Entrevista a Reyes Mate. “El español, cuando se define, necesita excluir”

En su libro más reciente, el filósofo aborda la cuestión del nacionalismo a partir de su interés por la cultura de la diáspora.
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El ensayista Reyes Mate cuenta que Tierra de Babel. Más allá del nacionalismo (Trotta, 2024) surge de dos factores. En primer lugar, colaboró varios años en El Periódico de Cataluña y durante el procés pudo ver el impacto del nacionalismo, cómo cambiaba y condicionaba a los intelectuales. Por otro lado, estaba su interés por “la cultura diaspórica”, donde el tema del nacionalismo siempre está presente.

La cultura de la diáspora, explica, “es la renuncia a tener un Estado, a tener un espacio donde se realizara una pertenencia ligada a la tierra, y la búsqueda de una alternativa. Eso es un dato histórico, pero también es un tema constante y presente en los pensadores judíos a lo largo de la historia, por lo menos los que yo he frecuentado. Siempre había un testimonio de su experiencia, de los límites de la figura de la pertenencia, y también sobre las posibilidades de una alternativa”.

Habla más de nacionalismo que de pertenencia. Es una idea más amplia.

Cuando hablamos de nacionalismo, estamos pensando en los vascos o en los catalanes, como mucho en el nacionalismo español. Yo incluyo toda aquella forma de identidad ligada al territorio, y que es exclusiva y excluyente. El nacionalismo, en este sentido, es el Estado, es la nación, es la patria, y todo eso lo englobo bajo la figura de la pertenencia. Lo que me interesa es por qué tiene tanto prestigio esa figura. Se ve perfectamente en la historia de la filosofía política. Vertebra el pensamiento occidental. Y yo tenía claro que ese prestigio de la pertenencia era discutible.

Hace un salto de Aristóteles a Hegel.

Hay una frase central en la filosofía política de Aristóteles, que es cuando dice que el ser humano es un ser político. Todo el mundo lo ha interpretado como que el ser humano necesita de los otros, está predispuesto a la convivencia. Hay este sentido un poco sociológico de la idea, pero me parece que lo importante es la segunda parte de la frase, donde dice: y el que no es esto, no es un ser humano. Identifica la pertenencia a la polis con la posibilidad de ser humano.

A partir de ese momento se condena al apátrida, al exiliado, al que no tiene polis, a ser o menos que un ser humano o más que un ser humano, u otra cosa que un ser humano. Eso en Hegel llega a su culmen, porque el Estado hegeliano sería el final de todo este proceso, de esta figura política. Es la totalidad ética, la perfección ética porque según él se consigue aunar en una forma dos momentos sustanciales de la convivencia: la realización del individuo y el interés general. Esto es lo que nos hemos creído. Con esta ideología operamos, y yo quería analizarla críticamente.

¿Por qué es importante Marx en esta historia?

Cuando Marx analiza las posibilidades del Estado moderno, es decir, el Estado que puede resolver la cuestión judía, porque por fin hace abstracción de las ideologías de las personas y cualquier nacido en ese territorio puede ser ciudadano, dice que así se consigue la emancipación política. Hasta ese momento habían sido discriminados irracionalmente, porque eran como los demás, nacidos en ese territorio, hablaban esa lengua, pertenecían a esa cultura y eran discriminados por su raza. El Estado laico resuelve el problema de la discriminación histórica y él lo celebra. Pero es insuficiente: frente a la emancipación política está la emancipación humana. El Estado laico convierte al judío en ciudadano, pero discrimina a otro: levanta otra frontera, no solamente para distinguirse de otro, sino para excluir a otro.

Una de las fuentes del nacionalismo es el romanticismo. En el libro me ha llamado la atención el énfasis que da al tiempo. La Ilustración, dice, tiene una visión racional, universalista, un poco estática. Los románticos alemanes rescatan ese componente temporal.

Reconocemos un gran valor a la Ilustración, pero lo que ve el romanticismo son sus fallos, y los fallos son el desconocimiento del sentimiento, de la importancia de la comunidad y de la importancia del tiempo. El romanticismo establece una relación entre cualquier respuesta política a los problemas y el contexto de los ciudadanos. El romanticismo es el padre del nacionalismo moderno, le da una conformación temporal, adecuada a las circunstancias de cada sitio. Por eso hay un romanticismo alemán, uno francés y un romanticismo español. Y cada uno de ellos alumbra un tipo de nacionalismo diferente. Dedico unas “iluminaciones” a cada uno.

