistán, Ashraf Ghani, creía que su formación y sus lecturas ayudarían al país. Pero en cuanto se enfrentó a la realidad se dio cuenta de que un Estado fallido necesita más que teorías.
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Si había una familia en Afganistán que encarnaba las esperanzas, ilusiones y fracasos de las dos últimas décadas del país es la de los Ghani. Ashraf, el padre, fue el último presidente del país. Antropólogo de formación, creía en los libros y en el poder de las ideas para mover el mundo. Su mujer, Rula, una estudiante en el París de 1968, decía que creía en las mujeres. Mariam, su hija, se convirtió en cineasta: creía en el Arte. Su hijo, Tarej, creía en su padre. Su carrera de dos décadas en universidades y organizaciones filantrópicas estadounidenses es un eco de la trayectoria impecable de Ashraf en universidades de élite, el Banco Mundial y varios think tanks. Era un tributo.

Durante medio siglo, Afganistán ha permanecido en la oscuridad y a la vez ha estado en el centro de los acontecimientos mundiales. Se tragó el cometa decadente de la URSS y absorbió la luz del ocaso del Imperio americano. Ha sido un refugio de proscritos y un bazar de ideologías. Del amor libre hippie al islamismo político, del marxismo-leninismo a la democracia de mercado: todos estos proyectos se han probado y experimentado en Afganistán.

Es difícil saber si es un país real o simplemente un vasto laboratorio al aire libre que han usado imperialistas y narcocriminales. Pero cada fuerza e idea que ha afectado a Afganistán ha afectado a los Ghani también. Han sido víctimas de los acontecimientos y también sus instigadores. Han estado exiliados y han sido gobernantes; han estado repartidos por todo el mundo pero también han sido entronados en Kabul. La familia es pastún, y destacada, con una larga historia de influencia política. Los Ghani abandonaron el país por primera vez en 1977, cuando los comunistas comenzaron su toma del poder.

Ashraf Ghani se ha vuelto a ir [en agosto]. Mariam publicó un post sobre ello – “estoy bastante saturada”– en Instagram desde su casa en Nueva York. Tarek y Rula de momento han permanecido en silencio. Esta vez, según varias informaciones, Ashraf intentó llevarse millones de dólares robados escondidos en la tapicería de cuatro coches y un helicóptero. Esto probablemente –espero– es falso, y no porque la fuente sea una agencia de noticias rusa.

Para los estándares afganos, los Ghani no eran tan corruptos. Otros políticos se habían apropiado de los miles de millones que les dieron los estadounidenses y los habían invertido en complejos residenciales ostentosos, o habían sido detenidos en el aeropuerto de Dubai con 52 millones de dólares en efectivo. Ashraf no creía en el dinero. Creía en los libros.

Cuando se convirtió en presidente en 2014, después de unas elecciones fraudulentas e histéricas, cumplió con su obsesión. Como todos los presidentes afganos, se mudó al Arg, un laberinto de palacios dentro de una fortaleza del siglo xix en el centro de Kabul. Pero al contrario que su predecesor, inmediatamente se dedicó a restaurar la biblioteca real abandonada, con todos sus volúmenes antiguos deteriorados. Su biblioteca personal era su activo más valioso, según un perfil de New Yorker. Poseía siete mil libros. Cada día se levantaba antes de salir el sol y los leía bajo su plátano oriental favorito. Si se llevó algo al escapar de Kabul, tenían que ser libros, no dinero en efectivo.

Ghani no solo leía libros, también los escribía. Con su colaboradora, la abogada de derechos humanos británica Claire Lockhart, escribió en 2008 Fixing failed states: a framework for rebuilding a fractured world [Arreglando Estados fallidos: un proyecto para reconstruir un mundo fracturado]. Hacen falta “nuevas estrategias”, sostenían, para estabilizar Estados fallidos que están contaminando de anarquía “nuestro mundo completamente globalizado”.

Al final de la primera década del siglo xxi, estas zonas caóticas se estaban expandiendo. Ghani pensaba que tenía las ideas –un “índice de soberanía” publicado anualmente por la onu, y un “enfoque basado en los ciudadanos” para la construcción de Estados– que podría acabar con ese desorden. Fixing failed states ofrecía, según una breve reseña en la revista Foreign Affairs, “una visión sorprendentemente esperanzadora”.

