El humor, dice Charles Simic (Belgrado, Yugoslavia, 1938), es el mejor recurso que tenemos para señalar “la dimensión ridícula de la autoridad”. Simic, una de las voces más originales de la poesía contemporánea en lengua inglesa –autor, entre otros libros, de El mundo no se acaba (por el que obtuvo el Pulitzer en 1990) y más recientemente de El monstruo ama su laberinto (ambos publicados en Vaso Roto y traducidos por Jordi Doce)–, también es un ensayista incisivo, que no ha dejado de iluminar con agudeza el siglo xx y lo que va de este. La preocupación central de la literatura de Simic es la historia, que suele tratar con humor negro e ironía. Su padre fue arrestado por los nazis en Yugoslavia, su madre por los comunistas en Italia. En 1954 su familia se exilió en Estados Unidos, en donde vive desde entonces. “Hitler y Stalin fueron mis agentes de viajes […] Mi familia, como tantas otras, tuvo que empacar y marcharse, así que hay tres cosas que siempre me han interesado: la tragedia, la vileza y la estupidez humanas.”
¿El humor puede ser subversivo?
El humor le dice la verdad al poder. Siempre ha sido visto con sospecha por los regímenes autoritarios, desde las monarquías a las dictaduras modernas, y castigado severamente si se burla de sus gobernantes y sus instituciones. Eso no ha impedido que la gente cuente chistes políticos, incluso en la Unión Soviética. Recordemos lo que le pasó a Ósip Mandelshtam después de hacer ese chascarrillo sobre el bigote de Stalin en un poema, al que comparaba con unas cucarachas que reían sobre su labio. Sabía qué consecuencias podía tener, pero no fue capaz de contenerse. Escribí mucha prosa y algunos poemas contra Milošević, Bush y otros monstruos, pero dudo de que hicieran reír a nadie. Tomemos por ejemplo a alguien como Trump, que es una figura grotesca y ridícula; pero me parece tan siniestro que no veo cómo convertirlo en materia de chiste.
En uno de sus poemas define al poeta como “un hombre que cuenta un chiste mientras está a punto de ser ahorcado”. ¿Existe una relación entre poesía y humor?
Para mí sí hay relación. Lo que me atrajo de la poesía moderna y del arte cuando era joven era su irreverencia, la libertad que daba a la imaginación. Desde que era un niño mi mente estaba llena de ideas blasfemas y sabía que tendría problemas si las decía en alto. Uno de mis abuelos se burlaba de los curas, los maestros, los políticos, la historia de Serbia y de todo lo que la gente consideraba sagrado. Me encantaba escucharlo, pero mi madre y mi abuela no paraban de decirme que no debía, que era un mal ejemplo para mí. Yo, por supuesto, no creía que hubiera nada malo en que me dijera esas cosas. Sigo sin creerlo.
¿Hay señalamientos, críticas o incluso reflexiones que solo se puedan hacer desde el humor?
Sí, por supuesto. El humor nos informa sobre el estado de salud de una sociedad. Un sistema político puede estar podrido hasta los cimientos, pero la gente que lo padece no se dejará engañar si puede seguir riéndose de sí misma. Me gustaría que esa clase de humor fuera más frecuente en Estados Unidos. Están las tiras y los monólogos cómicos, desde luego, pero la mayoría de los estadounidenses no se burlan de sus líderes, ya que nos creemos el mejor país del mundo, el más maravilloso, así que no tiene sentido ridiculizarlo. Lo cierto es que en la actualidad somos una sociedad violenta, polarizada, encolerizada y acogotada por el miedo, que hierve de odio. Somos un peligro para nosotros mismos y para el resto del mundo. No hay nada gracioso en ello.
Usted creció en Belgrado durante la Segunda Guerra Mundial, uno de los periodos más violentos de la historia moderna. ¿El humor es una frivolidad en esos momentos?
No lo creo. De hecho, es absolutamente necesario si no quieres perder el juicio. Recuerdo a gente riéndose mientras las bombas caían sobre nuestras cabezas en 1944. Todos los que vivían en nuestro edificio de cuatro pisos se refugiaban en el sótano, así que la gente hablaba aprovechando las pausas entre las oleadas de bombarderos y alguno decía de vez en cuando algo divertido, aunque sabía que podía morir en cualquier momento. Yo no, por supuesto, porque era un niño de seis años que ya conocía el miedo, que ahí aprendió que uno puede reírse sin dejar de tener miedo.
En 1944, Marianne Elise K., que trabajaba en una fábrica de municiones en Berlín, fue ejecutada por contar este chiste: “Hitler y Göring están en la torre de radio de Berlín. Hitler dice que quiere hacer algo para alegrar al pueblo. ‘¿Por qué no saltas?’, sugiere Göring.” En su ensayo “Corta la comedia” escribió que “es imposible imaginar una teoría cristiana o fascista del humor”. ¿Por qué?
A ojos del poder absoluto, del dogma religioso y de varias ideologías, el humor es una ofensa muy seria contra su autoridad y debe ser reprimido. Pone en peligro a los jefes supremos al susurrar a sus espaldas no solo que el emperador está desnudo, sino que sus sacerdotes, generales y ministros también lo están. Muchos poetas surgidos después del Romanticismo habrían ardido en la hoguera hace siglos; las cosas tampoco les habrían ido mucho mejor con Mao o con isis. Ni siquiera Walt Whitman y Emily Dickinson se habrían librado del fuego. Eso es algo de lo que deberían enorgullecerse los poetas de cualquier país. No en vano muchos padres se siguen aconsejando entre ellos: “si sorprendes a tu hijo escribiendo poemas, échalo de casa”. ~
Traducción de Jordi Doce.