Las iluminaciones profanas: el método del libro.

No quería hacer un libro de historia, quería hacer un libro de filosofía. Y la filosofía se puede permitir una iluminación. Al final, la fuerza de la filosofía es la lógica del discurso que hagas, no las citas en las que te apoyes o los datos que des, sino que la interpretación que haces de los hechos tenga sentido. Eché mano de esta figura benjaminiana de la iluminación profana. No iba a discutir con los aristotélicos o los hegelianos una frase, iba a hacer una interpretación, creo que tan sensata como la que cualquier otro pueda ofrecer. Es una especie de fogonazo.

Habla de la identidad de los españoles y de las teorías de Américo Castro.

La interpretación de Américo Castro es muy interesante. La idea fuerte es que este país y el español se construyen sobre un mito y una negación. Se construye sobre un mito, es decir, la identificación del ser cristiano con el ser español, que es un mito gratuito, porque no tiene ninguna base histórica. Cuando a partir del siglo XIII, XIV, XV se plantea que el español es el cristiano viejo y el cristiano, se declaran extranjeros al judío y al morisco. Pero el judío llevaba más tiempo aquí que el cristiano, desde el siglo i, y el árabe llega casi al mismo tiempo que el cristiano, que viene con los godos, tras la caída del Imperio romano. Entonces, ¿cómo justificar este mito de que el español es el cristiano y no el judío o el árabe? Pues a través del mito de Santiago Apóstol, que dice que hay que justificar que el cristianismo es una religión autóctona. Según este mito, el cristianismo tiene dos fundadores, en Palestina es Jesús, y aquí en Occidente es el hermano mayor de Jesús, el apóstol de más prestigio.

Se inventa todo eso de que vino a evangelizar y lo trajeron luego los ángeles o no sé quién. Se construye todo un mito que sirve para justificar la guerra de expulsión de los árabes y musulmanes y, al mismo tiempo, para identificar lo español con lo cristiano. Esa idea de Américo Castro me parece extraordinaria y en el fondo no hemos salido de ella.

Yo creo que el español, cuando se define, necesita excluir. El catalán, cuando se define como catalán, necesita expulsar de Cataluña al que no es catalán, el vasco al no vasco. Esa incapacidad de pensar la diferencia viene de fábrica.

Castro hablaba de la theobiosis. ¿Qué es?

Es una unificación: no se trata de una vulgar relación entre religión y política, no es la teocracia. Por eso, dice, el español no puede ser tolerante. Y los casos de tolerancia son importados. Nuestra manera de ser tiende a sacralizar lo profano, de ahí que el valor que damos o que dan los nacionalistas catalanes y vascos, por ejemplo, a su lengua, a sus banderas, a sus cánticos: no es un valor cultural, es un valor religioso, diría Américo Castro. No solamente tenemos el condicionante filosófico-aristotélico, sino que también tenemos el condicionante histórico que identifica al cristiano con el español.

Muchas de esas características del nacionalismo español están en los nacionalismos periféricos.

Es una guerra de nacionalismos. Mucho pensamiento conservador español, o la extrema derecha, tiene las mismas reglas que el nacionalismo vasco y catalán. Son nacionalismos que no aceptan la pluralidad de identidades y solamente se pueden afirmar excluyendo. Con razón decía el Quijote que el mejor español era el vasco o el vizcaíno. Nadie personifica mejor al cristiano viejo que el vizcaíno en el Quijote.

Cita a Jon Juaristi, que ha relacionado la persecución de los cristianos nuevos y el prestigio de los vascos.

Tenemos el caso del abuelo de Teresa de Ávila, que fue condenado por la Inquisición por judaizante y cuando por fin se libera, dice: A mí esto no me vuelve a pasar. ¿Y qué hace? Cambia de nombre. Pasa de Juan Sánchez a Juan Cepeda y compra una cédula del cristiano viejo de vasco. Se van a Ávila como cristianos viejos. Y eso estuvo oculto hasta los años 1950, cuando apareció la información sobre un juicio a un tío de Santa Teresa. La Iglesia no se podía permitir que una santa de ese calibre fuera cristiana nueva.

Dice que una peculiaridad del nacionalismo español es el tradicionalismo.

