Elogio de la nueva clase discutidora

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Santiago Gerchunoff

Ironía On Una defensa de la conversación pública de masas

Barcelona, Anagrama, 2019, 80 pp.

Este magnífico ensayo tiene una rara virtud: rehúsa tomarse en serio las letanías que de manera recurrente anuncian la destrucción de la democracia a manos de las redes sociales. ¡Abajo los cenizos! A cambio, incurre con ello en un vicio también raro: minusvalorar los aspectos negativos de la digitalización del espacio público. Vaya por delante que, a la vista de los estimulantes hallazgos del libro, se trata de un problema menor: todo no cabe en ochenta páginas de formato reducido. Pero vamos por partes.

Esta meditada reflexión sobre la ironía en la conversación digital de masas es el debut editorial de Gerchunoff, filósofo argentino afincado en España desde hace dos décadas y activo usuario de Twitter: el autor predica con el ejemplo. Su punto de partida es justamente el malestar de los “nuevos conservadores”, que –como los antiguos– asisten horrorizados a la presunta deformación de la razón en la esfera pública digital. Este descontento adoptaría dos formas opuestas: miedo a una masa desjerarquizada que impone su voluntad a golpe de enjambre tuitero y miedo a una masa manipulada por gobiernos o empresas. Ya se actualice a Canetti o se rescate a Orwell, son legión quienes añoran una esfera pública racional que, como señala el autor, constituye uno de los más arraigados mitos de nuestro tiempo. Identifica aquí Gerchunoff una manifestación del “provincianismo histórico” que lleva a toda época a considerarse a la vez única y desgraciada, a menudo con motivo de alguna disrupción tecnológica.

Tal como sugiere el título, a Gerchunoff le interesa sobre todo el reproche según el cual la esfera pública digital habría enfermado de ironía. Se trata de una acusación que David Foster Wallace había elevado ya contra la cultura analógica de los noventa: para el novelista norteamericano, la generalización de la ironía es un problema porque paralizado queda quien “es capaz de relativizar y negar todo lo que afirma casi de modo simultáneo al propio acto de afirmarlo”. Una cultura popular definida por la ironía sería una cultura popular vacía que, se nos alerta, podría incluso traernos el fascismo. Sabiamente, Gerchunoff encuentra aquí un exceso de melodramatismo; a su juicio, la ironía de masas es menos tóxico que antídoto. Pero no está de más recordar que, como hizo notar Derrida, el phármakon es remedio y veneno: depende de la dosis. También ayuda que la aspirina sea realmente aspirina; y en la esfera pública no es ironía todo lo que reluce.

No encontrará aquí el lector una definición tajante de la ironía; el autor cuenta con que sabremos reconocerla. Para caracterizarla, se remonta a la figura de Sócrates, que nos proporcionaría el “contexto originario” de esta práctica discursiva: una herramienta oral de uso cotidiano en el interior de la ciudad. Y aunque se echa aquí de menos alguna referencia histórica que confirme esta aseveración un tanto idealizante (si tantos Sócrates había en Atenas, ¿cómo es que este acaba muerto?), Gerchunoff proporciona una convincente descripción –no exenta de elementos prescriptivos– de la ironía como “aquello que hace el eiron”. O sea, el que responde al alaizon o charlatán que se presenta como sabio. Se adhiere con ello al sentido de Rorty: la ironía es conciencia de la propia contingencia. Así que la ironía es humilde (desenmascara al dogmático), reaccionaria (responde a lo que otro dice) y política (se ocupa en público de los asuntos públicos). O sea: la ironía nos es necesaria.

