El testigo de la historia

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Eduardo Mendoza

El rey recibe

Barcelona, Seix Barral, 2018, 368 pp.

 

Las decepciones de Rufo Batalla son las normales. En algún momento de su vida tuvo veleidades intelectuales, pero en Barcelona solo llegó a periodista del corazón y, hastiado, acabó como oficinista en Nueva York. Desearía ser testigo de una revolución, pero cuanto más ve el mundo más improbable e indeseable le parece. Quiere amar a las mujeres con las que sale, pero no lo consigue por exceso de egoísmo; a falta de amor duradero, le atrae la aventura, pero sabe que es un “amante mediocre, escaso de medios y de temperamento abúlico […] con el certificado de buena conducta grabado en el rostro”.

Esto sucede entre finales de la década de los sesenta y principios de la de los setenta. El mundo está cambiando –los españoles son un poco más ricos, las mujeres un poco más libres, la cultura un poco más rebelde, los gays un poco más visibles, y la muerte de Franco ya se ve cercana– y Batalla se da cuenta de ello. Nada de esto le parece mal; de hecho, le parece bastante bien, pero es incapaz de mostrar ningún entusiasmo. Se limita a escuchar cómo los demás le cuentan sus obsesiones en largas parrafadas, se reprocha a sí mismo su instinto conservador y aburrido y sigue con su vida sin conseguir nada brillante, pero tampoco fracasa. Toma decisiones solo porque es imposible no hacerlo.

El rey recibe, la última novela de Eduardo Mendoza, y primera de una trilogía, según ha anunciado el autor, relata en primera persona, desde un presente impreciso, esos primeros años de la madurez de Rufo Batalla. Lo hace mezclando los registros que Mendoza ha demostrado dominar: la parodia, el retrato psicológico irónico, la descripción de clases y grupos sociales a través de unos pocos de sus miembros, la viñeta histórica, el acercamiento al ensayo narrativo y el abierto disparate. El libro es una sucesión de todos ellos: la boda de un delirante exmonarca de un país de Europa del Este que lucha por recuperar su trono y mete al protagonista, que cubre la celebración como reportero, en un lío mayúsculo; la transformación de las revistas de corazón, que pasaron del énfasis en la nobleza a abrirse ligeramente a los plebeyos famosos; el significado de la llegada de Fraga Iribarne al Ministerio de Información y Turismo; el fracaso de la Primavera de Praga; la revolución cultural personificada en Yves, un músico que, a ojos de Batalla, desaprovecha su talento por su afán de provocar a los burgueses con performances vanguardistas. Desfilan los gays más o menos liberados, pero en todo caso muy visibles, por las calles de Nueva York, junto a funcionarios españoles que aseguran que serán tan fieles a la democracia –aunque no les guste– como lo fueron a Franco –un mal necesario para ellos–, además de ricos neoyorquinos con complejas y competitivas vidas sociales y los propios Juan Carlos y Sofía, antes de ser reyes, como una promesa ambigua de lo que está por venir.

Todo a través de la mirada de Batalla, que como otros personajes de Mendoza –herederos de los de algunos Episodios Nacionales de Galdós o de algunos libros de Baroja– no aspira a ser el protagonista de la historia, sino únicamente su testigo, porque conoce demasiado bien sus limitaciones. Batalla es capaz de ponerse al servicio de los caprichos del exmonarca báltico –cuya historia es la que más chirría del libro, aunque tiene elementos cómicos y psicológicos extraordinarios, como casi todo lo que toca Mendoza–, de tomar la decisión de abandonar a una novia conveniente y una relativa comodidad en Barcelona para instalarse en Nueva York y trabajar, como un Bartleby más, en una gris oficina comercial. Pero sabe que él no puede ser protagonista más que de sus recuerdos. Sus dudas se traducen formalmente en una narración fragmentaria, que salta de un tema a otro, como si nada terminara y todo se interpusiera en lo demás.

El rey recibe tiene problemas. No se trata solo de que la mezcla de registros sea a veces un poco abrupta, sino de que en ocasiones la prosa de Mendoza falla, algo infrecuente en su extraordinaria obra. En ocasiones, lo que pretende ser agilidad y una pincelada rápida pero profunda se queda en un lugar común o, peor, en un movimiento perezoso. Pero Mendoza siempre es Mendoza, su talento es descomunal, e incluso cuando dista de su mejor forma resulta brillante. Como el protagonista de Mauricio o las elecciones primarias –una de sus mejores novelas, con la que esta creo que está emparentada–, el Rufo de El rey recibe vive su tiempo resignado a hacer el papel que los demás le otorgan y con una capacidad muy limitada de imponer la posición que a él le gustaría adjudicarse. Lo cual se ve particularmente bien en el contraste entre el personaje, muy listo pero pasivo, y su época, un momento de enormes cambios culturales y políticos que Mendoza retrata con maestría y sutileza, a menudo en el fondo del plano pero bien visibles. El mundo se transforma a enorme velocidad, en sentidos opuestos, de manera impredecible, pero Batalla se encoge de hombros.

“Nada me había ido mal, pero nada me había ido bien”, dice el protagonista. Lo mismo podría decirse de esta novela. No le resta nada a la obra de su autor, pero es posible que tampoco le sume. Aun así, su lectura depara enormes satisfacciones, como todo lo que escribe Mendoza. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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