Tenemos un nacionalismo que no es el ilustrado francés, que tampoco es el antirrevolucionario pero ilustrado alemán, porque Herder no quería volver a la premodernidad. Pero el español sí: es puramente tradicionalista. El carlismo se interpreta como una guerra dinástica, pero es mucho más, es la forma en que España se enfrenta a todo el movimiento europeo emancipatorio. Su pensamiento no es que sea conservador: el tradicionalismo no es la contrarrevolución, sino lo contrario a la revolución. No es un movimiento, no es una revolución de derechas, sino una afirmación de todo lo que impida el cambio. Por tanto, una sacralización de la naturaleza, de lo de siempre, de lo intocable. Y este carlismo, que primero se enfrenta en tres guerras contra los liberales, cuando pierde, se acomoda en los nacionalismos, porque entre Dios, patria y rey, y Dios y fueros, hay mucha proximidad. Sabino Arana pasa de carlista a nacionalista, y Torras i Bages dice: Cataluña será cristiana o no será. Pues eso.

Cuenta que Pi y Margall quería dar la independencia al País Vasco para librarse de los carlistas.

Sí, eso también lo cuenta Juaristi.

Pero hubo una tradición liberal española, con un componente nacionalista. Gente como el conde de Toreno, el propio Galdós, Valera.

Sí, las Cortes de Cádiz… Hay una Ilustración. Lo que pasa es que yo creo que el Estado liberal es un Estado absolutista, tiene más de carlista que de otra cosa. Es excluyente. Cuando hablo del nacionalismo carlista no niego la tradición liberal. Aunque es confuso. En la guerra contra Napoleón hay una mezcla de afrancesados y casposos. Más tarde, el carlismo impregnó. Al final acaban siendo muy poco laicos, eran anticlericales, pero eran poco laicos porque también en la forma de ser anticlericales había mucho de religión. La theobiosis es una fusión de lo religioso y de lo político, y religioso no es solamente la religión. Religiosos son los símbolos también nacionales, ¿no? Entonces se religiosiza todo, mientras que la teocracia en el fondo distingue entre la religión y la razón. Se han hecho muchas alianzas del trono y el altar, pero yo creo que en Europa, desde la Edad Media, había una clara distinción entre la razón y la religión, y aquí no. Aquí la theobiosis ha marcado, por eso decía Américo Castro que no puede haber laicidad en España, no puede haber tolerancia.

Hay excepciones, por ejemplo, el propio Quijote, claro. Eso lo decía Jiménez Lozano, que era de mi pueblo, y era muy amigo también de Américo Castro. Yo no creo que en el Quijote, digamos, lo laico sea religioso. No siempre lo laico es anticlerical y, por tanto, absoluto, sino que ha habido casos, evidentemente, de liberalismo. Hay una historia de liberalismo en España, pero es verdad que cuando te acercas un poco a ella, siempre le cuesta superar esa religiosificación incluso de lo laico.

Ese sería un fracaso. Otro sería el del nacionalismo ilustrado francés y en particular de Renan: la dificultad para civilizar el nacionalismo.

El nacionalismo francés está muy influido por el romanticismo filosófico y juega mucho a la idea de encontrar señas de identidad alemanas distintas de las francesas. A los alemanes no solamente les duele Napoleón en Alemania, les duelen el enciclopedismo, la filosofía de las luces. Hay una reivindicación del propio modo de pensar porque los franceses han aprendido que la política sigue las ideas. Y el romanticismo da ideas distintas de las ilustradas para conformar la identidad alemana. Ese es el trabajo de Herder, sustituyendo los principios franceses de libertad, igualdad y fraternidad por la tierra, la sangre y la lengua.

El ejemplo de Renan es interesante porque él se da cuenta de los límites del nacionalismo étnico alemán y trata de hacer un nacionalismo ilustrado. Sienta dos bases: un nacionalismo ilustrado tiene que ser un nacionalismo querido, decidido: de ahí la importancia que tiene el plebiscito. Y debe también tener una comunidad unida. La unión de una comunidad se puede hacer de muchas maneras, pero él no quiere una donde la sangre sea prioritaria, sino una en la que la vida sea lo importante: los recuerdos vividos, la memoria.