Históricamente, de hecho, habría sido una fuerza civilizatoria encargada de señalar los abusos del poder. Pero su prestigio, apunta Gerchunoff, parecía depender de su escasez: la ironía era buena mientras fuera ejercida por una minoría; es mala cuando se convierte en el lenguaje dominante. Y eso es lo que estaría sucediendo con “la multiplicación de las conversaciones más o menos públicas producida por la implantación universal de los medios conversacionales digitales”. Es lo que Gerchunoff llama “conversación pública de masas”, añadiendo con ello una nota de optimismo a lo que Castells viene denominando “autocomunicación de masas”. El autor se defiende de antemano del mohín habermasiano: la sociedad está vertebrada por una red de conversaciones a las que no podemos exigir purismo alguno. Sobre esto insistía también Sartori: la esfera pública es una cacofonía de opiniones, no un seminario de expertos. Deduce de aquí Gerchunoff que la condena de la ironía en nuestros días expresa disgusto por su democratización: ahora todos somos ironistas hiperconectados y esta paradójica “masificación de un elitismo” molesta a quienes recelan de una sociedad sin jerarquías.

Aún más optimista se muestra nuestro autor cuando, tras despachar cargado de razón las anticuadas críticas de Sennett y Habermas contra los medios tradicionales de masas, invoca a Hannah Arendt para ilustrar la cualidad política de la nueva esfera pública. Gerchunoff, que dedicó su tesis doctoral a la autora alemana, sugiere que las redes son una manifestación de ese “espacio de apariciones” que para Arendt nos convierte en ciudadanos: tomando la palabra ante los demás, nacemos por segunda vez. El autor no se engaña: esta repolitización, inviable con la televisión, vulgariza lo político más que profundizarlo. Pero solo podemos juzgarla peyorativamente si incurrimos en una “melancolía de la verdad” que olvide un dato esencial: “el fundamento de la conversación pública no es la verdad, sino la democracia; y la relación entre democracia y verdad es, como mínimo, problemática”. A su vez, esta democratización de la ironía por medios digitales se corresponde con los principios del liberalismo político: ese liberalismo al que Schmitt reprochaba no ser capaz de fundar sociedades se parece a una ironía que no afirma sino que reacciona. Para Gerchunoff, lo que el sistema representativo conserva de la democracia originaria se aloja en la libertad de expresión: esta actualiza la célebre “libertad de los antiguos” identificada por Constant y vehicula el uso público de la razón prescrito por Kant. De manera que el horror ante las redes debería ser amor por las redes, que vigorizan la democracia en lugar de amenazarla. Si ya en su época Donoso Cortés –admirado por Schmitt– describía burlonamente a la burguesía como “clase discutidora” del nuevo régimen liberal, Gerchunoff hace aquí un convincente elogio de su nueva encarnación digital. Y lo hace sin sombra de ironía.

Ahora bien, se echa de menos en el libro una mayor integración del componente normativo del debate público. ¿O acaso es del todo indiferente de qué manera se discuta en la esfera pública o cuáles sean las conclusiones a las que lleguen las mayorías en su interior? ¿No amenazan también las redes la capacidad de la democracia liberal para precaverse de esas mayorías y sus estados de ánimo? Fenómenos como el brexit o el procés apuntan, justamente, hacia un indeseable reforzamiento del plebiscitarismo. Y aunque debemos concebir de manera flexible el uso público de la razón, las virtudes de la ironía no siempre adornan a quienes participan en la interacción digital. De hecho, hay motivos para dudar de que el ironismo sea una cualidad de los ciudadanos individualmente considerados: estos suelen defender su verdad como si fuera la verdad, poco conscientes –por volver a Rorty– de su propia contingencia. Pudiera ser entonces que la ironía fuese un efecto agregado del sistema, donde unas voces neutralizan a otras gracias a la natural diversidad de un medio tecnológico abierto. Si es el caso, el auténtico eiron sigue siendo minoritario: aquel que, consciente de su contingencia, se abre a los demás en lugar de gritarles lo que piensa.

En cualquier caso: estamos ante un ensayo excelente, sabiamente destilado a partir del pensamiento y la praxis de su autor, que refuta con sagacidad los peores augurios sobre la digitalización del espacio público. Es, también, un inmejorable punto de partida para debatir sin tremendismos sobre la conversación de masas contemporánea. Bienvenido sea.~

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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