Esa visión fue expuesta en una charla ted en 2007. La actitud de Ghani es cerebral, sincera, traviesa, de una emoción irritante: la teoría le excita. Su voz chirría tanto como un viejo parqué cuando uno pisa sobre él. El escenario ted encajaba con un pedagogo como Ghani. No era muy diferente de los auditorios y seminarios de la Universidad Johns Hopkins, donde dio clase en los ochenta. Nunca parece estar incómodo.

Estados Unidos era un país que resultaba suficientemente cómodo para los Ghani. Suponía su gran ocasión, al igual que para muchos otros afganos exiliados. Dio a Ashraf, Rula y Tarek la oportunidad de obtener los premios académicos que hoy son prueba de inteligencia y valores. Permitió a Mariam pasar de ser una hija de exiliados a una artista; no simplemente una artista que realiza “instalación, performance, fotografía, texto y vídeo” sino, según la Fundación Guggenheim, también una “activista, archivista, escritora y conferenciante”.

Un perfil sobre Mariam publicado en The New York Times en 2015 la presenta en su apartamento de Clinton Hill, preocupada por convertirse en un “cliché de Brooklyn”. El artículo la define como una persona “tan versada en la política que hay detrás del concepto rendición extraordinaria como en la búsqueda muy del estilo de Brooklyn de un sorbete casero de fruta de la pasión con chile”.

El trabajo de Mariam ha estado expuesto en el museo Tate Modern de Londres y en el Guggenheim y el moma de Nueva York. Una de sus exposiciones, Afghanistan: A lexicon [Afganistán: un diccionario], la hizo en colaboración con Ashraf por Skype. 72 paneles y fotos hechas por los Ghani muestran la historia de Afganistán como un proceso cíclico: una rotación eterna de invasiones, revoluciones, reformas, colapsos y recuperaciones. Un país cruelmente congelado en una situación de dinamismo.

Mariam hizo películas sobre el descubrimiento de petróleo en Noruega y sobre las dificultades melancólicas de la traducción. Aunque nació en Nueva York, se identificaba “sobre todo con la frontera”. Sufría de lo que Edward Said llamó la “tristeza esencial” del exilio, y su familia sufría de lo mismo. Por eso quizá la gran ausencia del “diccionario” de Afganistán eran los propios Ghani.

Ashraf volvió al país con Rula en 2002 inmediatamente después de que los talibanes fueron expulsados. Al principio fue ministro de finanzas en el gobierno de Hamid Karzai, luego fue un candidato fracasado a la presidencia de 2009 y en 2014 ganó unas elecciones que han sido cuestionadas.

Afganistán suponía un problema para la familia del mismo modo que Estados Unidos –donde prosperaron– no. Estados Unidos solo necesitaba las teorías de Ashraf en el aula. Afganistán, creía Ashraf, podía ser salvado por sus teorías. Estaba todo en su libro, y en su charla ted. Los agricultores de opio venderían camisetas. Los tapiceros de Kandahar podían asociarse con Versace. Las armas podían convertirse en arados. Algún día las hijas de Afganistán podrán ser como las suyas, libres para estudiar en Estados Unidos; libres de ser guays en Brooklyn; libres de exponer su arte en Berlín.

Los afganos no eran imbéciles. Solo querían empleo. La gente, dijo Ghani en 2005, es internacionalista por temperamento: “son mucho más sofisticados que los estadounidenses rurales con títulos universitarios y que la mayoría de europeos”. Bueno, quizá.

Convertirse en presidente dio a Ghani la oportunidad de gobernar el país que protagonizaba sus sueños. Los afganos aprenderían de los neozelandeses a criar ovejas, y técnicas de hidroelectricidad de los suizos. Afganistán era una tabula rasa. Ghani comenzó a esbozar sus bonitos diagramas sobre ella. Sigmund Freud dijo una vez que hay dos “profesiones imposibles”: la educación y el gobierno. Ghani fue un educador fantástico. Demostró ser un presidente imposible. Microgestionó sus ilusiones y a sus colaboradores y tuvo que recibir sesiones de terapia para gestionar sus ataques de rabia.