Lo interesante es cuando entra en la letra pequeña. Todo el mundo cita el plebiscito y la memoria colectiva. Pero Renan no se fía de la memoria para nada. Dice que lo importante son los olvidos: los olvidos conscientes, porque deben prevenirnos de fuerzas disgregadoras. Pone ejemplos de qué es lo que los franceses tienen que olvidar. Que no se pregunten por qué son franceses los franceses, porque entonces solo serían franceses los francos: Francia es una colonización de los francos.

Respecto al plebiscito, dice: es una cosa delicada; no se trata de que cualquiera venga y decida montar un autogobierno, tiene que haber una masa crítica y una razón previa a la decisión. Debe haber algo así como unas reglas, una constitución, que el plebiscito esté acondicionado a los acuerdos que se han hecho previamente. Es decir, que no se puede ir por libre. Al final no hay ni plebiscito ni memoria, porque quien gobierna la memoria y los olvidos es el poder: es él el que tiene que decir qué es lo que se puede recordar, qué es lo que se debe olvidar. Al final de ese nacionalismo ilustrado no queda nada. Ahí llega un nacionalismo francés que lleva a la Primera Guerra Mundial y las guerras con Prusia, pero ya es un nacionalismo totalmente importado de Alemania.

El nacionalismo lleva a Auschwitz, escribe.

Auschwitz no es un dato más en la historia, sino que supone un giro epistémico. Adorno decía que las generaciones posteriores a Auschwitz debemos operar con un nuevo imperativo categórico. No podemos creer, como decía Galileo, mente concipio motum, es decir, yo no necesito salir a la calle para saber lo que es el movimiento, basta que me lo piense bien. Siempre hemos pensado que el pensamiento adelanta la realidad. Auschwitz pone en evidencia que el ser humano puede hacer lo que no puede pensar, y eso obliga a un giro epistémico, en el sentido de que si quieres entender la realidad, sobre todo si quieres evitar la repetición de la barbarie, tienes que desconfiar de tu capacidad analítica, tienes que partir de lo que has hecho.

Lo que has hecho se convierte en lo que da que pensar. Es la sustancia del deber de memoria: entender que lo que da que pensar es precisamente lo que no fuimos capaces de pensar.

Tenemos la tendencia a hacer la historia del nacionalismo. Yo también. Pero también hay que tener en cuenta el giro epistémico, hay que tener en cuenta que Auschwitz nos obliga a pensar a dónde puede llegar, por qué llegó. El nacionalismo no es una idea, no es una ideología, es un fenómeno que ha tenido un enorme músculo histórico y que ha tenido su realidad, su realización.

No solamente hay que abordar el nacionalismo genealógicamente, sino también anamnéticamente. Es decir, debemos tener en cuenta dónde ha llegado, porque puede llegar ahí. Dentro del nacionalismo está la posibilidad no de la exclusión, sino de la eliminación, del exterminio. Debes analizar el fenómeno con todas las herramientas hermenéuticas que tienes, que son el análisis histórico, pero también el análisis de la memoria.

Escribe que un partido, si es nacionalista y de izquierdas, o de derecha y nacionalista, en un momento tiene que elegir.

Yo digo que el nacionalismo es antidemocrático, antilustrado. Pero los partidos nacionalistas pueden ser partidos democráticos. Un partido político es una entidad que puede recibir distintos impulsos, integrar distintas tradiciones. Y así ha sido. Tenemos nacionalismos, como el vasco, que se unió a la democracia cristiana. Tienes ERC, que se unió al socialismo. Pero son dos almas.

Quien mejor lo ha estudiado es Carl Schmitt. Su libro Romanticismo político es la mejor descripción del nacionalismo. Y el alma del nacionalista no es política. Lo que hace Puigdemont es nacionalista. Al nacionalista no le interesa la realidad, no le interesa resolver problemas, le interesa expresarse, decir “aquí estoy yo”.

Por supuesto, hay partidos nacionalistas que han aprendido a negociar en una democracia, como el PNV. Pero hay determinados momentos históricos en los que hay que elegir. Y cuando eligen, eligen siempre del mismo lado.

Habla de las tres fuentes de pertenencia. La tierra, la raza y la lengua. Me llama la atención la reflexión de Derrida: todas las lenguas, dice, son impuestas.

No hay lengua propia. En la última iluminación del libro, que trata de la búsqueda de una alternativa, rastreo ejemplos de la riqueza de esta figura que crea la sociología del conocimiento, sobre todo Simmel y Mannheim, quien la llama die freischwebende Intelligenz, la figura del forastero.

