El otro Stevens

El prestigio de George Stevens era en los aรฑos 50 similar al que tenรญan los popes del gran blockbuster sentimental, tipo Wyler, Wise o Zinnemann.
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En 1947 Wallace Stevens publicรณ el que creรญa su libro mรกs importante, Transport to summer, al que aรฑade, a modo de coda, sus anteriores Notas para una ficciรณn suprema, un extenso poema entre lo oracular y lo abstracto. Es del todo improbable que George Stevens, su contemporรกneo californiano un par de dรฉcadas mรกs joven, leyese aquel libro opaco y antifigurativo.

En esas fechas, al volver de Europa, tras haber formado parte de Why we fight, el equipo de cineastas estadounidenses (John Huston, Anatole Litvak, John Ford, y varios mรกs) que filmรณ a modo de propaganda antihitleriana y movilizaciรณn civil las atrocidades encontradas por los vencedores en los campos de concentraciรณn, este segundo Stevens estaba preparando su retorno a Hollywood, donde en 1948 terminรณ y estrenรณ una saga familiar de รกmbito noreuropeo muy distinta a las comedias disparatadas que en los aรฑos treinta y primeros cuarenta le dieron la reputaciรณn de gran maestro de la sรกtira. Frank Capra, que supervisaba al grupo de voluntarios de Why we fight, lamentรณ aรฑos despuรฉs, en un tributo de homenaje a Stevens por parte de la plana mayor de dos generaciones de cineastas prรณximos a รฉl (Rouben Mamoulian, Mankiewicz, Warren Beatty, Alan J. Pakula, entre otros), que Stevens ya hubiese abandonado la comedia: โ€œnadie la sabรญa hacer como รฉlโ€.

Con una de las mรกs celebradas, El amor llamรณ dos veces (The more the merrier), se despidiรณ en 1943, para recoger imรกgenes en Alemania de los trenes del horror y los hornos crematorios; vista hoy, El amor llamรณ dos veces tiene mucha menos gracia de la que en su dรญa le vieron los crรญticos y los acadรฉmicos hollywoodienses. Es una crazy comedy llena de gags extravagantes que fluyen con lentitud exasperante, y a la que le sobran vueltas de tuerca y le falta chispa, quizรก porque sus actores centrales, Jean Arthur, James Coburn, Joel McCrea, carecen de ella; siempre entran tarde al humor, y la indudable sofisticaciรณn compositiva del cineasta no lo remedia.

Tampoco en las comedias anteriores que he vuelto a ver ahora encuentro las maravillas que Capra pregona: el musical En alas de la danza (Swing time, 1934) solo se sostiene en las piernas de Fred Astaire, y La mujer del aรฑo (1942), memorable por instaurar, en la pantalla y en la vida privada, a la pareja Katharine Hepburn/Spencer Tracy, no alcanza las cimas de ligereza ni la densidad de los tres tรญtulos que ambos actores rodaron a las รณrdenes de Cukor.

Sin embargo, George Stevens fue un artista de enorme prestigio, uno de โ€œlos grandesโ€ de la comedia antes de la Segunda Guerra Mundial, y aรบn mรกs engrandecido despuรฉs en la tragedia atรกvica americana, de la que, con tres tรญtulos seguidos de รฉxito, se hizo especialista. Capra, que habรญa fundado con รฉl y Billy Wilder una productora independiente de breve recorrido, daba en ese mismo homenaje al que me he referido una explicaciรณn ingenua pero seguramente plausible de la evoluciรณn de su cine: lo que Stevens habรญa visto en Dachau y otros infiernos le habรญa quitado el espรญritu de la comedia; lo descubierto allรญ y lo fotografiado fue โ€œtoo much for himโ€.

Con determinaciรณn, y en pocos aรฑos, los que cubren la dรฉcada de 1950, Stevens se labrarรญa una reputaciรณn de metteur en scรจne de qualitรฉ, precisamente la categorรญa que la nueva crรญtica francesa detestaba, tanto la cahierista como la macmahonista; Bertrand Tavernier, al que siempre es un placer leer cuando hablaba de cine antes de pasar a hacerlo, escribe en sus Treinta aรฑos de cine americano (y no solo sobre Stevens) alguna de las apreciaciones maliciosas mejor fundadas de aquel tiempo en el que el crรญtico no era solo el reseรฑista rutinario y contador de argumentos que uno encuentra hoy en todas partes, sino un ocurrente mandarรญn dotado de autoridad en el juicio y el don de la mรกs bella escritura.

El prestigio de George Stevens era entonces similar al que tenรญan los popes del gran blockbuster sentimental, tipo Wyler, Wise o Zinnemann, si bien hay algo en รฉl, mรกs allรก de los fantasmas del nazismo, que le distingue estilรญsticamente y le endereza en el camino del pathos.

Habรญa sido en sus comienzos del cine mudo actor, camarรณgrafo y guionista fa presto de muchos cortos de Stan Laurel y Oliver Hardy, pero cuando en 1947 se reintegra a Hollywood, cumplidos ya los cuarenta aรฑos de edad, el Gordo y el Flaco no hacen reรญr a nadie, y Stevens busca la gravedad romรกntica y el bien delineado marco social, que hacen de รฉl un director-artista. I remember Mama (Nunca la olvidarรฉ, 1949) es un delicado drama familiar sobre unos emigrantes nรณrdicos, a ratos perjudicado por su extraterritorialidad de estudio y los acentos forzados.