¿Por qué estaba tan cabreado? ¿Era la presión –agotadora e ingrata– de observar cómo sus teorías sobre el Estado quedaban expuestas como las ficciones inútiles de otro exiliado? De cualquier manera, se aisló detrás de los muros, la valla de alambre y los puestos de control del Arg. La biblioteca era su tabla de salvación; un periodista describió la oficina de Ghani como una habitación llena de libros abiertos sobre cualquier superficie, todos cuidadosamente anotados con lápiz. Es lo que la mayoría de intelectuales hace en una crisis (y con razón). Se retiran, como Michel de Montaigne durante las guerras de religión en el siglo xvi, a sus torres y bibliotecas con la esperanza de que el aislamiento les ayude a tener nuevas ideas. Pero Montaigne solo asesoraba al rey de Francia, no aspiraba al poder; Ghani se supone que era algo así como el rey de Afganistán.

Al menos, decía todo el mundo, no era corrupto. Eso era una bendición en un país en el que los miembros del parlamento robaban de manera ritual unos mil millones de dólares al año. Pero estaba el resto de su familia. El hermano de Ashraf, Hashmat, y su sobrino Sultan.

Hashmat será recordado no por conducir una limusina Mercedes a prueba de balas, o por su casa de 7.000 metros cuadrados, sino por el escándalo sosi. Es extraordinariamente complicado; incluye unos derechos muy beneficiosos de explotación de depósitos de minerales en la provincia de Kunar, vínculos ilegales entre las fuerzas especiales estadounidenses y milicias, y la familia Ghani. Fue Hashmat quien tenía un gran número de acciones en la empresa estadounidense que firmó el acuerdo. ¿Era corrupto? “Si hubiera un color más rojo que el rojo, de ese color sería esta bandera roja”, dijo un estadounidense experto en corrupción.

Mientras, Sultan se presentaba en Linkedin como el presidente del Grupo Ghani y en su web personal como el cofundador del Instituto para las mujeres afganas. Pero cuando el país comenzó a resquebrajarse, compartió fotos en Instagram en las que aparece entrando en un avión privado Learjet 75 Liberty. Ashraf había prometido acabar con la corrupción cuando se presentó por primera vez a la presidencia, pero si la corrupción surgió en su familia inmediata, ¿qué esperanza tenía Afganistán?

Cuando Ghani abandonó el país dejó atrás a la mitad de los afganos en la pobreza, un tercio de la población enfrentándose a niveles graves de inseguridad alimentaria, un pib congelado, un déficit exterior masivo, unas zonas rurales rebeldes y cabreadas y, en palabras de un informe, “un Estado generalmente débil, disfuncional y sin ley”. Ahora los talibanes lo controlan, hasta el último coche de choque.

Unos días antes, la película de Mariam Ghani se estrenó en Estados Unidos. ¿Su título? Lo que dejamos sin hacer. Para Ashraf –intelectual y político y, al final, un idealista corrompido– se quedó todo sin hacer.

Cuando reapareció en Emiratos Árabes Unidos, parecía consternado y en shock. Su equipo de seguridad, dice, lo ayudó a salir del país porque estaba “en una condición en la que no era capaz ni de ponerme los zapatos”. ¿Se dio cuenta Ashraf Ghani de que todas las cosas en las que había puesto su fe, los códigos que había seguido en su vida –las ideas y los libros, la globalización y la gobernanza racional– habían desaparecido? ¿Era consciente de que, si las noticias son ciertas, realmente se marchó del país no solo con su biblioteca sino con 169 millones de dólares y que eso desfiguró el trabajo de su vida, al igual que había desfigurado Afganistán?

Quizá lo sabía. Durante todo este año, casi hasta el final, había prometido que su ejército aguantaría contra los talibanes “para siempre”. Pero también hubo lucidez en mitad del delirio. “El futuro lo determinará el pueblo de Afganistán”, dijo a la BBC en febrero, “no alguien sentado detrás de un escritorio, soñando”.

Se equivocaba con respecto al pueblo de Afganistán. Tanto si se quedaban como si se marchaban, los arrastrarían a los conflictos de otros. Pero tenía razón sobre el soñador detrás del escritorio. Incapaz de determinar el futuro de Afganistán, Ashraf Ghani se estaba describiendo a sí mismo. ~

Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

Publicado originalmente en la revista UnHerd.


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