¿El forastero quién es? Es alguien que está en un sitio extraño, pero aceptando que es distinto. No solamente es tratado de manera discriminatoria, sino que asume ser marginal. Esa figura creo que está un poco estudiada. Pongo el ejemplo de Franz Rosenzweig, el de Simone Weil, el de María Zambrano. Pero también Derrida tiene apuntes muy notables. Lo que él llama la democracia por venir es otra forma de nombrar esta alternativa que yo llamo diáspora también.

La diáspora no es el nomadismo, explica.

Por eso invoco la autoridad de Blanchot para hablar de Abraham y de Jacob. El judío es el resultado de los dos. De Abraham, que para ser tiene que irse, y de Jacob, el que define cómo relacionarse con el extraño, que es manteniéndose diferente, pero abrazándole. Derrida está en esa senda.

Se trata, digamos, de la pista que da Rosenzweig cuando dice que la alternativa al nacionalismo no es el nomadismo. Todo el mundo necesita una casa: necesitas una lengua, necesitas una cultura, necesitas una tierra. El problema es que la sacralices. Por eso él habla de la relación simbólica con la tierra. La tierra de uno es la tierra por venir, la tierra prometida.

La lengua propia no es la que hablamos. La lengua propia para él es la lengua cultural. Pero no es la lengua de todos los días, que es la de todo el mundo, sino que es una lengua diferente. Pero Derrida da un paso más al decir que nadie tiene lengua propia en El monolingüsimo del otro. Cuando me preguntan cuál es mi lengua, explica, yo no tengo lengua materna, porque mis padres eran judíos, debería hablar hebreo, pero ellos no lo hablaban. Mi lengua natural debería ser el árabe, porque vivo en Argelia, pero se ha declarado lengua extranjera. Mi lengua natural parece que es el francés, pero cuando voy a París oyen mi acento y se preguntan: ¿este de dónde viene? La reflexión que se hace es que todas las lenguas son lenguas impuestas.

Para hablar en tu lengua, tienes que tener en cuenta las lenguas que has acallado. El español, para conocer el alcance de su lengua, tiene que conocer las que ha acallado, fundamentalmente el árabe y el hebreo. Por eso es interesante el homenaje que hace Cervantes al árabe. La coletilla de Derrida es que eso no es cosa suya, sino de cualquier hablante.

El extranjero, muchas veces, era el judío. Usted dice que antes que nada es un punto de vista.

Es a propósito de la interpretación de la Torre de Babel. Tenderíamos a pensar que el judío es una raza. No, es la minoría que saca las consecuencias de esa experiencia. La mayoría de la gente no entendió la lección, sino que volvió a construir ciudades iguales, con grandes torres para ser memorables. Hubo unos pocos que entendieron que había que ocupar pacíficamente la tierra siendo diferentes. Y hablando en distintas lenguas

En la Biblia, después de Babel, empieza Abraham. Babel sería la última parte del relato más mítico. Luego viene la historia. Salen Abraham y Jacob, que son los que sacan la lección. El judío no tiene tanto que ver con una raza determinada, ni siquiera con una religión, sino con esa parte de la humanidad que extrae unas consecuencias.

Aunque tienes la diáspora pero también el sionismo.

¿Por qué aparece el sionismo en una tradición tan condicionada y tan fuertemente identificada con la diáspora? En el fondo porque no fue posible. Tiene en su contra que no ha sido posible hasta ahora. La construcción del Estado era tan excluyente que no toleraba la diferencia. Y por eso el pueblo judío fue expulsado sistemáticamente de todas partes.

Y luego se encuentra con el fenómeno del romanticismo y la idea de que un pueblo con historia tiene derecho a tener un Estado. El sionismo no es solamente el resultado de una reflexión crítica sobre la dificultad de existir, sino que es también un acogerse a una idea que era la de la época: que cualquier pueblo con historia tiene derecho a tener un Estado. Y ninguno con más historia que el pueblo judío. Para el esquema de la época estaba totalmente justificado. Pero incluso en Herzl, en Buber, en Scholem, en todos, está la conciencia de que esto plantea un problema, y entonces se trata de encontrar una salida. La que propone Buber, por ejemplo, es una tierra para los dos pueblos. La de Scholem es que el pueblo judío necesita una relación con el territorio judío, pero no necesariamente tiene que traducirse en un Estado político. Y Rosenzweig discute con todos diciendo que no creía posible compaginar las dos cosas. Él al final no fue sionista, pero tampoco se podía permitir ser antisionista, porque veía una cosa que no tenía resuelta la diáspora. Y es que se necesita un lugar, se necesita una lengua.