Stevens encuentra su voz cuando se siente llamado por Estados Unidos, y a ese paรญs confuso y convulso que ha luchado por la liberaciรณn de Europa y alberga en suelo patrio a los perseguidores de la libertad le aplica algo que es superior a cualquier gรฉnero o registro cinematogrรกfico: la captaciรณn del dolor, el reconocimiento de la tragedia, las aguas turbias de la pasiรณn prohibida y del odio. Asรญ, Stevens, tal vez destinado en un principio, por los requerimientos de los grandes estudios, al escuadrรณn de los grandilocuentes, se hizo agudo y sutil en la revelaciรณn de la cara oscura del humano temperamento.

En cinco aรฑos, Stevens produce tres filmes โ€“para algunos una trilogรญaโ€“ que son sin duda los que hoy le dan permanencia. El primero, de 1951, fue Un lugar en el sol (A place in the sun), basado en la novela de Theodore Dreiser An American tragedy, que habรญa sido llevada al cine en 1931 por Josef von Sternberg con el mismo tรญtulo del libro; es un cumplido mรกximo decir que Stevens supera en casi todo al gran maestro vienรฉs.

Y volviendo ahora a ver esta cruel historia tan tรฉtrica como encendida me vinieron a la cabeza los versos de Wallace Stevens en el epรญgrafe IX de su ya citado Notas para una ficciรณn suprema: โ€œLo que [el poeta] busca es la jerga del lenguaje vulgar. / Mediante un habla particular intenta decir / la particular potencia de lo general, / combinar el latรญn de la imaginaciรณn con / la lingua franca et jocundissimaโ€ (en la traducciรณn de Javier Marรญas para Pre-Textos). Puede sorprender el atrevimiento de referirse a George Stevens, hoy tan postergado, como el poseedor de una jerga elevada, y aรบn mรกs quizรก de un carรกcter jocundo, siendo su cine de los รบltimos aรฑos mรกs bien aciago y de resonancias bรญblicas.

Esas finuras contradictorias y complementarias a las que alude con su parte de humor el gran poeta de El hombre de la guitarra azul, Stevens el cineasta las incorpora combinando las esencias del melodrama universal con un lirismo sutil que roza lo morboso, asรญ como con un ojo infalible para los lugares dramรกticos: el lago del crimen, las montaรฑas Tetons siempre presentes al fondo del valle de Raรญces profundas (Shane, 1953), la casona aislada en los pastos y los pozos petrolรญferos de Gigante (Giant, 1956). Y los actores tan sabia y sorprendentemente elegidos: la Taylor casi niรฑa frente el atribulado Monty Clift en Un lugar en el sol, los fรญsicos opuestos de Alan Ladd y Jack Palance en Shane; la piel y el pelo de mexicanos y yanquis en Gigante, de tanta carga simbรณlica. Genius loci y genius humanorum, para no salirnos del latinajo.

La gran epopeya americana de esas tres excelentes pelรญculas se inicia, en Un lugar en el sol, con un amour fou entreverado con la verdadera locura que lleva hasta las dos muertes finales. La historia mรกs de fondo social de la novela de Dreiser se concentra en el filme en la pareja protagonista, desde el primer instante en que se descubren el uno al otro; George Eastman (Montgomery Clift) al ver al volante de un coche deportivo a una joven de extraordinaria belleza (Elizabeth Taylor), y ella al verle a รฉl encadenar carambolas en la sala de billar de una gran mansiรณn.

Hay un fatum en sus encuentros, que Stevens resuelve con una significativa figura de estilo de la que acierta al no abusar: las sobreimpresiones encadenadas. A mรญ me impresiona mรกs otra: el uso del primerรญsimo plano de rostros que se besan, en los que la cara de la Taylor adquiere una dimensiรณn subyugante al lado de la cabeza opaca de George.

Un lugar en el sol tiene tambiรฉn un elocuente paisaje: la pequeรฑa ciudad con el รบnico brillo de los neones industriales, los habitรกculos de la clase obrera, las fincas de recreo de los millonarios. Cuando en sus posteriores Raรญces profundas y Gigante Stevens va al Oeste, su complacencia jocunda es someterse, siendo original, a los patrones del western: la familia granjera, el salรณn astroso y peligroso, los rebaรฑos en estampida, los dos pistoleros enfrentados, y una cierta bonhomรญa pastoral que hace de la primera una dulce alegorรญa triste, con halo de misterio y ribetes homoerรณticos, y de la segunda un alegato sin exagerada moraleja en favor de la justicia y la igualdad racial. Stevens, ademรกs, se muestra en su trilogรญa, y tan pronto, muy sensible a las sensibilidades femeninas de firme carรกcter.

Lรกstima que la รบltima pelรญcula suya que nos interesa, El diario de Ana Frank (1959), sea un paso fallido en un contexto que parecรญa el mรกs idรณneo, con sus antecedentes. Le traiciona, en mi opiniรณn, partir no del libro, que es una obra maestra de la literatura confesional, sino de una adaptaciรณn hecha para Broadway. Al perderse casi del todo la voz de la adolescente judรญa en primera persona, el relato se hace externo y demasiado anecdรณtico, aunque el reparto vuelve a ser inspirado y la factura formal la propia de un maestro que durante mucho tiempo a alguno de nosotros no nos lo pareciรณ. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
mรกs reciente es 'El tercer siglo. 20 aรฑos de
cine contemporรกneo' (Cรกtedra, 2021).


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