Otra cosa es que no la sacralices, y por eso su respuesta de una interpretación simbólica de la tierra… Él añade, digamos, a la diáspora clásica la necesidad de una tierra, de una lengua. Lo que temía era que esto acabaría convirtiéndose en un nacionalismo más, como ha ocurrido. Y por tanto el pueblo judío ha hecho algo a lo que tiene derecho cualquier pueblo, que es ser nacionalista, tener un Estado. El que critique el sionismo tendrá que criticar cualquier forma de Estado nacional y viceversa.

Yo creo que en este momento lo que tiene futuro no es el sionismo, que tiene los mismos problemas que el nacionalismo. Lo que tiene futuro desde el punto de vista filosófico es la vieja diáspora.

Será filosóficamente: en la actualidad, da la sensación de que el nacionalismo sigue siendo poderoso, quizá más que en otros momentos.

Sí, el nacionalismo es muy fuerte porque sus bases lo son. Aristóteles sigue pesando mucho y Hegel también. Estaba en Fukuyama. Había encontrado una figura política en la que el interés del individuo y el interés del Estado, del conjunto de la sociedad, se reconciliaban. Presentaba la tesis hegeliana del Estado como totalidad científica. Ese es el fin de la historia.

Pretendo remover esas covicciones porque son discutibles históricamente y además conducen al colapso. El deber de memoria me obliga a pensar el nacionalismo más allá de todas sus bondades desde la experiencia de Auschwitz.

La historia va a un nacionalismo cada vez más potente, con la extrema derecha en Europa, por ejemplo. Pero la humanidad nunca ha hecho gala de gran inteligencia colectiva. Nos hemos dirigido a las catástrofes tocando la guitarra.

¿No es ingenuo pensar que se puede vencer al nacionalismo?

¿Qué discursos críticos hay frente a él? Lo más que se ofrece es la suma de Estados. Toma el ejemplo de Europa. Fue una idea, como dice Semprún, concebida en los campos de exterminio, para acabar con el totalitarismo de un lado y otro. Y él invoca a Husserl para crear un espacio posnacional. Ese, digamos, era el legado de la Segunda Guerra Mundial. ¿Pero qué hemos hecho? Sumar Estados. Y cada vez que Europa ha intentado una constitución que rebaja el poder de los Estados, sumamos Estados.

Tenemos tan interiorizado que sin Estado esto se cae que lo que hacemos es acordar entre Estados, pero en absoluto cuestionar o apuntalar una figura posnacional. Urge porque tienes el caso, por ejemplo, de Israel, pero también el de Ucrania, donde hay lugares que han sido polacos, rusos, ucranianos, alemanes, donde se ha hablado todo y se han profesado muchas religiones. Es imposible que se resuelva diciendo esto es ruso o esto es ucraniano.

Mira el caso de Ceuta y Melilla: pensar que eso se resuelve siendo español o siendo marroquí es absurdo. Son españolas y son marroquíes. Tienes que empezar a pensar en figuras posnacionales. La gran trampa, por ejemplo, de Pedro Sánchez con eso de los dos Estados de Israel y Palestina es que nadie se lo cree. Nadie cree que un territorio pueda tener otros Estados, porque identificamos Estados con territorios. Si se lo creyera, plantearía el tema de Ceuta y Melilla de otra manera y el tema de Gibraltar de otra manera. Y no hablo del nacionalismo extremo, que creo que es el menos importante. Es el nacionalismo civilizado el que no ha hecho sus deberes.

Otro asunto que tiene que ver con los temas del libro es la migración.

Va a romper las costuras. Se dice grosso modo que la riqueza del conjunto de la humanidad la tiene un tercio de la población. Bajo ese supuesto es imposible pensar que eso va a parar. Cada vez habrá más diferencia entre los ricos y los pobres. Con el cambio climático mucho más. Las fronteras ya no arreglan nada, aunque por supuesto la frontera es fundamental para el Estado.

Deberíamos pensar en una gobernanza que supere definitivamente la figura del Estado. No es fácil lograrlo, pero si el libro tiene algún interés, es para arriesgarse a pensar una figura que supere el prestigio del Estado. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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